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domingo, 24 de febrero de 2013

Acerca de la monarquía


Pertenezco a una generación de españoles que no pueden hablar con imparcialidad de la monarquía. Tenemos muy grabadas las imágenes de un monarca que se jugó el cuello, primero, desmontando el régimen franquista desde dentro, con todo lo que le iba cayendo desde un bando y otro, y después, frenando un golpe de Estado en marcha cierta noche de febrero. Por dos veces, al menos, estuvo del lado de lo que quería la mayoría del pueblo y eso lo convierte, con toda seguridad, en el mejor monarca que ha tenido este país (quizás junto con José I). La verdad, eso no es decir mucho, dado los monarcas que ha tenido este país. Por lo demás, es un Borbón como tantos que hemos conocido: campechano, ocurrente, bon vivant, pero sin olvidar por un segundo quién lleva la corona.  Hace ya treinta años que tuvo que apostarse su cargo por última vez, de modo, que, quien más quien menos, ya no recuerda qué es lo que había que agradecerle. Aún peor, ese agradecimiento se ha gestionado pésimamente. El deseo de la Casa Real de evitar el desgaste no interviniendo de modo regular en la vida política, vino acompañado de una serie de protagonistas de la misma temerosos de ser eclipsados por el rey. Se ha llegado así a la situación, tan frecuente con los monarcas,  en la que uno no sabe muy bien si gobiernan desde su lejano palacio o si están prisioneros en él. Hoy día, es imposible recuperar esa imagen de cercanía que tanto hizo por la aceptación de la corona en la ya lejana década de los setenta.
La más importante posesión de la corona, su imagen, se ha dilapidado como tantas otras riquezas patrias. Cualquier especialista en marketing con dos dedos de frente, se habría dado cuenta de que la imagen que el rey tiene en el extranjero era un pilar excelente para crear una imagen de país, imagen que, de haberse construido en su momento, hubiese parado buena parte del golpe que nos ha llevado al agujero de la crisis. La España de la Expo, de las olimpiadas, del AVE, del boom inmobiliario y de los campeonatos de fútbol, es, a ojos del resto del mundo, la misma España de cartón piedra que aparece en la Carmen de Bizet: toros, siesta y pandereta. En lugar de utilizar al monarca para difundir una nueva imagen, lo hemos convertido en el monigote que lee los textos escritos por el gobierno de turno.
En torno al rey, el ambiente se ha ido haciendo cada vez más surrealista y asfixiante. Para empezar, todo el mundo ha colaborado en la pamplina de que quien ostenta la corona debe ser, no ya un buen monarca, sino un santo. Los ingleses entendieron hace mucho tiempo el arma principal de Berlusconi en los últimos veinte años: que una buena dosis de escándalos acrecienta el carisma de ciertos personajes. Siendo pragmáticos como son, los británicos siguen manteniendo la monarquía porque es un modo excelente de ocultar la triste realidad con chismes, borracheras y cuernos de la casa real. Aquí hay que seguir creyendo que el rey y la reina son felices y comen perdices cada día y que sus hijos se casaron por amolll, porque si uno no cree eso, ocurre lo que pasa con los reyes magos, que la magia se pierde y sus regalos ya ni hacen gracia. Alguien se debería haber ocupado de hacer madurar a la opinión pública española, pero claro, no se podía hacerla madurar respecto de ciertos temas y de otros no, así que mejor dejarla en el infantilismo.
Todo lo anterior ha contribuido a crear una corte opaca, que no se ve pero que está ahí y de la que, de vez en cuando, salen despedidos ciertos elementos que recorren las televisiones soltando más mierda que aliento con sus palabras. Esa corte opaca no está formada sólo por ciudadanos españoles, hay multitud de extranjeros, que han obtenido suculentos beneficios y veladas gestiones sobre las que hace demasiado tiempo que se debería haber arrojado luz por el bien de todos, empezando por la corona.
Ahora los tiempos están cambiando. Quienes llevan ya demasiado en el paro, entretienen su abulia con el deporte nacional, la envidia, y nadie, ni siquiera el rey está a salvo. Las televisiones, que no saben cómo evitar la caída en los ingresos por publicidad, alientan el debate. Los políticos van cogiendo onda. La discusión en torno a la corona es barata, caldea los ánimos y, en consecuencia, sirve para ocultar las propias vergüenzas. Un sector del socialismo comienza a pensar que, si bien es poco probable que les perdonen no haber hecho nada por evitar que cayésemos en la crisis, a lo mejor, sí pueden provocar una cierta dosis de olvido haciendo caer también al rey en ella. Por otra parte, el botín no es escaso. En esta época de recortes, más de un político y más de dos, están pensando en cuánto podrían aumentarse su sueldo si el Estado dejase de pagar los gastos de la monarquía, porque, desengáñese, ni a Ud. ni a mí nos saldría más barata una República. La propia Casa Real está sirviendo una vez más al país ofreciendo su cuello como entretenimiento para quienes no tiene nada más que roer.
