Decía Marx que las declaraciones de derechos (de Virginia y de la Constitución francesa de 1791), eran puramente formales, pues enunciaban derechos universales que, en realidad, sólo valían para unos pocos. Había así un derecho a la reunión... para todos aquellos que tuvieran dónde reunirse; un derecho a la expresión... para todos aquellos que tuvieran dónde expresarse, etc. etc. La declaración de derechos humanos de 1948 no escapa a esta crítica. En su artículo 27, punto primero, deja muy claro que toda persona tiene derecho a gozar libremente de las artes, pero inmediatamente después, en el punto segundo, especifica que, en realidad, no todo el mundo tiene ese derecho. Únicamente quienes puedan pagar las tasas que correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas a su autor, podrán ejercitar semejante derecho. Es obvio que quien ha creado algo único e irrepetible, quien ha realizado una aportación a la humanidad que, de un modo u otro, contribuye a hacer de la vida de sus miembros algo mejor, merece una recompensa. Cosa muy distinta es que esta recompensa tenga que ser material. Sin duda, los herederos de Albert Einstein, de don Santiago Ramón y Cajal o, llegados el caso, de Edward Witten, reivindicarán un canon por cada uso de sus hallazgos. Sin embargo, todos aceptamos que el citar sus nombres cada vez que se hace uso de uno de sus logros implica ya suficiente reconocimiento como para no tener que añadirle un cierto porcentaje de beneficios. ¿Se imaginan qué ocurriría con la ciencia si impusiésemos un canon por el uso de descubrimientos? Los científicos pobres tendrían que reelaborar sus pruebas y demostraciones desde cero, como si la humanidad no hubiese hecho progreso alguno en el último siglo. ¿Cuál sería el ritmo de avance de la ciencia entonces? Pues bien, esta disparatada situación es la que se viene produciendo desde que se ha hecho de cualquier producto cultural, ante todo, una simple mercancía.
Uno de mis primeros recuerdos es el mapa contenido en un compendio de historia que compró mi padre llamado Atlas histórico mundial. En una bella ilustración del difusionismo mostraba el surgimiento y posterior expansión por toda Europa del vaso campaniforme. ¿Se imaginan que el creador del vaso campaniforme lo hubiese patentado? ¿que hubiese ejercido semejante derecho el inventor de la rueda, que se hubiese aplicado sobre el procedimiento para crear fuego, que el primer pintor rupestre o el primero de nosotros en taparse con pieles hubiese exigido derechos de autor? ¿Dónde estaríamos ahora? ¿Habríamos salido de las cavernas? No, porque para construir una cabaña también habría que pagarle al primer arquitecto de las cañas y el barro. En realidad, resulta superfluo que usen su imaginación, basta que consulten un libro sobre la Edad Media. Durante buena parte de ella, los gremios ejercieron un control absoluto sobre la producción técnica de modo muy parecido a como hoy día intenta hacerlo la industria cultural sobre sus producciones. Nada que no estuviese autorizado por el gremio correspondiente podía ser vendido en mercado o plaza alguno. El resultado fue uno de los mayores estancamientos que se ha producido en la historia de Europa.
Las culturas son entidades que viven de la asimilación, de la integración de lo ajeno. Copian, pegan e imitan. Lo contrario de esta labor es una cultura pura, es decir, muerta. Durante la práctica totalidad de la historia de nuestra especie, el mundo cultural ha sido, literalmente, un salvaje Oeste en el que quien hallaba una mina tenía por única seguridad que no le pertenecería durante demasiado tiempo. Sin embargo, nosotros hemos creado una élite cultural que aspira, por encima de todo, incluso del papel que debería corresponderles como intelectuales, a ser clase media gracias a los productos de su ingenio y cualquier Dan Brown del tres al cuarto se cree con derecho a conseguir lo que no pudo conseguir Miguel de Cervantes, vivir de lo que escribe. En tanto que aspiración humana me parece tan legítima como cualquier otra. Lo que ya no me parece legítimo y sí, directamente, una monstruosa estafa, es que bajo la capa de los derechos de autor se acurruque una industria cultural que jamás está a favor de más del uno por ciento de los creadores y que castra, lamina y amputa cuanto de creatividad hay en el resto. Porque, si a las cifras hemos de atenernos, los derechos que el capitalismo reconoce a los autores de una obra cualquiera, los derechos en cuyo nombre vociferan quienes acusan a los piratas de dejar a lo mejor de nuestra intelectualidad sin el pan para sus hijos, rara vez sobrepasan el 7% del precio total del libro o disco, mientras ellos, los que tan valerosamente defienden los derechos del creador, le expropian por contrato el 93% restante. Ciertamente, puestas así las cosas, no merecen el nombre de piratas o de delincuentes quienes le birlan a los creadores el exiguo porcentaje que les corresponde, sino quienes les chantajean con que sus obras no verán la luz si no renuncian, previamente, a la práctica totalidad del beneficio que les corresponde.