Santarcangeli correlaciona acertadamente el laberinto con los ritos de iniciación al mencionar los laberintos existentes a la entrada de ciertos tempos egipcios o la estructura misma de las pirámides. El laberinto es frecuentemente asociado a los órganos internos, en particular, al vientre de la madre. En realidad, es el mismo simbolismo que puede encontrarse en la cabaña en la que quedan recluidos los jóvenes que transitan hacia la madurez en algunas tribus y, de un modo más general, en la caverna. Pero aquí hay una sutileza que Santarcangeli no alcanza a recorrer. Ni toda caverna es laberíntica, ni todo laberinto tiene por qué ser una caverna. Ciertamente, hay cavernas laberínticas, como ésa de la que no se puede salir porque acaba en una sima en la que los preneanderthales arrojaban a sus muertos y a la que nosotros llamamos "Atapuerca". Pero también las hay de otro tipo. Pensemos en Platón. Su inmortal mito de la caverna, en la que queramos o no, acabamos por vernos atrapados, no describe un laberinto. De la caverna se sale por una rampa, es decir, por una cuesta, que puede exigir más o menos trabajo remontar, pero que no desorienta, no pierde, no extravía aunque el que la recorre acabe por parecer extraviado. El camino desde el interior de la caverna al exterior no es laberíntico y, de hecho, Platón mismo lo asimila a una línea, línea que va desde el grado inferior de conocimiento hasta el superior. El mundo de Platón es el mundo de la luz, del sol, hasta el interior de la caverna tiene que estar iluminado por un fuego. Así pues, tenemos aquí unos textos donde aún se puede oír el eco de la mitología solar egipcia, pero en los que ya no hay laberintos como en tantos otros cultos solares. Santarcangeli mismo señala que hay épocas laberínticas y épocas antilaberínticas, lo cual, de acuerdo con el prefacio de Eco, significa que hay épocas en las que es fácil entrar pero difícil salir y épocas en las que es fácil salir pero difícil entrar. La civilización minoica pertenecería al primer género, la griega al segundo. De hecho, Platón no se explica cómo sus prisioneros han llegado hasta allí, es tan difícil entrar en su caverna antilaberíntica que básicamente la única opción es estar allí desde el nacimiento. El propio sabio que abandona la cueva, tiene que hacer un esfuerzo titánico por volver a ella. Su tendencia natural es permanecer en el exterior disfrutando del aire puro. Sabe que tras su vuelta a las penumbras, su andar será titubeante y tropezará con frecuencia. Resumiendo, volver al interior de la caverna le cuesta la vida.
El barroco es otra época laberíntica. El laberinto es casi una obsesión. Sin embargo, vemos a un filósofo plenamente barroco como G. W. Leibniz proclamando que hay dos laberintos, el laberinto del continuo y el laberinto de la libertad. Si estando rodeado de laberintos sólo se dio cuenta de la existencia de dos, no es de extrañar que saliera a buscar un par de hojas iguales y no las encontrase. La mónada, que tiene el universo replegado en su interior, ¿no es acaso un laberinto? ¿no lo son las percepciones confusas? ¿la trayectoria de cada rayo de luz, reflejado por todas las sustancias del universo, no lo es? Recordemos que el laberinto encierra un principio de maximización al ser el recorrido más largo en la superficie más pequeña. El criterio propuesto por Leibniz para que Dios haya elegido precisamente este mundo y no otro, a saber que es el mejor de los posibles, que encierra la mayor cantidad de bien que podía existir a la vez, resulta, por tanto, reformulable de otro modo: Dios eligió este mundo porque es el más laberíntico de todos los posibles. Ahora podemos entender que Dios sea un arquitecto, es el mayor constructor de laberintos que existe. Sin duda, Leibniz es actual. En el siglo XVII, el laberinto podía ser una buena metáfora de nuestro paso por este valle de lágrimas, pero en un mundo tan interconectado como el nuestro, el laberinto es mucho más que una metáfora, ha devenido la estructura misma de la realidad. O, por decirlo de otra manera, vivimos en una época de la que costará trabajo salir.
Pese a su incapacidad para reconocerlos, Leibniz sabía el truco para salir de ellos. Encontrar la salida del laberinto del continuo, como del laberinto de la libertad, consiste en saber diferenciar lo real de lo ideal. Dicho de otra manera, el modo más fácil de salir de un laberinto es colocando un signo en cada nodo, en cada nudo de corredores por el que pasemos, indicando el camino que ya hemos seguido. No se entenderá este procedimiento si nos quedamos con la bagatela de que estamos asignando significados usando signos. La clave no está ahí. Dentro de un laberinto, todas nuestras posibilidades de salir pasan por discriminar entre trayectorias semejantes. Todo laberinto se basa en un principio de indeterminación, en la imposibilidad de determinar, a la vez, la posición en la que nos hallamos y el último momento en que pasamos por allí. Dejaremos de lado la cuestión de si toda indeterminación es una forma de laberinto, nos llevaría demasiado lejos. Resaltemos, sin embargo, que el signo no es la marca que ponemos sobre la pared de uno de los ramales de cada nudo, el signo es el tramo marcado, pues, de este modo, se anula la indeterminación propia de todo laberinto, estableciendo un principio de sucesión, una diferenciación entre lo que previamente era indiferente, es decir, nuestra posición en él. Determinar nuestra posición o, algo en todo punto sinónimo, determinar el momento en que hemos pasado por este punto concreto, es el principio que nos permite construir un mapa del laberinto, hallar el hilo conductor, abandonarlo. Esto nos proporciona una serie de definiciones de signo, todas ellas equivalentes, por ejemplo, como un procedimiento para orientarse allí donde no hay orientación posible, como posición, como una regla para el trazado de mapas o como una guía para entrar y abandonar un laberinto. Puede verse que los signos no se oponen entre sí. Lo que los caracteriza, lo que los diferencia, lo que les otorga significado, es decir, lo que los hace ser signos, es la posición que ocupan en el laberinto. Santarcangeli lo dice con total claridad, el laberinto es una escritura, la escritura secreta de su constructor, aunque sería más correcto decir que la escritura es el modo de salir de un laberinto. Allí donde aparece cualquier grafía podemos suponer el intento por salir de un laberinto.
Todo indica pues en la misma dirección. Recapitulemos: el laberinto está presente de modo necesario en las etapas de desarrollo del pensamiento infantil; el laberinto está presente en el desarrollo del pensamiento humano también en un sentido filogenético; todo signo puede ser entendido como un intento por salir de un laberinto. ¿Qué nos queda? Simple, que el modo habitual de proceder de la mente humana no es inductivo ni deductivo, es laberíntico.