Suele considerarse habitualmente que el cristianismo, tradición ajena al pensamiento griego, vino a lapidar lo que éste había aportado al mundo romano. Como resulta habitual, la realidad no es tan simple. Para empezar, buena parte de lo que llamamos Antiguo Testamento, fue redactado en épocas en las que el pensamiento hebreo había entrado en profuso contacto con el mundo griego. Por otra parte, lo que hoy día entendemos como “cristianismo” no procede de las prácticas, creencias y enseñanzas de romanos conversos sino de fuentes tan embebidas en las enseñanzas de la Grecia clásica como San Agustín y Santo Tomás. La esencia griega de Santo Tomás resulta tan palmaria que si en su época hubiesen existido los derechos de autor, habría terminado en la cárcel y no en la santidad. Nada hay en Santo Tomás que no estuviese antes en Aristóteles, así que no nos detendremos en él.
En un sermón cuyo título parece sacado de los anuncios de contactos (“Sobre la disciplina cristiana”) San Agustín dedica al tema el apartado intitulado “Qué es vivir bien”. “Vivir bien” para San Agustín no es nada diferente de lo que hemos visto en Aristóteles, los estoicos, los escépticos y, sobre todo, los epicúreos, de hecho lo concibe como una consecuencia de vivir virtuosamente. Se separa de los griegos en dos puntos muy significativos. Primero, para San Agustín, el vivir bien no exige comodidades materiales como lo demuestra la cita de dos pésimas inversiones financieras mencionadas en Mateo 13, 44-46. Segundo, los preceptos para vivir bien deben estar comprendidos en un mandato breve y claro porque todos y no algunos, como querían Aristóteles y los helenistas, deben vivir bien. Huelga decir que San Agustín está asumiendo la identidad entre vivir bien y vivir cristianamente, esto es, Dios nos exige vivir bien. El buen cristiano se halla, pues, libre de miedos, temores, angustias y amenazas. Su vida es feliz, alegre, despreocupada. Aún más, la buena vida, lejos de ser momentánea, dura para siempre. El buen vivir para todos y en todo momento parece ser la base del cristianismo de San Agutín. A partir de aquí no encontraremos nada diferente de lo que hemos visto en Epicuro, incluyendo la idea de que sólo quien ha aprendido a vivir bien puede morir bien. ¿En qué consiste este buen vivir que podemos disfrutar todos, que, por tanto, debe poder resumirse en un mandato claro y simple y que complace a Dios? Esencialmente en el amor, en el amor a Dios y el amor al prójimo. El amor, dice San Agustín, es la base de la buena vida, entre otras cosas, porque si este amor es un amor conforme a los preceptos divinos, aleja de nosotros cualquier posible dolor.
Lo que realmente supuso una transformación decisiva en el asunto que estamos indagando fue el surgimiento del capitalismo. ¿Cómo se iba a conseguir que la masa de trabajadores que necesita tal sistema productivo, se sometiesen a la esclavitud temporal mientras mantenían como objetivo de sus vidas vivir bien? Aún más, cuando el capitalismo de producción se convirtió en un capitalismo de consumo, ¿cómo se podría conseguir que los sujetos comprasen estando convencidos de que, antes de cualquier compra, ya vivían bien? Se trató, precisamente, de lo contrario. Una sociedad de consumo sólo resulta sostenible si convence a los individuos de que no viven bien y que sólo vivirán bien el día que compren todo lo que se fabrica para ellos, algo, por definición, irrealizable. Se nos ha inculcado, por tanto, que vivir bien, en el sentido griego de la expresión, no está a nuestro alcance, de hecho, ni siquiera constituye un objetivo legítimo. No debemos centrar el objetivo de nuestras vidas en vivir bien, sino en "vivir mejor", astuta expresión que omite sistemáticamente el término con el que se realiza la comparación. Así nos hemos quedado todos, persuadidos de que no vivimos bien y ufanos de "vivir mejor" que... nuestros abuelos, los negritos de África o los pobres de Calcuta. Después uno viaja a Calcuta, a África o, más simple aún, le pregunta a sus abuelos y descubre que la gente es feliz con mucho menos, incluso más que nosotros y se nos queda esa cara de tontos que no entienden nada.
Ahora podemos comprender el panorama actual. La pregunta por el buen vivir no constituye el eje central de ninguna de las teorías éticas contemporáneas si es que puede decirse de alguna de ellas que toque el tema aunque sea tangencialmente. La inmensa mayoría se centra, por contra, en la búsqueda de los procedimientos adecuados para que alcancemos un consenso en torno a la cantidad de mala vida que ha de tragarse cada uno. Ningún filósofo político actual se atrevería a afirmar que la legitimidad de un Estado radica en garantizar que sus ciudadanos vivan bien. No hay Estado que justifique su existencia en que pueda proporcionarle una buena vida a sus ciudadanos. Ni siquiera hay un proyecto político que diga centrar sus objetivos en una vida buena. A lo sumo (¡cómo no!), se nos engatusa con la posibilidad de “vivir mejor”.
Hasta tal punto nos hallamos en el polo opuesto de la cultura clásica que una parte significativa del progresismo ha elegido como bandera no el “vivir bien”, sino el “morir bien”. El Estado, lejos de garantizar la buena vida de sus ciudadanos, debe garantizar su buena muerte. Ya no se trata de que una muerte buena sea consecuencia de una vida buena, se trata de que si uno muere bien es porque su vida, de un modo u otro, ha sido buena. Invirtiendo los razonamientos epicúreos se nos catequiza con que saber morir libera de los temores que nos embargan durante la vida o, mejor aún, se nos propone que aceptemos la buena muerte ya que nadie es capaz de vivir bien. Morir bien, y no vivir bien, es el máximo logro al que se nos permite aspirar si somos lo suficientemente progresistas como para querer cambiar las cosas. Porque, insisto, vivir bien ya no es un objetivo legítimo de los seres humanos. Muy al contrario, “vivir bien”, se ha convertido en motivo de reproche. Cuando decimos de Fulanito Detal que “vive muy bien”, cuando alguien nos dice “vosotros vivís muy bien”, no se está reconociendo la sabiduría de haber encontrado el camino para alcanzar el máximo objetivo de cualquier ser humano, se nos está echando en cara un egoísmo que no casa con aquel de quien procura las virtudes públicas, que no resulta subsanable por ninguna mano, por muy negra u oscura que sea, se nos está echando en cara, en definitiva, atentar contra el modelo productivo. La buena vida, la vida que persiguieron Aristóteles, los helenistas e incluso autores cristianos como San Agustín, se ha convertido en el reverso oscuro, en lo impensable, en aquello cuya exclusión sistemática constituye el fundamento mismo de la sociedad en la que vivimos.