Como ya he dicho por aquí, no comulgo demasiado con la iglesia freudiana. Freud nos convenció “científicamente” de que tenemos algo que nació en las petites perceptions de Leibniz y que entusiasmó al idealismo alemán y al romanticismo, el “inconsciente”. Desde entonces todos quedamos convencidos de tener uno, lo cual nos permite echarle a él la culpa de la mitad de nuestros pecados. No obstante, de un modo u otro, desde luego nada “científico”, Freud encontró algo, a lo mejor algo que todos esperábamos escuchar o algo lo suficientemente vago como para que todo el mundo pueda reconocerse en ello, o simplemente, algo que tiene una explicación diferente a la que él le dio, pero, en cualquier caso, algo. Un ejemplo lo tenemos en el concepto de “regresión”. Según Freud, el desarrollo psicológico de los individuos no va en línea recta, sino que, con frecuencia, se intercalan etapas en las que el individuo retorna a estados mentales anteriores en forma de comportamientos inmaduros, sueños o fantasías impropias del estado de desarrollo psíquico en el que se encuentra. No queda claro en Freud si debemos entender esta regresión como un intento por parte del sujeto de resolver determinados conflictos emocionales, como una consecuencia inevitable de traumas o deseos reprimidos o si hablamos de un simple mecanismo de defensa para protegerse de la ansiedad. Dicho de otro modo, no queda claro si enfrentamos un proceso normal en la adaptación a los cambios o un proceso patológico que debemos evitar a toda costa. Todo vale según y depende para que todo y nada quede explicado, lo cual permite asociar el concepto con cualquier situación que el sujeto viva como estresante y que desate en él dudas acerca de su capacidad para manejar las emociones que le generan. En ese saco caben desde la muerte de un ser querido, una enfermedad grave, una violación o el divorcio de los padres hasta “cambios significativos en la vida de una persona” tales como una mudanza o el fin de una relación. Por supuesto, la “regresión” no designa algo que pueda observarse, se trata de un constructo, que, supuestamente, da cuenta de una multiplicidad de comportamientos sin que exista regla ni criterio que permita enlazarlo con ellos. Morderse las uñas, expresarse en términos infantiles, ver dibujos animados, disfrutar de los relatos estereotipados, sentir miedo a la oscuridad, imaginar monstruos, buscar figuras parentales para resolver los problemas o sentir celos hacia los hermanos, constituyen otras tantas conductas del estado de regresión. Superar la regresión implica acudir a un profesional, que para eso se inventó el psicoanálisis, para llenar las consultas de los psicoanalistas. El profesional de turno nos desvelará algo que nadie más puede alcanzar y que, por tanto, nadie más podrá corroborar o refutar, a saber, la situación estresante o traumática que ha causado la regresión. Hablar acerca de ella, he ahí el núcleo de todo tratamiento psicoanalítico, disolverá el problema como azucarillo en el café. Pero, eso sí, para ello se requiere la colaboración del paciente. Resulta bastante curioso que en el psicoanálisis suele mencionarse la autocompasión como un paso previo para lograr salir de la regresión, entendiendo por “autocompasión” la capacidad para comprender que los momentos de debilidad y de dificultades forma parte del proceso de crecimiento personal. Y, naturalmente, tenemos la aceptación, el gran remedio que ya inventaron los estoicos y que consiste en comprender que “las cosas son como son” y nadie tiene en sus manos la posibilidad de cambiar el “ser” de las cosas. En resumen, la regresión se produce por nuestra negativa a aceptar que vivir consiste en enfrentar desafíos, que el “ser” forma parte del mapa que continuamente vamos generando para orientarnos en el mundo, pero que en la realidad, en el territorio, no hay nunca nada sólido, duradero, permanente durante mucho tiempo… gracias a Dios.
Aunque Freud utilizó el concepto de regresión para explicar lo que ocurría en determinadas etapas del desarrollo psicológico de los individuos, en El miedo a la libertad, aparecido nada menos que en 1941, Erich Fromm lo utilizó para explicar procesos colectivos, más en concreto, el ascenso del fascismo. La Primera Guerra Mundial, la Gran Depresión habrían funcionado como situaciones estresantes desencadenando una regresión colectiva. El constructo “regresión” daría cuenta así del auge de movimientos políticos y sociales que ensalzaban la vuelta a una época anterior, que idealizaban un pasado inexistente y, en particular, utilizaban la violencia como forma de superar los problemas de la época presente. Según Fromm el fascismo ofrecía la promesa de una identidad y un sentido de pertenencia que les había sido arrebatado a los individuos por el desarrollo de la modernidad. A Fromm le corresponde el mérito de haber visto en el fascismo algo más que una forma de gobierno o un acontecimiento histórico. Se trataba de un fenómeno cultural y social enraizado en la psique de los individuos que viven en determinados períodos de cambios particularmente traumáticos o acelerados. En consecuencia, si, como parece, la velocidad de los cambios históricos se ha incrementado en el último siglo, entonces debemos prepararnos para continuos pasos por etapas regresivas… o madurar de una puñetera vez. En las ideas de Fromm hay encerrada una auténtica filosofía de la historia que pocos han querido desarrollar, lo que podríamos llamar una historia anudada. A diferencia de lo que nos enseñó el cristianismo y a diferencia de la concepción tradicional, la historia ni constituye un proceso lineal marcado por un inicio y un fin, ni un proceso circular en el que todo termina donde empezó. En contra de lo que pensaba la Ilustración, cada paso hacia adelante no anuncia más pasos hacia adelante, sino el aumento de la probabilidad de que se produzca una regresión. Regresión que, más pronto o más tarde, acabará por conducirnos un paso más allá de donde nos encontrábamos. Por eso hay autores que han propuesto el carácter cíclico o espiral de la historia, porque siempre hay parecidos entre los avances y las recaídas. Más acertado parece decir que nuestro deambular por la historia sigue una trayectoria semejante a la que trazan los planetas en el cielo nocturno, van en una dirección hasta que comienzan a marchar hacia atrás para volver al sentido original. Se los llamó “planetas”, precisamente, porque “planeta” en griego, significa “errante”. Sólo que su regresión tiene un carácter puramente aparente, pues se debe a la composición del movimiento del astro en cuestión con el de la tierra.