Oblivion es una película que se estrenó la pasada primavera. Sus confusos orígenes la sitúan como un típico producto de la industria cinematográfica, dentro de la más rigurosa ideología convertida en estándares a los que debe amoldarse todo para cobrar existencia. Teóricamente se basa en una “novela gráfica” que nunca ha sido publicada. Tal vez, quienes firman el guión aportaron algo más que un concepto a los estudios, lo cual no impidió que sus guionistas a sueldo trabajaran a destajo sobre él. No vemos en Oblivion nada que no se pueda ver en cualquier otra obra de artesanía industrial, un planeta devastado por los marcianos para que los cienciólogos, con Tom Cruise a la cabeza, apoyen el proyecto, mucha más atención a la estética que a los diálogos más allá de algún mensaje reaccionario y el consabido happy end para evitar que la gente se vaya del cine pensando. Y sin embargo... Sin embargo hay algo en Oblivion, algo cada vez menos habitual.
El padre del proyecto es Joseph Kosinski. Kosinski aprendió lo que sabe de arte (cinematográfico) jugando con un modernísimo programa para generar imágenes en movimiento. De ahí saltó a los anuncios televisivos y, posteriormente, a los anuncios en gran formato, es decir, al cine, con la innecesaria Tron: Legacy. Nada bueno que esperar por tanto, salvo por el pequeño hecho de que uno de los anuncios que dirigió fue el celebérrimo spot de Gears of Wars. Los espectadores se quedaron pegados a sus asientos con aquellas violentas imágenes del videojuego acompañadas de una balada, la adaptación que Gary Jules realizó del Mad World de Tears for Fears. Lo divertido del asunto es que nunca quedaba claro si el mundo demente del que hablaba la canción era el mundo reflejado en las imágenes o este mundo en el que la gente, como en la época romana, disfruta viendo el sufrimiento ajeno.
La otra firma vinculada al guión es la de Arvid Nelson, episcopaliano convertido al culto Bahá’i en sus tiempos de instituto que, tras andar dando tumbos por la vida, sufrió una especie de epifanía durante su estancia en París. De ahí nació Rex mundi, cómic en 38 entregas ambientado en una Europa con la estética de los años treinta pero en la que sigue existiendo el feudalismo y no se ha producido la separación entre Iglesia y Estado.
La película comienza con una feliz pareja que es la viva imagen del sueño americano, versión finales del siglo XXI. Tras salir de la nada, residen ahora en un chalet de arquitectura super high tech, decorado por un interiorista dentro de los más estrictos cánones del minimalismo zen, cuando no del feng shui. A punto de emprender sus vacaciones en un dorado paraíso lejano, reciben cada día en casa las instrucciones de sus superiores, salpicadas de eslóganes sacados del manual del perfecto vendedor. Pero no son vendedores, supervisan y reparan unos drones encargados de matar a los marcianitos que amenazan el american way of life. Por supuesto es un modo de vida en blanco y negro. Ellos visten blanco inmaculado y respetan estrictamente la jornada de ocho horas diurnas, mientras los marcianos son más bien partidarios de una estética a lo Mad Max y se adueñan de la noche. En definitiva, nada distinto de la vida cotidiana de ciertos buenos pastores de Virginia, que hablan del último partido de fútbol americano o sueñan con su cabañita al lado de un arroyuelo, mientras ejecutan "quirúrgicamente" a alguien en Pakistán.
Al cabo descubrimos que el american way of life se basa en la invasión de otros mundos y su meticuloso esquilmado, que supervisar y reparar máquinas, ejecutar sumariamente a alguien de cuya culpabilidad sólo hay referencias de oídas, llevar el sueño americano en amorosos niditos de hierro y cristal, no es algo propio de seres humanos, sino de clones, clones malévolos que, evidentemente, no hacen más que mantener y propagar el mal, pues eso sí queda muy claro, cualquiera que colabore con los drones, aunque sólo sea poniéndoles combustible, no deja de colaborar con sus asesinatos. Los seres humanos, los seres humanos de verdad, no viven el american dream. Los seres humanos se unen, se separan, se dicen adiós y, al final, ella acaba con otro (que le recuerda a ti cuando vuelve de estar con los amigotes). Los seres humanos en este mundo de drones, tienen que vivir camuflados, pues son más raros que los marcianos, ocultando en la oscuridad cualquier vestigio de cultura, de racionalidad, de sensatez.
A partir de aquí Oblivion casi se convierte en una reflexión sobre lo que nos hace humanos, llega, incluso a asomarse al precipicio de si otro con mis recuerdos sería yo. Está a punto de decirnos que la memoria es un arma de doble filo, que apoya nuestra identidad a la vez que siega la hierba bajo nuestro pies. Es más, en una de las escenas finales, el protagonista cita a Macaulay ante el marcianito malo, diciéndole algo así como que los seres humanos deben dar sus vidas para defender las cenizas de sus ancestros y a sus dioses. A lo cual el marcianito malo le recuerda que él es su dios, puesto que es el que lo ha creado. La réplica obvia a esta cuestión es: “pues ha llegado la hora de matar a mi dios”, respuesta que jamás firmarían un judío y un bahá’i y, mucho menos, sería filmada. La réplica de nuestro héroe es, pues, la que suelen dar los fascistas cuando tienen claro que vencerán, pero jamás convencerán: “que te jodan”.
Y así llegamos a la escena en la que a nuestro ajetreado Jack le comentan que sus drones son unas armas magníficas. Él responde: “No, el arma soy yo”. En una primera lectura es una muestra de apoyo a los chicos de la National Rifle Association que, a comienzos de este año, pasaron por horas bajas. Así debieron tomárselo en los estudios de la Universal. Pero en su contexto, lo que está diciendo es otra cosa, a saber, que tan asesino o heroico es el aséptico empleado que mata a miles de kilómetros, drones mediante, como el suicida que lleva una bomba con él para ver la cara de sus enemigos en la hora de su muerte. Aún más, “el arma soy yo” puede ser la divisa de esta película, que bajo los habituales estándares de la industria, introduce en nuestras cabezas cuestiones dispuestas a estallar en cualquier momento.
En definitiva, Oblivion no es una película profunda, no es una obra maestra, quizás ni siquiera llegue a convertirse en un clásico. Sí es un sabotaje bastante digno, al que, seguramente, la posteridad tratará con más benevolencia que la crítica actual.