Nadie puede entender plenamente lo que significa el nuevo biopoder, nadie alcanza a comprender hasta dónde domestica la vida cotidiana de los individuos, nadie intuye hasta qué punto configura nuestra manera de pensar y de pensarnos sin ver la expresión que se les queda en la cara a los padres a quienes se les comunica que su hijo no tiene Trastorno de Déficit de Atención con o sin Hiperactividad. Refleja toda la desilusión, el desasosiego, de quienes encuentran cerrada la puerta del paraíso en el que viven sus vecinos, ésos cuyo hijo se queda “mejor que bien” con una pastillita. No debe extrañarnos, pues, que estos padres inicien un peregrinaje por los gabinetes de psicopedagogía hasta encontrar el tan ansiado diagnóstico.
El TDAH constituye el gran anhelo de buen número de padres de nuestra era, aunque me he expresado mal, he debido decir que el gran anhelo de los padres de nuestra era consiste en tener, al fin, una píldora milagrosa que administrar a sus hijos para cuando atraviesen ese típico período inaguantable por el que pasan todos cada día. Entonces tendremos hijos modelo, con una infancia, como el mundo de Huxley, plenamente feliz, en la que ya no habrá una catarata de riñas, enfados ni pulsos hasta que el sueño los rinda. Esa venturosa época, en que la farmacología haya acabado con todas las angustias de la paternidad, se halla realmente cerca. Sabemos hoy, como cualquier página web que se moleste en buscar por Google le dirá, que el trastorno de déficit de atención con o sin hiperactividad se debe a los bajos niveles de dopamina en el cerebro, ya que la carencia de una misma sustancia puede provocar la hiperactividad o su contrario. Le explicarán también que se trata de un trastorno con una prevalencia entre el 7 y el 10% en los niños, aunque resulta muy común encontrar cifras mucho más elevadas y testimonios que no restringen este trastorno a la infancia. La OMS, sin embargo, utilizando su propio sistema diagnóstico, da unas cifras en el entorno del 3-5%. Incluso estas cifras más modestas plantean problemas, pues señalan una enorme cantidad de población que tiene “tasas de dopamina por debajo de lo normal” y aún no ha recibido el correspondiente diagnóstico. A partir de aquí hay tres líneas de razonamiento.
La primera sostiene que existe resistencia por parte de psicopedagogos, padres y profesores para reconocer los casos de TDAH. La segunda considera que se han sobredimensionado las cifras y los casos. La tercera, encabezada por Sarni Zimimi, Richard Saul y, en España, Marino Pérez, consideran que el TDAH, simplemente, no existe. Desde luego, no hay ningún diagnóstico posible de esta enfermedad basado en anormalidades neurológicas y, mucho menos, en mediciones de la cantidad de dopamina del cerebro. Las afirmaciones de que las deficiencias en la distribución de esta sustancia provocan la enfermedad, siguen teniendo una base empírica nula, algo que reconocen hasta los manuales de neuropsiquiatría de la American Psychological Asociation (1). La única demostración de que la dopamina se halla implicada en el TDAH consiste en que los medicamentos para tratarlo aumentan la secreción de dopamina. Ciertamente, se puede interpretar la existencia de un medicamento que hace algo como la “demostración científica” de que la enfermedad guarda relación con ese algo, pero si lo hacemos así, no usamos en este razonamiento “demostración científica” en el sentido que dicho término tenía antes de la segunda mitad del siglo pasado. Desechando las interpretaciones y ateniéndonos a los hechos, descubrimos que la existencia de medicamentos que provocan algo no demuestra, de ninguna de las maneras, que exista una enfermedad caracterizada por la falta de ese algo.
Si bien todas las recomendaciones de organismos internacionales van en la línea de intentar el tratamiento farmacológico únicamente tras el fracaso de otras terapias, la realidad muestra que cada vez se recetan más fármacos para paliar este trastorno pese a los demostrados efectos que produce sobre el desarrollo de los niños. Marino Pérez señala que la intervención farmacológica se convierte con frecuencia en la herramienta única en la que médicos, familiares y educadores confían. De este modo se transmite el mensaje de que si los niños se “portan mal”, se debe a la enfermedad y si se alejan de esta tónica, bien mejorando su comportamiento o bien volviéndose desafiantes y agresivos, se debe a la medicación. En consecuencia, el joven pierde cualquier tipo de responsabilidad sobre su conducta, haciendo inútil el resto de intervenciones cognitivo-conductuales (2). En una conferencia auspiciada por el Instituto Nacional de la Salud de los EEUU en noviembre de 1998, no se logró alcanzar consenso alguno ni sobre las causas del trastorno ni sobre los beneficios de los actuales tratamientos del TDAH.
Entre 1.990 y 2.005 la producción de Ritalin, el nombre bajo el cual comenzó a comercializarse el metilfenidato, tratamiento base del TDAH, se multiplicó por 17. Junto con sus competidores ha generado 3.100 millones de dólares de ingresos en ese período sólo en los EEUU. Desde el inicio de la administración de Ritalin a niños con TDAH se han multiplicado por 5 los trastornos bipolares en ellos. Como un estudio encabezado por los doctores Strober y Carlsson decía, Ritalin permite "desenmascarar" trastornos bipolares presentes desde mucho antes de tomar esos medicamentos, como Prozac permitía "desenmascarar" las ideaciones suicidas y Vioxx los infartos de miocardio.
(1) Whitaker, R. Anatomy of an epidemic. Magic Bullets, Psychiatric Drugs, and the Astonishing Rise of Mental Illness in America, Crown Puglishers, New York, 2010, pág. 159.
(2) "Los padres se preocupan más por el TDAH que la incidencia real", El País, 1 de junio de 2018, consultado el 6 de junio de 2018.