Por diferentes motivos, estos últimos meses he conocido a tres jóvenes investigadores españoles. Me ha impresionado que alguien tenga hoy día el valor de decirle a sus familiares que se va a dedicar a la investigación. Les expresé en privado mi simpatía y admiración, que hoy quiero hacer públicas.
El primero de ellos es un profesor de instituto que cogió este verano su coche y se plantó en el corazón de Alemania para trabajar con los inéditos del autor objeto de su investigación. Sabía que no tendría tiempo suficiente, así que renunció también a su paga durante un par de meses hasta completar lo que había ido a hacer en tierras germanas. Su investigación, la investigación de la que, de un modo u otro, acabaremos beneficiándonos todos, no la hemos financiado, le ha costado el dinero a él.
La segunda historia es la de un joven que está intentando iniciar su carrera investigadora. Pretende solicitar una beca para ello y ha tropezado conmigo en su laberíntico intento de rellenar todos los papeles que le piden. En esencia, el protocolo para solicitar una beca de investigación en este país se ha convertido en un proceso kafkiano, absurdo y mastodóntico, cuya única finalidad es desanimar a cualquier individuo con la pretensión de iniciarlo. Eso sí, se ata al pobre incauto que pretenda ampliar las fuentes de conocimiento de la ciudadanía, con gruesas cadenas, a todos los miembros de un grupo de investigación, que no tendrán demasiado difícil utilizarlo como negro en cuantas tareas le convengan.
El tercer caso es todavía mejor. Me he encontrado a un joven que persigue acrecentar nuestros conocimientos mientras se gana la vida vendiendo casas o, mejor dicho, alimentando el proceso deflacionario de la vivienda que están llevando a cabo, concienzudamente, las empresas inmobiliarias. Cómo puede uno participar en la mentira de que estamos en una crisis y que todo aquello por lo que tanto pagamos no vale nada, mientras busca la verdad histórica, es algo que no me atreví a preguntarle. Siempre he dudado si yo hubiese podido escribir la tesis doctoral que quería a la vez que trabajaba, por lo que siento enorme respeto hacia quienes tienen que compatibilizar ambas cosas.
Don Santiago Ramón y Cajal ya advirtió que “investigar en España es llorar”. El investigador es en este país un marginado, un predicador en el desierto, un apestado. Hasta aquí nada nuevo. Lo novedoso es que, en la última década, a la marginación, a la burla, al deseo generalizado de enterrarlo vivo, se ha unido la voluntad de escarnio, el cinismo casi criminal, la intención franca de volverlo loco. Tomemos, precisamente, a Ramón y Cajal, no al insigne genio que hizo lo imposible en un país donde era imposible hacer nada semejante, sino al programa de becas que tomó su nombre. La idea con que se publicitó era excelente, traer de vuelta a la enorme cantidad de investigadores españoles que estaba dando los mejor de su carrera en el extranjero. Habría que ver sus caras al recibir la noticia. Seguro que les embargó la emoción. Podrían hacer lo mismo que estaban haciendo pero cerca de sus familiares y amigos. Podrían devolver a la ciudadanía lo que ésta había invertido en su formación. ¡Quién sabe! tal vez, podrían hasta obtener reconocimiento de sus compatriotas. ¿Cuál fue la realidad? Tras malgastar aquí unos años, sobre todo, rellenando papelotes inmundos, los que no consiguieron pegarse al catedrático de turno, precisamente lo que se habían negado a hacer cuando se marcharon al extranjero, tuvieron que volver a hacer las maletas. A los que lucharon contra viento y marea por quedarse les aguardaba lo peor: apenas asomó la crisis vivieron la vergüenza de que un burócrata de mierda les dijera que “carecían de capacidad de liderazgo”, o una mamarrachada parecida, antes de dejarlos sin beca.
La crisis, o, por decirlo más exactamente, el deliberado plan de nuestros dirigentes para convertirnos en un país de zafios, ha hecho algo más. Los centros de investigación están recibiendo uno tras otro la carta en la que se les comunica que o se asocian con alguna universidad o con una empresa privada o cierran. El CSIC está en proceso de demolición (a lo mejor también se sospecha de él que está lleno de rojos, masones y ateos, como ciertas secciones de Hacienda o los departamentos de filosofía de los institutos). El investigador que, libre de politiqueos y de la presión del mercado, se puede dedicar a buscar resultados a medio y largo plazo, ha pasado a ser un proscrito. Hay precio por su cabeza. La fortuna astronómica empleada en formar esos investigadores, en dotar esos centros de lo necesario, en conseguir que adquiriesen un cierto nombre y respeto, se tira a la basura como si hubiese crecido en los árboles. Y para que el cinismo no tenga límites, se vende el mayor despilfarro de la historia de este país como un ahorro. Mientras tanto, unos y otros discuten acerca de si España dedica una cantidad ridícula o esmirriada a investigación. La realidad es que esa cantidad sólo da para que el politicastro de turno pueda salir por la tele diciendo que se financia la investigación. No porque sea pequeña o grande, sino porque el año que viene o el otro, será recortada o ampliada, se cambiarán los criterios o las finalidades, se encauzarán por un organismo nuevo o arcaico, de modo que se haga imposible una cierta continuidad en la política investigadora.
Para esto, para que un día se construya el más lujoso centro de investigación sobre el cáncer y al día siguiente se lo entregue a la piqueta, para que alguien que ha obtenido su cargo a dedo tenga sus cinco minutos de telediario, para que cuatro catedráticos con amigotes en los puestos importantes mantengan su tajada habitual mientras los demás se rifan el botijo, para esto, insisto, mejor que se suprima el presupuesto de investigación y se dedique a carreteras. Todos, incluidos los jóvenes con deseos de investigar que ya no verían crecer falsos espejismos ante ellos, seríamos más felices. Al menos, hasta que las consecuencias de este desastre nos alcancen.