Debería ser obligatorio en todos los centros de secundaria el visionado de la serie Mad men. Obviamente no porque sea una serie muy buena. Sigue la línea que marcó hace tiempo el sobrevaloradísimo David Lynch con Twin Peaks: cuidada ambientación, fotografía exquisita y mucho marear la perdiz sin contar realmente nada. Las televisiones se han lanzado en masa a fabricar series de culto como ésta. De culto porque son como una misa, nadie puede criticarlas sin convertirse en un blasfemo, todas son iguales y asisten en directo a su emisión el mismo número de personas que asisten a un oficio religioso. El caso es que Mad men está ambientada en una agencia de publicidad cerca de los años sesenta, pero de su vaciedad da cuenta el hecho de que lo que se ve en pantalla también podría haber sucedido en una mercería de la época. La enjundia del asunto, cómo el mundo de la publicidad se desmelenó, pasando a crear realidades y manipular mentes, se pierde entre tanto acostarse unos con las otras. Nada se cuenta del tránsito de “beba Ud. Coca-Cola” a vestir de rojo a Santa Claus, ni se menciona el progresivo interés de las agencias publicitarias por lo más puntero de los estudios psicológicos, por no citar la progresiva introducción del sexo en los anuncios. Hay, no obstante, una lección de marketing absolutamente fundamental que aparece en la serie y que no se menciona en ninguna facultad, a saber, que una campaña publicitaria no se diseña para convencer a la gente de que compre, se diseña para convencer a los poderes ejecutivos de la empresa que paga por ella. El cliente en el que debe pensar un técnico en marketing no es el cliente de la compañía que promociona sino su cliente, los propietarios y/o directivos que toman la decisión de pagar, o no, por esa campaña publicitaria. El producto a promocionar es la propia campaña publicitaria. Sin entender esto no se entiende nada del mundo de la publicidad. El poco realismo que hay en la serie se centra precisamente en mostrar que las decisiones clave de las empresas, no se toman por motivos racionales, por análisis fríos, ni por cálculos bien asentados. Todo se basa en la empatía personal, en la capacidad para nublar la mente del otro haciéndole beber más de lo que es capaz de soportar y, cómo no, en proporcionarle la compañía adecuada. Así pueden entenderse anuncios como el famoso “me siento orgullosa de ser mujer”, el tío del detergente que siempre habla con amas de casa o ése famoso anuncio con el que nunca tuvimos muy claro qué demonios era lo anunciado.
Pero ese atisbo de realismo que recorre implícitamente Mad men no es el motivo por el que debería proyectarse obligatoriamente en los centros de secundaria. La razón por la que se debería obligar a los jóvenes a ver Mad men es porque en ella trabaja Christina Hendricks, mujer que demuestra, capítulo a capítulo, cómo ser explosivamente sexy con una talla XXL mientras se sobrevive en una jungla de machotes y machismo. Ella y sus curvas rotundas deberían ser el modelo a seguir por una generación de jóvenes cuya dieta es la de un plato de macarrones al día. Para entender a qué me estoy refiriendo, hay que poner las cosas en perspectiva. Hace cincuenta años, las mujeres más deseadas del planeta lucían unas formas que las hubiesen excluido hoy día de cualquier papel de primera línea. Liz Taylor, Ann Margret, Ava Gardner o Sofia Loren, jamás hubiesen entrado en los modelitos que lucen Jessica Alba y compañia. Comparada con ellas a la señorita Hendricks no le sobran más que un puñado de gramos. Pero si se compara la misma Hendricks con el resto de compañeras de reparto puede observarse fácilmente que abulta como dos cualquiera de ellas. Christina Hendricks es una mujer de otra época, un bellezón decimonónico, la excepción a una norma que viene recorriendo la historia de la humanidad desde la implantación de sistemas productivos cada vez más cerca del industrialismo.
Lo cierto es que ni la señorita Hendricks ni la inmensa mayoría de nuestras mujeres hubiese llamado la atención de nuestros antepasados. Las primeras imágenes pornográficas de las que disponemos son, precisamente, figurillas de mujeres desnudas, de rostro impreciso y que, para los cánones actuales padecerían obesidad mórbida. Durante mucho tiempo, el ideal de mujer atractiva fue precisamente éste, el de una mujer entrada en carnes y de piel exageradamente blanca. Es el modelo de sexualidad de la práctica totalidad de culturas cuyo sistema productivo está basado en la agricultura. La razón es simple, la naturaleza hace que nos atraiga sexualmente lo exótico, lo ajeno, lo que vemos pocas veces. Cuanto mayor sea la variabilidad genética de una población, mayores serán sus probabilidades de supervivencia, así que, todo aquello que no solemos ver, cobra un valor sexual añadido. Pocas mujeres que trabajen en el campo pueden permitirse tener una piel blanca y estar obesas. Conforme el modelo productivo va cambiando, conforme las poblaciones se van asentando en ciudades, el patrón de atractivo sexual también se modifica. En Rubens las mujeres, las “venus”, son todavía obesas, celulíticas, pero en Goya, la maja ya ha sufrido un proceso de estilización que la sigue dejando muy por encima de nuestro canon de lo deseable sexualmente.
