Recuerdo una mujer que subió en el autobús que hacía el trayecto de Alcalá a Sevilla. Parecía que le habían cortado el pelo con unas tijeras de podar setos. Llevaba una camisa blanca y unos pantalones de hombre atados con una cuerda. Iba descalza. En brazos llevaba un niño de corta edad semidesnudo. La acompañaban dos niños más. Eran menores de cinco años y sus ropas parecían habérseles quedado pequeñas meses atrás. Ella se sentó en un escalón del autobús y pasó todo el trayecto con la mano en la mejilla. Los dos niños estuvieron todo el rato peleándose, se dieron una infinidad de golpes en el estómago y se insultaron de modo terrible. Después me fui a mi facultad y un profesor del Opus, con un chaleco de Burberry, me expuso una brillante teoría suya, según la cual el sufrimiento en el mundo demostraba la existencia de Dios.
La parada en la que se había subido aquella mujer pertenecía a una de las peores barriadas de Sevilla. Durante décadas, sus jóvenes estudiaron en el mismo instituto que lo hice yo. Un puñado de ellos llegaron a la universidad y alcanzaron la licenciatura. Recuerdo en concreto a dos compañeros de mi promoción. Eran hijos de obreros, vivían en una zona relativamente buena de aquella barriada y acabaron impartiendo clases de química. No destacaban especialmente en nuestra promoción en el sentido de que, la mayoría de nosotros, también éramos hijos de obreros. De hecho, el modelo familiar de los que acabamos formando parte de una promoción de licenciados en diferentes especialidades era el mismo: madres amas de casa y padres trabajadores de escasa cualificación. A lo mejor algún tendero, algún tabernero, cosas así. No recuerdo que hubiese hijos de licenciados entre nosotros. Con toda seguridad los hubo, pero eran la minoría.
Visité las casas de muchos de mis compañeros de promoción. En la mayoría de ellas, los primeros atisbos de una biblioteca lo constituían los ejemplares que ellos mismos habían comenzado a comprar. Lo que sí había en nuestros hogares era la conciencia, el estímulo, la voluntad decidida de nuestros padres, para que fuésemos un paso más allá de lo que ellos habían ido en la vida. Todo el mundo parecía estar de acuerdo en que, el mejor modo para conseguirlo, era estudiar. Recuerdo discusiones muy desagradables entre nuestros mayores, verdaderos piques, por tal nota en tal asignatura y a los segundones de cada casa intentando obtener notas superiores a las de sus hermanos mayores para atraer la atención parental.
No tengo la sensación de que las cosas sigan igual. Un número significativo de mis alumnos son hijos de licenciados. Pero existe una especie de fatalismo familiar. Son ellos los que en mayor proporción alcanzan la universidad. Los hijos de obreros, los hijos de obreros de baja cualificación o ninguna, como fuimos nosotros, sólo lo consiguen en muy escaso número. Casi se palpa el ansia, las ganas de aprender, la curiosidad, de quienes están acostumbrados a tener libros en casa. Los hogares dominados por la televisión e Internet no parecen estimular a los jóvenes en el mismo grado.
Las estadísticas que vengo leyendo me indican que no es una sensación mía. Todos los análisis que se realizan coinciden en que el nivel de estudios y lectura de los padres es determinante en las probabilidades de éxito educativo de los hijos. El sistema educativo no consigue limar las diferencias sociales, muy al contrario, las acentúa. Estamos inmersos en una situación en la que los hijos de obreros tienen que cambiar su destino si quieren llegar a ser algo más que obreros ellos mismos. Mientras, los hijos de licenciados, sólo tienen que seguir la corriente para llegar a ser licenciados y los hijos de clases altas sólo tienen que evitar las tonterías para no caerse desde su altura. Se puede decir de otro modo: el ascensor social está parado. Para la mayoría, la única manera de ascender socialmente es por la escalera de emergencia, es decir, adhiriéndose a las corruptelas políticas y practicando el tristemente famoso "pelotazo".
Hace al menos treinta años que las primeras podas neoliberales del Estado del bienestar condujeron a un drástico cercenamiento de las aspiraciones de los ciudadanos. Desde entonces, todo ha conspirado para ir atrapando a los individuos en la franja de ingresos en la que nacen a medio o largo plazo. Es difícil sobrevalorar las consecuencias de una situación así. Cuando un individuo cae en la cuenta que no le espera nada diferente de lo que puede ver que han vivido sus padres, primero lo embarga la desesperanza, pierde el interés por cualquier esfuerzo, desfallece al primer obstáculo. Pero, poco a poco, con los años, va naciendo en él el resentimiento hacia todos aquellos que, únicamente merced a su nacimiento, pueden aspirar a algo más. Ese resentimiento lo adquirirán con la leche materna sus descendientes y ya no tendrán que pasar por la primera fase para llegar a la segunda. Al cabo de unas generaciones, lo que queda es el puro odio desde la más tierna infancia. Un ascensor social parado, un mundo en el que a los individuos sólo les cabe aspirar a lo que ven que aspiraron sus padres, es una bomba de relojería puesta en marcha, cuyo estallido será tanto más violento cuanto más tiempo pase.
Por todo ello, las actuales discusiones acerca del recorte de las políticas sociales, son ridículas por desenfocadas. La única política social con sentido es aquella que ayuda a los hijos de una mujer descalza a embarcarse en unos estudios con la misma probabilidad de éxito que los hijos de un cirujano. Todo lo demás es demagogia política, despilfarro a manos llenas, limosna encalada de populismo. Y eso es lo que ha venido ocurriendo con las política sociales en los últimos treinta años. Los billetes, por su uso inconsistente y por insuficientes, se han ido convirtiendo, uno tras otro, en barquitos de papel circulando alcantarillas abajo. Si de verdad se quiere crear empleo, si de verdad se quieren poner los cimientos para un crecimiento sólido, si de verdad se quiere cambiar el modelo productivo, si de verdad se quiere sanear la economía, no hay mejor camino que invertir en el futuro, invertir en nuestra base social, invertir en nuestros jóvenes. La mejor manera de crear empleo en sectores en los que difícilmente se va a destruir, es con una poderosa política social que de verdad ayude, que permita la movilidad social, que ofrezca la posibilidad a todos de llegar a lo que aspiren. ¿Quieren que nuestros jóvenes sean emprendedores? Ofrézcanles a todos la oportunidad de emprender. ¿Quieren acabar con el défict? Ofrézcanles a todos la oportunidad de tener ingresos con los que pagar impuestos. ¿Quieren reactivar la economía? Reactiven el ascensor social.