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domingo, 7 de enero de 2018

Iconoclasia

   Como ya creo haber explicado, esa forma de entender la historia basada en acontecimientos y sujetos, ya se trate de individuos o pueblos, me parece peligrosamente infantilizante y particularmente dada a la tergiversación. Tomemos el caso de la famosa querella iconoclasta que azotó Bizancio entre los siglos VIII y IX. Si el lector desea informarse, no tendrá problemas en descubrir que al bueno de León III se le ocurrió una mañana mientras se afeitaba que tendría gracia destruir todas las imágenes religiosas que existían en un imperio construido a mayor gloria del cristianismo. A lo mejor, si de verdad desea Ud. aprender algo y se topa con un blog o un libro bien construido, le aclararán que el ocurrendo lo tuvieron dos de sus obispos a los que verán, rápidamente, convertirse en feroces enemigos de los grandes monasterios de la época que acumulaban imágenes sagradas y, por tanto, dinero en concepto de limosnas, algo que, como resultará fácilmente comprensible, constituía un agravio para los obispos, receptores últimos de semejantes dádivas.
   En realidad, si se quiere comprender algo de esta crisis, hay que remontarse a los orígenes mismos del arte bizantino y observar cómo, a lo largo de todo su desarrollo, hubo una especie de resquemor a la hora de representar no ya a Dios (que generalmente aparece como una mano entre nubes), sino a Cristo. Se prefiere, con mucho, pintar escenas del Antiguo Testamento, en las que el espectador fácilmente podría hallar una analogía con la vida de Cristo, que las escenas que los católicos de occidente nos hemos acostumbrado a ver en cualquier iglesia: laceración, cruxificción y/o descendimiento. Por lo mismo, menudean las imágenes de los apóstoles, de los santos y de las vírgenes, pero Jesús aparece casi exclusivamente como tierno infante. Debía haber, por tanto, desde los inicios de Bizancio, una cierta polémica acerca de la representación adecuada de la divinidad y aún de si ésta debía ser representada. 
   A veces se explica la crisis iconoclasta por la aparición del Islam y su prohibición de imitar cualquier forma animal y, de modo aún más tajante, al Profeta o a Dios. Si lo que hemos dicho anteriormente resulta correcto, la influencia del Islam en todo el proceso debió constituir un mero coadyuvante, pues en Bizancio se prohibió la representación de santos, vírgenes y demás, no de otras formas vivas. De hecho, la famosa orden de Constantino V por la que se obligaba a la destrucción de toda imagen de la divinidad, ordenaba también su sustitución por escenas de la vida pública de Bizancio. Combates con fieras, carreras, paisajes urbanos, debían adornar las iglesias, los monasterios y las catedrales. Dicen las malas lenguas (porque imágenes no he conseguido ver ninguna), que de tal guisa se decoró originalmente Santa Sofía de Kiev.
   Ningún emperador bizantino careció del seso suficiente para ignorar que su poder iba vinculado al de la iglesia cristiana y que ésta había llegado hacía mucho a la conclusión de que las imágenes constituían el mejor modo de despertar la fe en el populacho. Siempre parecieron entender su tarea como una labor propedéutica, a largo plazo, más que como un arrebato que hubiera de cambiar la faz del imperio. Ni la iconoclasia constituyó una fiebre, ni hubo tantos pintores martirizados, ni se destruyeron tantos códices, ni se aniquilaron tantas obras de arte, ni, por encima de todo, hubo celo a la hora de cumplir los edictos imperiales. A modo ejemplarizante, se arremetió contra las imágenes “que hablaban”, las que emitían luz, las que curaban enfermedades y las que ganaban guerras. Éstas, en particular, jugaron un papel fundamental. El ejército bizantino se había preciado de llevar iconos en lugar de banderas, pero las sucesivas derrotas lo había vuelto progresivamente iconoclasta, hasta el punto de convertirse en el núcleo irreductible de iconoclasia contra el que tuvieron que luchar los sucesivos emperadores iconódulos. El propio palacio de los emperadores necesitó una limpieza de imágenes sagradas diez años después del edicto contra ellas por parte de Constantino V y aún conservó un par de cámaras, denominadas secreton, donde se las “archivó”. Eso sí, la polémica la ganaron los partidarios de las imágenes y, tras Constantino V, las sucesivas prohibiciones tuvieron cada vez menos fuerza en su aplicación hasta la regencia de Teodora y la definitiva restauración de su culto en 843. Como siempre, los ganadores escribieron la historia, todos los iconoclastas se convirtieron en malos malísimos y todos los iconódulos resultaron personas excelentes, además de mártires. Así Constantino V pasó a la historia como el Cropónimo, y su nuera, Irene, que, entre otras lindezas, cegó y destronó a su hijo para reinar en solitario a hombros de los iconódulos, se convirtió en Santa Irene, tan adorada en el cristianismo ortodoxo. No obstante, algo debió quedar del espíritu iconoclasta pues, tras la restauración de las imágenes, dejó de buscarse el mimetismo con el modelo que había caracterizado la producción artística anterior al siglo VIII. Por aquí, esta segunda etapa del arte bizantino entronca directamente con las representaciones características del románico, pero esto ya forma parte de otra historia. Lo que quería contar, lo que me resulta más divertido de toda la querella iconoclasta, se halla en lo absolutamente extravagante que resulta a nuestros oídos, porque a nosotros nos resulta inconcebible prohibir no una sino todas las imágenes, vivir en un mundo sin imágenes y, aún más, pensarnos sin imágenes.

