“Siracusa” ha ejercido un atractivo constante sobre los filósofos o, mejor dicho, sobre los hombres que han hecho filosofía. La filosofía por sí misma ha tenido pocas razones, por no decir ninguna, para ir a “Siracusa”. Pero los hombres que la han hecho han sentido con frecuencia que las cosas iban demasiado lentas, o que estaban solos, o que sus ideas no acababan de impregnar la sociedad, o, más comúnmente, no se han dado cuenta de que era la vanidad característica de los hombres y no los razonamientos, la que guiaba sus pasos hacia la política. Son muchos, muchos de los grandes y aún más de los medianos y de los pequeños, los que han acabado en “Siracusa”. Ahí tenemos a Karl Marx fundando un Partido Comunista cuya existencia era superflua si leemos sus textos en el sentido de que el capitalismo, inevitablemente, conduce a la revolución proletaria. A Marx, como a Platón, se le suele echar en cara el fracaso de su Siracusa particular en la forma del gulag estalinista. Curiosamente este comportamiento no se reproduce con otros siracusanos, tales como Martin Heidegger. Al parecer, por una parte está el ciudadano Heidegger, sucesor en el decanato de Friburgo de su “maestro y amigo” E. Husserl, destituido por judío, o el ciudadano Heidegger, que en 1953 aún hablaba de “la grandeza del nazismo” y por otra parte, el filósofo Heidegger, cuyo Ser y tiempo, está limpio como una patena de la sangre vertida en Auschwitz. Lo cierto es que Heidegger declaró expresamente su deseo de poner su filosofía al servicio del tirano y no para proveer a su país de leyes más justas, no, sino para facilitar la carnicería. Éste es el único modo sensato de entender su doctrina de que el ser se muestra en el acontecimiento, su recomendación de “quedarse escuchando la voz del ser” que lanzaba discursos incendiarios por las radios alemanas de la época, o su exégesis del ser-para-la-muerte, al cabo, poco más que una glosa de ese “novio de la muerte” que anduvo de cruzada por España.
Menciono a Marx y a Heidegger como podía mencionar a tantos otros, de su altura o mucho más pequeños, que no supieron entender lo ocurrido con Platón en Siracusa. Porque las estancias de Platón en Siracusa son narradas habitualmente como la historia de un fracaso. El propio Platón debía verlo así y sus contemporáneos, entre los que se encontraban muchos de los partidarios y familiares de Dión, no debieron verlo de otra manera, como lo demuestra la prolijidad de la carta VII. Suele decirse que Platón ni siquiera se acercó a hacer de la sociedad siracusana una sociedad más justa y/o feliz. La propia afirmación platónica de que habrá mal en el mundo mientras los reyes no sean filósofos o los filósofos reyes, se ve, a la luz de estos acontecimientos, como equivalente a afirmar que siempre habrá mal en el mundo. Sin embargo, si uno se detiene a analizar los hechos históricos, obtendrá otras consecuencias.
En efecto, para empezar, Platón logró que, efectivamente, hubiese un rey filósofo, porque, al final, Dionisio acabó reclamando para sí el título de filósofo y rey (o tirano), por más que Platón se lo negara. Que semejante rey-filófoso contribuyese a atemperar el mal en el mundo o no, ya es otra cuestión. Todavía mejor, hubo un filósofo, o, al menos, alguien imbuido por el espíritu filosófico, que acabó siendo rey, Dión, por mucho que lo fuese durante un tiempo extremadamente breve.
Platón deja muy claro que el filósofo no debe prestarse a ser un mero nombre que el tirano de turno use en su beneficio. Cualquiera que se deje ver en compañía de un político contribuyendo con su nombre a acrecentar la fama de éste, siempre podrá aducir como razón su derecho a medrar, pero no el servicio fiel a la filosofía. Tampoco debe el filósofo ir prodigando sus consejos entre aquellos que no están dispuestos a aprovecharlos o quienes, simplemente, no los han pedido. Ni va a tardar mucho en ser quitado de en medio el filósofo que llegue al poder por medio de la espada (o las urnas). El apoyo popular a quien, por propia naturaleza, es un extranjero en todas partes, salvo en la République des lettres, difícilmente podrá ser sincero o duradero. Y, sin embargo, Platón y su filosofía sí que tuvieron una influencia real y decisiva sobre los acontecimientos. Porque Platón sí que contribuyó, por lo menos al intento, de hacer de la sociedad siracusana en particular (y de este mundo en general), algo mejor. Semejante logro no lo alcanzó ni mediante el ejercicio directo del poder, ni mediante su ejercicio mediado, a través de la influencia sobre quien ejercía el gobierno, lo alcanzó mediante la enseñanza, mediante la educación. Fue la trasmisión de sus ideas (a Dión), la que provocó una serie de acontecimientos históricos que acabaron desencadenando la caída del tirano. Dicho de otro modo, es en su tarea como educador donde radica la posibilidad de que el filósofo ejerza un papel efectivo y aún revolucionario sobre la realidad política de un país.