Pensaba escribir sobre Dmitri Shostakovich, cuando he encontrado nuevamente noticias acerca de uno de mis héroes de los últimos tiempos y no me resisto a dedicarle unas líneas. Este señor fue el hombre de confianza de nuestro queridísssssssssssssssssssimo y amadísssssssssssssssssssssssssimo Sr. ex-presidente del gobierno, el zapatitos. Es, además, íntimo de José Andrés Torres Mora (jefe de Gabinete del anterior), de Mandatela Alvarez y del secretario general de PSOE de Málaga, Miguel Angel Heredia. Ha sonado como alcaldable para Málaga y estuvo en la cocina de la candidatura de Eduardo Madina a secretario general del PSOE. No, lo de que es uno de mis héroes de los últimos tiempos no es un sarcasmo. Entregarse al PSOE en cuerpo y alma, hasta el punto de ir a dar mítines a pueblos perdidos de la sierra de Málaga o figurar en puestos de relleno en las candidaturas de dicho partido, es sólo una de las facetas de Bernardino León Gross. Quienes lo conocen aseguran que es un auténtico encantador de serpientes, capaz de venderle frigoríficos a los esquimales y de suscribirte, antes de que te des cuenta, a la Gran enciclopedia portuguesa del bacalao (por cierto, el último político español de quien escuché semejante descripción fue de Adolfo Suárez). Domina varios idiomas, tiene una biblioteca de miles de volúmenes (parece confirmarse que hay políticos que leen) y es un gran amante de Bach. Pero, por encima de todo, es diplomático. Y aquí me gustaría hacer un inciso.
Hubo una época, cuando no se ponía el sol en España, en que los diplomáticos españoles gozaban de prestigio internacional. El imperio no sólo ganaba las guerras, sabía ganar la paz con un cuerpo de negociadores que apuraban las victorias en los tratados. Esa escuela de diplomáticos siguió generando prodigios cuando ya sólo se trataba de ir salvando los muebles como se podía. Ahí estuvo, por ejemplo, Don Diego de Saavedra Fajardo a quien le tocó lidiar, nada menos, que con la máquina diplomática del cardenal Richelieu. Tras él ya nada fue igual.
Los convulsos tiempos de la Segunda República, produjeron, como en muchos otros ámbitos, un ramillete de nombres memorables en la diplomacia. Un caso típico es el de otra persona a la que es obligatorio anteponerle un “Don”, Don Pablo de Azcárate. En la Dirección Técnica de la recién creada Sociedad de Naciones desde 1922, medió entre polacos y alemanes, húngaros y rumanos en la Europa de los años 30. Con el comienzo de la guerra (in)civil, pasó a defender la causa republicana en París y Londres, actividad en la que continuaría, ya como simple exiliado, hasta 1946, año en que pasó a formar parte de la ONU. Fue esta organización la que le encargó una “pequeña” tarea que le mantendría entretenido hasta su jubilación: mediar en la pacificación de Palestina. Pese a que el gobierno de Franco no dudó en desprestigiarle ante los países árabes siempre que tuvo ocasión y pese a la inmensidad de la tarea que se le había encomendado, peleó ferozmente por alcanzar un acuerdo entre judíos y palestinos que pusiera fin al conflicto. No se puede decir gran cosa de sus logros, pero sí de sus esfuerzos.
A esta misma hornada de diplomáticos pertenece Don Julio López Oliván. Ligado al Tribunal de Justicia Internacional de la Haya desde 1929, actuó como árbitro en el contencioso sobre la Alta Saboya y Gex (1933), como delegado en la Conferencia Económica y Monetaria Mundial en Londres (1933), como presidente del Comité del Consejo de la Sociedad de Naciones para el establecimiento de los asirios en Irak (1934-5), como miembro del Comité de los Tres del Consejo para la preparación del plebiscito en el Sarre (1935), como miembro del Comité del Consejo de la Sociedad de Naciones para el estudio del problema de la esclavitud, etc. etc.
Pero no sólo el bando republicano contó con buenos diplomáticos. El régimen franquista nació aislado internacionalmente y hubo de poner en marcha toda una estrategia convergente en su reconocimiento. Desde luego, vender a Franco en una Europa que ensalzaba el triunfo de los valores democráticos, no era tarea fácil y, sin embargo, el cuerpo diplomático español afrontó dicha tarea consiguiendo un éxito indiscutible. Ese impulso se vio reforzado con la llegada de la democracia. La Transición despertaba interés por doquier y el bien entrenado cuerpo diplomático supo sacar buenos réditos de ello. Desde entonces, como casi todo lo demás, ha ido languideciendo de un modo bastante patético. Cierto blog comentaba hace poco que si la práctica totalidad de las embajadas españolas en el mundo cerraran, nadie notaría la diferencia. Es verdad. El estado habitual de los embajadores españoles parece ser el de ausente. Nunca están cuándo y dónde se los necesita y cuando están las cosas suelen ser peor. De los cónsules conviene no hablar. En buena medida, la culpa no es suya, son lo que son porque están gracias a quienes están.