jueves, 8 de marzo de 2012

Ciberterrorismo

   El famoso baby-boom que siguió a la Segunda Guerra Mundial, pobló Occidente de una generación de jóvenes que tuvo fácil el acceso a la Universidad. Estos jóvenes salieron suficientemente preparados a un mundo que, en realidad, no los esperaba en absoluto. Pocas empresas pensaron en ellos como compradores potenciales, pese a su incipiente poder adquisitivo. Tampoco tenían esperanzas de un fácil acceso al mercado laboral y, políticamente, nadie se rebajaba a hacer campaña entre barbilampiños. Rápidamente llegaron a la conclusión de que si el mundo no estaba hecho para ellos, tendrían que cambiarlo. Por si fuera poco, esta toma de conciencia acompañó al deseo de los trabajadores de la época de ser tenidos en cuenta por el sistema capitalista como algo más que productores. La conjunción de ambos desajustes vino acompañada en los años sesenta del siglo pasado por otra serie de bloqueos sociales y políticos peculiares de cada país. Italia, por ejemplo, votaba mayoritariamente al Partido Comunista pero, por los acuerdos de Yalta, pertenecía al bloque capitalista, de modo que el resto de partidos se coaligaba para excluir al partido más votado del poder. Otro tanto cabe decir de Grecia. En Alemania, los mismos jueces que aplicaron las leyes racistas del régimen nazi, administraban las leyes emanadas de la democracia. La población católica de Irlanda del Norte vivía una suerte de apartheid por parte de los protestantes y, en España, el estado de excepción y los abusos policiales indiscriminados, acompañaron la vida cotidiana de los ciudadanos vascos hasta más allá de la Transición.
   En un principio, el malestar social de los años sesenta, condujo a huelgas y manifestaciones de todo tipo. Pero es un fenómeno bien conocido que cuando este tipo de protestas populares van perdiendo fuelle, se radicalizan cada vez más, quedando, finalmente, en manos de grupúsculos violentos. La no menos violenta represión policial condujo en multitud de países a la creación de lo que Martha Crenshaw llamaba una "cultura de la violencia", en la que los movimientos terroristas, que asolaron los años setenta, encontraron propicio caldo de cultivo. Así nacieron ETA, la última versión del IRA, la RAF, las Brigate Rosse, etc.
   Probablemente, el desapego de los ciudadanos por su clase política es hoy mayor que en los años sesenta. El 15-M es un buen ejemplo de ello. Resulta difícil mostrar apego por unos políticos que en mayo del año pasado decían que los jóvenes saldrían de las plazas públicas si se les diera trabajo y hoy, teniendo sólo que ofrecerles tasas cada vez mayores de paro, los etiquetan como "el enemigo". Las protestas de la Grecia actual recuerdan mucho aquélla primera época de huelgas y manifestaciones de los sesenta. Tampoco el manejo de las mismas está resultado muy inteligente. En España, la policía se ha empleado contra los jóvenes como si les hubiesen prometido reintegrarles el dinero que les han recortado a todos aquellos que rompieran sus porras en la espalda de algún adolescente. Después, nuestro queridísssimo presidente del gobierno, D. Naniano Rajoy, pidió a los manifestantes que mostraran responsabilidad en sus protestas contra la irresponsabilidad de los políticos. Un lema de una manifestación posterior contra la brutalidad policial fue: "somos el pueblo, no el enemigo". Más pronto que tarde, alguien abandonará la inocencia de tal proclama para sacar su consecuencia lógica: vosotros sois los enemigos... del pueblo.
   ¿Significa todo esto que estamos a las puertas de una nueva oleada terrorista? Más aún, ¿forma parte de la misma el ciberterrorismo que se atribuye a grupos como Anonymous? Desde luego, resulta difícil imaginar a estos jóvenes atados a su Blackberry® e incapaces de abandonar su cuenta de Twitter en la clandestinidad que exigen los movimientos terroristas. Por contra, no hay que ser muy perspicaz para imaginarlos detrás de un ataque de denegación de servicio mientras parlotean con sus amigos en el parque. Ahora bien, ¿puede calificarse el hackivismo o, directamente, los ataques atribuidos a Anonymous o Luzlec como ciberterrorismo? Los Estados ya han respondido a esta cuestión.