La llegada del capitalismo y, más aún, la incorporación de la mujer al mundo productivo, exigió un cambio radical en los modelos sexuales. El ideal del capitalismo siempre ha sido convertir el sexo en una mercancía a la vez que asexuaba a los productores de la misma. Los protagonistas de Mad men se meten en todo tipo de enredos sexuales, precisamente, porque el sexo en la oficina tiene el morbo de lo prohibido, de lo que bordea la legalidad. La consecuencia es que nuestras opulentas sociedades occidentales, matan de hambre a sus mujeres para hacerlas entrar en un patrón de medidas corporales que es, esencialmente, el masculino. Es difícil encontrar una adolescente que llame “desayuno” a algo compuesto por un trozo de pan de tamaño mediano. A clase, a recibir seis horas de clase, a pasar seis horas y media enclaustradas en un centro público o privado, acuden con un vaso de leche las que más. En el recreo no las encontrará Ud. en la cola para comprar el bocadillo. Un paquete (pequeño) de patatas fritas o similar será todo lo que entre en sus estómagos. Después del recreo es difícil que se concentren en clase alguna. La mayor parte del tiempo se lo pasan pensando en el hambre que tienen. En casa comerán, sí, pero no cenarán. La siguiente ingesta de alimentos puede tardar otras 24 horas. Este es el patrón alimenticio real de muchas adolescentes españolas entre los trece y los diecisiete años. Por eso estoy dispuesto a darle las gracias a Christina Hendricks y a pedirle que, ¡por Dios! no pierda ni un gramo de sus rotundas curvas.
Pero ese atisbo de realismo que recorre implícitamente Mad men no es el motivo por el que debería proyectarse obligatoriamente en los centros de secundaria. La razón por la que se debería obligar a los jóvenes a ver Mad men es porque en ella trabaja Christina Hendricks, mujer que demuestra, capítulo a capítulo, cómo ser explosivamente sexy con una talla XXL mientras se sobrevive en una jungla de machotes y machismo. Ella y sus curvas rotundas deberían ser el modelo a seguir por una generación de jóvenes cuya dieta es la de un plato de macarrones al día. Para entender a qué me estoy refiriendo, hay que poner las cosas en perspectiva. Hace cincuenta años, las mujeres más deseadas del planeta lucían unas formas que las hubiesen excluido hoy día de cualquier papel de primera línea. Liz Taylor, Ann Margret, Ava Gardner o Sofia Loren, jamás hubiesen entrado en los modelitos que lucen Jessica Alba y compañia. Comparada con ellas a la señorita Hendricks no le sobran más que un puñado de gramos. Pero si se compara la misma Hendricks con el resto de compañeras de reparto puede observarse fácilmente que abulta como dos cualquiera de ellas. Christina Hendricks es una mujer de otra época, un bellezón decimonónico, la excepción a una norma que viene recorriendo la historia de la humanidad desde la implantación de sistemas productivos cada vez más cerca del industrialismo.
Lo cierto es que ni la señorita Hendricks ni la inmensa mayoría de nuestras mujeres hubiese llamado la atención de nuestros antepasados. Las primeras imágenes pornográficas de las que disponemos son, precisamente, figurillas de mujeres desnudas, de rostro impreciso y que, para los cánones actuales padecerían obesidad mórbida. Durante mucho tiempo, el ideal de mujer atractiva fue precisamente éste, el de una mujer entrada en carnes y de piel exageradamente blanca. Es el modelo de sexualidad de la práctica totalidad de culturas cuyo sistema productivo está basado en la agricultura. La razón es simple, la naturaleza hace que nos atraiga sexualmente lo exótico, lo ajeno, lo que vemos pocas veces. Cuanto mayor sea la variabilidad genética de una población, mayores serán sus probabilidades de supervivencia, así que, todo aquello que no solemos ver, cobra un valor sexual añadido. Pocas mujeres que trabajen en el campo pueden permitirse tener una piel blanca y estar obesas. Conforme el modelo productivo va cambiando, conforme las poblaciones se van asentando en ciudades, el patrón de atractivo sexual también se modifica. En Rubens las mujeres, las “venus”, son todavía obesas, celulíticas, pero en Goya, la maja ya ha sufrido un proceso de estilización que la sigue dejando muy por encima de nuestro canon de lo deseable sexualmente.
La llegada del capitalismo y, más aún, la incorporación de la mujer al mundo productivo, exigió un cambio radical en los modelos sexuales. El ideal del capitalismo siempre ha sido convertir el sexo en una mercancía a la vez que asexuaba a los productores de la misma. Los protagonistas de Mad men se meten en todo tipo de enredos sexuales, precisamente, porque el sexo en la oficina tiene el morbo de lo prohibido, de lo que bordea la legalidad. La consecuencia es que nuestras opulentas sociedades occidentales, matan de hambre a sus mujeres para hacerlas entrar en un patrón de medidas corporales que es, esencialmente, el masculino. Es difícil encontrar una adolescente que llame “desayuno” a algo compuesto por un trozo de pan de tamaño mediano. A clase, a recibir seis horas de clase, a pasar seis horas y media enclaustradas en un centro público o privado, acuden con un vaso de leche las que más. En el recreo no las encontrará Ud. en la cola para comprar el bocadillo. Un paquete (pequeño) de patatas fritas o similar será todo lo que entre en sus estómagos. Después del recreo es difícil que se concentren en clase alguna. La mayor parte del tiempo se lo pasan pensando en el hambre que tienen. En casa comerán, sí, pero no cenarán. La siguiente ingesta de alimentos puede tardar otras 24 horas. Este es el patrón alimenticio real de muchas adolescentes españolas entre los trece y los diecisiete años. Por eso estoy dispuesto a darle las gracias a Christina Hendricks y a pedirle que, ¡por Dios! no pierda ni un gramo de sus rotundas curvas.