¡Pero bueno! ¿Acaso con esta diatriba estoy defendiendo los privilegios de unos individuos por el simple hecho de pertenecer a una familia?  No exactamente. Lo peor que se puede decir de Juan Carlos I es que logró hacer juancarlistas a los españoles, aunque no monárquicos. A mí me gusta la filosofía porque habla de principios abstractos, de esos que uno nunca está muy seguro si hacen referencia a algo o no. Sin embargo, cuando hablo de política, no me gusta hablar de principios abstractos, sino de lo que voy a ver por la calle. Y, de no ser por Juan Carlos, por la calle hubiese visto presidentes de la República llamados Manuel Fraga, José María Aznar o Manuel Chaves. Como casi siempre en política, mejor lo malo conocido.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Portugal

   España limita al Norte con Francia, al Este con el Mediterráneo, al Sur con Marruecos y al Oeste con una cosa que todos sabemos que está ahí, pero que nadie conoce. Si uno analiza el turismo español, encontrará que, tradicionalmente, ha habido más afluencia a la lejana y cara Praga que a Lisboa. Ud. dice: "he pasado unos días en Lisboa" y la gente le mira raro, como si, repentinamente, se hubiesen acordado de la existencia de una remota ciudad con ese nombre. En las hermosas tierras lusitanas, encontrará numerosos portugueses que hablan español o, al menos, una versión suavizada y sin acentos de su lengua, versión ésta a la que se conoce como "portuñol". ¿Cuántos españoles hablan portugués? Ni uno. Bueno, es mentira, yo tengo un primo que estudió portugués, pero eso sólo demuestra lo raros que somos en mi familia. Los españoles no aprendemos idiomas ni a tiros. Nos inculcan con cinco años que nuestra lengua la hablan 300 millones de personas y que es un idioma en expansión, así que los niños ven inútil aprender inglés, alemán, chino o cualquier cosa parecida. Ahora las cosas están cambiando, las familias se pirran porque sus hijos estén en un colegio bilingüe y dominen el inglés antes de saber leer. En cualquier caso, sigue habiendo algo pacato en nuestra mentalidad. Hablar idiomas significa hoy hablar inglés. ¿Para qué aprender varios idiomas si con el inglés se puede ir a todas partes? Pero me estoy desviando del tema sobre el que quería escribir.
   Portugal es un país lleno de encanto, con ciudades maravillosas, playas preciosas (aunque de aguas heladas) y una dulce melancolía que lo envuelve todo. Los portugueses son gente humilde, trabajadora, que siempre parecen estar y no estar, como si tratasen de pasar desapercibidos. Naturalmente, hay gente engreída, pero un portugués engreído es un español modesto... Y después está Mourinho. Por algo los portugueses declararon fiesta nacional el día en que lo fichó el Chelsea.
   La relación entre españoles y portugueses es la de un matrimonio feliz, dormimos espalda con espalda. Históricamente siempre hemos estado en alianzas diferentes, nosotros con los franceses y ellos con los ingleses. La cosa cambió con el surgimiento de la Comunidad Europea. Los ingleses entraron porque estaba Francia, aparte de eso nunca le han encontrado aliciente. Tampoco los portugueses se lo veían, pero la posibilidad de que entrase España cambió las cosas. Tuvieron que hacer una difícil elección. De un lado estaba la posibilidad de que un día dejara de existir su frontera con nosotros, de otro, que España estuviese en Europa y ellos no. Al final, se tragaron el sapo fronterizo y entraron.
   Los portugueses nos admiran, nos temen y nos desprecian a partes iguales. Desprecian nuestra arrogancia, temen el hecho de que seamos más que ellos y admiran nuestro civismo a la hora de conducir. Es imposible explicar esto último si Ud. no pasado por la inefable experiencia de conducir por las carreteras portuguesas. Todavía me acuerdo de una ocasión en la que estaba al volante de mi coche, esperando que un semáforo lisboeta se pusiera en verde. Llegó un conductor autóctono por detrás y empezó a echarme las largas para que me lo saltara. Pese a ello, a mí siempre me ha parecido que Portugal iba por delante de nosotros en muchas cosas. Por ejemplo, los portugueses se libraron de su dictadura un año antes que nosotros de la nuestra. Y no porque se les muriese el dictador en su cama como nuestro tormento, no. Una generación de mandos intermedios, ideologizados en las guerras coloniales, plantaron los tanques en la calle con dos narices. De inmediato, el pueblo salió a manifestarse, para dejar claro de parte de quién estaba. Ahí aparecieron los claveles y un nombre para la historia.