   Si se analiza fríamente, la respuesta de los sucesivos gobiernos a los movimientos terroristas, siempre parece sobredimensionada. A lo largo de más de cuarenta años, ETA mató unas ochocientas persona, algo así como la mitad de los muertos en carretera el año pasado. ¿Se ha dedicado ochenta veces más dinero, tiempo y personal a mejorar nuestra red de carreteras que a luchar contra ETA? Pues bien, tras la detención (otra vez) de la supuesta cúpula en España de Anonymous, un alto cargo policial declaraba que su desarticulación había costado muchas horas por parte de mucho personal especializado. Es curioso, si alguien publica mis datos personales en la red, a mí me costará considerable tiempo y dinero conseguir, a lo sumo, que esos datos sean descolgados. Ahora bien, si soy un actor que ha puesto su granito de arena en la defensa de la "pobre" industria cultural, la policía, de motu propio, me ahorrará ese esfuerzo y, además, detendrá a los culpables. ¿No se trata, también, de una reacción sobredimensionada?
   Pese a tantas analogías, la respuesta a la cuestión de si Anonymous es un movimiento ciberterrorista, debe ser respondida negativamente. Hace unos cuantos años propuse que la mejor manera de definir el terrorismo era hacer caso de lo que se dice en ese subgénero de literatura fantástica que son los documentos y panfletos de los movimientos terroristas. En no pocos de ellos se afirma que han cometido tal o cual atentado contra este o aquel símbolo de la postergación de los vascos, de la opresión, del capital, etc. La propia víctima era recubierta con todo tipo de simbolismos, tachándolo de "esbirro del capital", "miembro de las fuerzas de ocupación" o, más simplemente, "perro". En base a ello cabía decir que terroristas son todos aquellos que atentan contra símbolos.
   ¿Lanzar un ataque de denegación de servicio contra la página de PayPal es atentar contra un símbolo? ¿Es la página web de PayPal un símbolo de PayPal o, más bien, PayPal misma? ¿Es una página web un símbolo? En general, toda empresa que se precie trata su página web como parte integrante de su imagen corporativa y hacer sinónimos símbolo e imagen es una bonita manera de liar las cosas, pero tiene poco que ver con el comportamiento que desarrollamos respecto de unos y otras. Acaso, se puede acusar a Anonymous de iconoclastas, si bien de un tipo muy concreto pues no tratan de destruir todas las imágenes, sino algunas muy particulares. Aunque, quizás, el calificativo que mejor cuadra con lo que hace es el de ciberguerrilleros, y no el de ciberterroristas.
   Y, sin embargo, sí estamos asistiendo a claros ejemplos de ciberterrorismo, aunque de dirección diametralmente opuesta. El brutal encarcelamiento del soldado Manning, el precioso montaje sexual contra Julian Assange, el propio cierre de Megaupload y la detención de sus propietarios, tienen mucho de castigo ejemplarizante contra algo terriblemente peligroso para los poderes establecidos, que iba tomando cuerpo en Internet. La situación actual de estos personajes se debe, precisamente, al hecho de haberse convertido en símbolos de ese algo. Todavía más claro, cuando el FBI asaltó la página de Rojadirecta, difícilmente pudieron pensar que estaban acabando con semejante fenómeno. Fue, a todas luces, una acción simbólica, para señalar quién era el enemigo a batir y cuál iba a ser a partir de entonces su estrategia en defensa de la sacrosanta industria audiovisual. Efectivamente, estamos viviendo los primeros pasos de un nuevo terrorismo, un nuevo terrorismo que no se ampara en las manifestaciones populares, sino que va directamente contra ellas, porque no es otra cosa que ciberterrorismo de Estado.