Por mucho que se los señale como padres de nuestra cultura, lo cierto es que los griegos tenían un modo de entender las cosas bastante alejado del nuestro. Uno no puede evitar cierta sonrisa amarga cuando lee que para Platón, para Sócrates, para sus contemporáneos, ética y política eran idénticas. Ser bueno y ser buen ciudadano constituían elementos inseparables. Platón argumentaba impecablemente que quien no sabe gobernarse a sí mismo, difícilmente sabrá gobernar la ciudad. Por tanto, quien aspire a gobernar deberá demostrar previamente la virtud que adorna todos sus actos. Esto, que resulta aplicable al gobernante, vale en realidad para cualquiera. El egoísta, el que busca el beneficio propio del modo más rápido posible, sólo puede hacerle daño a la sociedad, pues si no piensa en sus allegados inmediatos, en aquellos con los que comparte su vida diaria, difícilmente pensará en quienes sólo le rodean accidentalmente y a los que no le une vínculo afectivo alguno. A diferencia de Mandeville, a diferencia de Smith, a diferencia de todos los liberales de diferente cuño que en el mundo han sido, Sócrates, Platón, sólo creían en lo que podían ver, en lo que pudiera observarse y no en “manos ocultas”, cualidades invisibles ni milagrosos equilibrios jamás alcanzados. Únicamente lo demostrable, lo tangible, aquello que cualquiera pudiese observar e, incluso, cuantificar, merecía ser pesado en la balanza de quien pretendiera aspirar al título de benefactor de la comunidad.
La época de Sócrates y Platón llegó a su fin con la conquista macedonia de toda Grecia. La concepción de que ética y política configuran una unidad comenzó a agrietarse tras la constitución del imperio. El Estado emergió como algo extraño, ajeno, lejano y decididamente supraindividual. Los ciudadanos aceptaron que debían cumplir una función en él y obedecer sus reglas, pero que su hogar, el lugar que habitaban, lo que originalmente designó el término ethos, había pasado a formar parte de su exclusiva competencia. La ética aparece en Aristóteles como una disciplina distinta de la política y cuyo objetivo ahora no consiste en crear buenos ciudadanos, sino en alcanzar la felicidad. A esta felicidad la llama también Aristóteles el “sumo bien” y es identificada con “vivir bien”, pues, dice Aristóteles, obrar virtuosamente y vivir bien son lo mismo. Una ética conformada por principios generales en contra de los intereses y deseos del sujeto le hubiese parecido a Aristóteles un disparate.
Pero Aristóteles no deja de ser discípulo de Platón y aunque ética y política se constituyen en él como disciplinas separadas, afirma que el fin del Estado consiste en buscar la felicidad para todos sus miembros o, por decirlo utilizando términos sinónimos, el Estado debe procurar que todos sus ciudadanos vivan bien. Un Estado que pretenda únicamente “vivir”, está viciado desde sus orígenes y sólo en la medida en que pueda proporcionar a sus ciudadanos un buen vivir puede decirse legitimado en su existencia. Este buen vivir tiene un doble componente, por una parte, una vida regida por la facultad más elevada que poseen los seres humanos y que los distingue de las bestias, es decir, la razón. Por otra, para que se pueda obrar racionalmente sus necesidades básicas deben estar cubiertas en lo que se refiere a alimentación, vivienda, ropa y demás. Aristóteles considera imposible que todos pueden alcanzar semejante meta. De hecho, sus planteamientos suponen una base de esclavos más o menos amplia pues casi al inicio de la Política nos aclara que hay dos tipos de esclavitud, la permanente y la temporal, también llamada “trabajo asalariado” (si bien este pasaje es controvertido en lo que se refiere a su traducción exacta). En la cantidad de esclavos que necesite un Estado se juzga, precisamente, su bondad. El mejor Estado, dice Aristóteles, no es el que tiene tal o cual régimen político, es el que tiene una clase media más extensa, es decir, el que engloba a una población capaz alcanzar el buen vivir más amplia.
No debe extrañarnos que las éticas que aparecen tras Aristóteles, renuncien a la dimensión política para centrarse en el individuo. Se barre bajo la alfombra el hecho de que pocos podrán aspirar a la felicidad, es decir, al buen vivir, quedando éste restringido a la pequeña comunidad o al individuo singular, caso del escepticismo. El escéptico niega la posibilidad del conocimiento, niega la existencia de la verdad, niega, incluso, la necesidad de aceptar que existan otros, para quedarse en la epojé, en la suspensión de juicio que permite una buena vida, rodeado de las mínimas condiciones materiales exigidas por Aritóteles. Que para disfrutar del tabaco de una pipa haya que dejar sin agua los huertos de medio país y eso origine hambrunas, es algo que al escéptico no le afecta pues él suspende su juicio acerca de la existencia de negritos hambrientos. Por mucho que se haya presentado como principio epistemológico más o menos saludable, el escepticismo ha debido su popularidad a esa capacidad para engendrar la buena vida que disfruta todo aquel que decide ignorar las condiciones materiales de su existencia o las consecuencias últimas de sus decisiones.
Suele decirse que para los estoicos la virtud consiste en vivir de acuerdo con la naturaleza, pero se obvia que ellos definían ese vivir de acuerdo con las leyes que rigen el cosmos, una vez más, como el buen vivir. “Vivir noblemente”, “vivir según la naturaleza” y “vivir bien”, eran para los estoicos términos intercambiables. Si predicaban la liberación de las pasiones se debe a que ninguna vida puede ser buena durante mucho tiempo dejándose arrastrar por ellas. Las pasiones se hallan sometidas a una continua fluctuación, a un perpetuo cambio, que nos empujan hacia situaciones contrarias a los designios naturales y que, por tanto, sólo pueden conducir al desastre. Obrar de un modo racional o lo que es lo mismo, obrar de acuerdo con la ley universal, dado que el universo está regido por una ley racional, constituyen la base de la virtud y el secreto para vivir bien.
Aunque partiendo de principios diferentes, no otra cosa vamos a encontrar en la ética hedonista. Epicuro critica a quienes aconsejan “vivir bien al joven y morir bien al viejo”, por varios motivos. En primer lugar, porque el buen vivir no depende de la edad y en todas las épocas de la vida pueden encontrarse cosas agradables de las que disfrutar. En segundo lugar, porque vivir bien y morir bien son dos aspectos de lo mismo. No porque morir bien implique haber vivido bien o porque vivir bien implique saber morir, sino porque los consejos que nos da Epicuro para vivir bien incluyen eliminar el miedo a la muerte, así que si hemos aprendido a vivir bien, nada habrá en la muerte que nos pueda parecer “malo”. El mismo principio conduce a Epicuro a rechazar el miedo a los dioses y a prescribirnos la búsqueda del placer, pues todo ello contribuye a la buena vida. Aún más, entendida de esta manera, una buena vida es aquella en la que se ha evitado tanto como ha sido posible el dolor. Buscar el placer y evitar el dolor se convierte, por tanto, en la máxima capital de todo el planteamiento epicúreo.