   Otra razón por la que creo que Portugal va por delante de nosotros es que tiene curiosas tradiciones. Una de ellas es que si un ministro tiene responsabilidad en un escándalo, ofrece un trato de favor a un familiar, insulta a un diputado o cualquier cosa semejante, ¡dimite! Sí, sí, los ministros pueden dimitir. Yo me enteré, precisamente, por la noticia de la dimisión de un ministro portugués. Siempre había pensado que las constituciones democráticas lo prohibían. En España, cuando a uno le entregan la cartera de ministro, en ella van los correspondientes remaches del 14 especial, con los cuales queda ya atornillado a la poltrona hasta el siguiente cambio de gobierno. El único ministro que dimitió, hasta donde yo recuerdo, fue Manuel Pimentel. Este singular personaje de la derecha española, no dejó el gobierno por un escándalo, sino por desacuerdos con la política sobre inmigración, es decir, por principios. No me extrañó que después acabase por abandonar la cúpula del PP cuando Pepe Mari decidió pasar a la historia invadiendo Irak. Manuel Pimentel es un ejemplo más de que quien no entra en la política para medrar, acaba por irse.
   Portugal nos mostró el camino, de nuevo, cayendo al abismo antes que nosotros. En realidad, no había motivos para ello. Sus cifras macroeconómicas no habían empeorado significativamente en los últimos años, sus bancos no se habían vuelto locos de codicia como en Irlanda, no habían mentido sobre las cuentas públicas como Grecia y ni siquiera habían tenido una burbuja inmobiliaria como la nuestra. Simplemente, era una economía pequeña, era posible tumbarla y los merkados fueron a por ella. Si Portugal hubiese tenido el tamaño de España, estaría todavía viéndolas venir, como Francia o Bélgica. Y llegaron los hombres de negro, con sus hojas de cálculo, sus informes de mil páginas y sus poderosísimas herramientas de análisis para hacer lo mismo que hacía mi madre cuando los rosales no daban rosas: podar todo lo podable. Algunas veces, a mi madre le salía bien y el rosal, escarmentado, comenzaba a echar flores antes de que le volvieran a salir las hojas. La mayor parte de las veces les ocurría como a los países sudamericanos en las décadas de los 70 y los 80, como a Grecia, a Irlanda, a España y a Portugal, esto es, se deprimían y se morían. Los portugueses, de hecho, llegaron a la conclusión de que no querían un país recortado, que les habían metido a la fuerza en un proyecto en el que no querían estar, que les estaban robando la vida para que unas cifras, que por sí mismas no significan nada, cuadrasen. El sábado 15 de septiembre se lanzaron a la calle, unos 300.000 en Lisboa, alrededor de un millón en todo el país. Las manifestaciones las llenaron los perroflautas de siempre: jubilados, policías de paisano, funcionarios en general, parados, estudiantes, familias enteras. Corearon esloganes simples, pidieron cosas elementales: que se les dé a quienes lo necesitan, que se les quite a quienes tienen, que se emplee racionalmente lo recaudado, que no se les robe el futuro a generaciones enteras. Ahora, esos perroflautas asisten a cada acto político, a cada cena pagada con dinero público, a cada bonita fotografía para la posteridad, con huevos, tomates y carteles donde puede leerse: "ladrones". Este sábado, más de 10.000 personas se han concentrado frente a la sede de la jefatura de Estado, a la hora en que estaban reunidos el Presidente de la República, el Primer Ministro y buena parte de su gabinete, entre otras personalidades. A diferencia de la, supuestamente, democrática España, no se ha detenido a ningún instigador de la protesta antes de que haya cometido delito alguno. El Sr. Passos Coelho, que hasta ayer, como el Sr. De Guindos, sólo parecía ufano cuando los podadores le daban una palmadita en la espalda, ya ha dicho que una cosa es ser firme y otra intransigente. Su sólido gobierno se tambalea y acaba de descubrir que, al fin y al cabo, en las reuniones de primeros ministros europeos hay 25 para tirarle de las orejas y en las calles portuguesas hay millones. Por todo ello, pienso que nuestros vecinos peninsulares están, otra vez, mostrándonos el camino a seguir.