Durante varias décadas fui un fiel oyente de “Diálogos 3", el programa de Ramón Trecet en Radio 3 de Radio Nacional de España. Trecet era un personaje peculiar al que se amaba o se odiaba. Yo no conseguí hacer ni una cosa ni otra, pero sí le quedé inmensamente agradecido por haber puesto en mi vida un sin fin de músicas hermosísimas. Gracias a él conocí a minimalistas como Michael Nyman (antes de que le dieran un Oscar y lo estropearan), Wim Mertens, Philip Glass, Steve Reich, John Adams, o Arvo Pärt; a grupos renovadores del folclore escandinavo como Hedningarna o Värttinä; y, en fin, a inclasificables como Nigthnoise, Dead Can Dance o Bel Canto. La mayoría de ellos fueron ninguneados de mala manera por la industria musical y vapuleados por puristas de toda índole. Del minimalismo y de los minimalistas podrán decirse muchas cosas, pero nadie podrá negar que sus músicas están más cercanas al público de lo que Ligeti, Stockhausen y el cúmulo interminable de sus epígonos han conseguido jamás. Y si alguien no considera tal constatación un mérito, habrá que recordar que La flauta mágica fue un espectáculo concebido para las masas.
Después de alguna de sus filípicas o en medio de alguno de sus estados depresivos, Trecet solía despedir sus programas con una orden taxativa: “buscad la belleza, es la única forma de protesta que merece la pena en este asqueroso mundo”. Me he acordado de ella escuchando el podcast del programa de “Sinfonía de la mañana” de Matín Llade en Radio Clásica (como ven, la cabra siempre acaba tirando al monte) del pasado viernes.
El protagonista de dicho programa no era otro que Arvo Pärt, que ofreció recientemente en Madrid uno de sus contadísimos encuentros con la prensa. De su actitud y sus silencios, más que de sus palabras, de la hermosa recreación que Martín Llade realizaba de ellos, se extraía la misma idea: que la belleza es el único refugio que nos queda en medio del caos. Martín Llade efectuaba, de hecho, una apología de la emoción, del estremecimiento de lo bello frente a la intelectualidad cerebral de tantas músicas contemporáneas empeñadas en echar al público de las salas. Desgraciadamente, la cosa no es tan simple.
La identificación de la belleza con el bien y la verdad, procede de Platón. A la hora de encontrar una idea suprema a partir de la cual estructurar todas las demás, Platón se enfrentó al problema de elegir una de las tres. La tarea era poco menos que imposible, así que la eludió haciéndolas a las tres aspectos diferentes de la misma idea. Hasta donde yo recuerdo no hay una argumentación posterior que apoye tal identidad más allá de la afirmación de que el ser humano aspira a ellas y como no es posible que aspire a cosas contradictorias, hay que suponer que la verdad implica al bien del mismo modo que éste implica la belleza. Aunque esta identidad fue plenamente asumida por la filosofía cristiana y pulula por nuestras cabezas como un axioma, nunca he conseguido encontrarle mucho sentido. Me parece a mí que la verdad no tiene por qué ser buena, al menos si “bueno” y “malo” son referidos al ser humano. Pienso, por el contrario, que, como decía Nietzsche, la verdad es un veneno que sólo soportamos en pequeñas cantidades. Aún menos evidente me parece que la verdad tenga que ser bella. En cuanto a la belleza en sí misma, tiene mucho más parecido con el mal que con el bien. Como el mal es algo puntual, discreto, que si aparece continuamente dejamos de apreciarlos. Como el mal, causa fascinación y quedamos absortos en su contemplación. Como el mal, produce escalofríos pues nos muestra algo que parece estar más allá de lo que pueden hacer los seres humanos. De hecho, del mismo modo que las flores necesitan del estiércol, la belleza se empeña por surgir allí donde se niega su posibilidad, parece necesitar un sustrato terrible para salir a la luz, la propia vida de los artistas que la engendran debe ser una tortura sin par con objeto de que ella pueda nacer.
Después de alguna de sus filípicas o en medio de alguno de sus estados depresivos, Trecet solía despedir sus programas con una orden taxativa: “buscad la belleza, es la única forma de protesta que merece la pena en este asqueroso mundo”. Me he acordado de ella escuchando el podcast del programa de “Sinfonía de la mañana” de Matín Llade en Radio Clásica (como ven, la cabra siempre acaba tirando al monte) del pasado viernes.
El protagonista de dicho programa no era otro que Arvo Pärt, que ofreció recientemente en Madrid uno de sus contadísimos encuentros con la prensa. De su actitud y sus silencios, más que de sus palabras, de la hermosa recreación que Martín Llade realizaba de ellos, se extraía la misma idea: que la belleza es el único refugio que nos queda en medio del caos. Martín Llade efectuaba, de hecho, una apología de la emoción, del estremecimiento de lo bello frente a la intelectualidad cerebral de tantas músicas contemporáneas empeñadas en echar al público de las salas. Desgraciadamente, la cosa no es tan simple.
La identificación de la belleza con el bien y la verdad, procede de Platón. A la hora de encontrar una idea suprema a partir de la cual estructurar todas las demás, Platón se enfrentó al problema de elegir una de las tres. La tarea era poco menos que imposible, así que la eludió haciéndolas a las tres aspectos diferentes de la misma idea. Hasta donde yo recuerdo no hay una argumentación posterior que apoye tal identidad más allá de la afirmación de que el ser humano aspira a ellas y como no es posible que aspire a cosas contradictorias, hay que suponer que la verdad implica al bien del mismo modo que éste implica la belleza. Aunque esta identidad fue plenamente asumida por la filosofía cristiana y pulula por nuestras cabezas como un axioma, nunca he conseguido encontrarle mucho sentido. Me parece a mí que la verdad no tiene por qué ser buena, al menos si “bueno” y “malo” son referidos al ser humano. Pienso, por el contrario, que, como decía Nietzsche, la verdad es un veneno que sólo soportamos en pequeñas cantidades. Aún menos evidente me parece que la verdad tenga que ser bella. En cuanto a la belleza en sí misma, tiene mucho más parecido con el mal que con el bien. Como el mal es algo puntual, discreto, que si aparece continuamente dejamos de apreciarlos. Como el mal, causa fascinación y quedamos absortos en su contemplación. Como el mal, produce escalofríos pues nos muestra algo que parece estar más allá de lo que pueden hacer los seres humanos. De hecho, del mismo modo que las flores necesitan del estiércol, la belleza se empeña por surgir allí donde se niega su posibilidad, parece necesitar un sustrato terrible para salir a la luz, la propia vida de los artistas que la engendran debe ser una tortura sin par con objeto de que ella pueda nacer.