En 1918, Ostwald Spengler publicó la que, para su fortuna, se ha convertido en la obra por la que se le recuerda, Der Untergang des Abendlandes. Si, como propuse una vez, los libros se clasificaran por un coeficiente entre el número de citas y el número de lecturas, éste, probablemente, figuraría a la cabeza de dicho ranking. Se lo ha citado hasta la saciedad, pero dudo muchísimo que todos los que lo han hecho se hayan leído algo más que la introducción de este mamotreto de más de 500 alucinógenas páginas en las que se amalgaman explosivamente Hegel y Nietzsche. Spengler, sin nada que recuerde algún criterio fiable, va metiendo las culturas, los períodos históricos, las etapas de cada período y los momentos de cada etapa en floridas categorías creadas ad hoc y, a estos cajones de sastre, se los hace girar en el tiovivo del eterno retorno para acabar proponiendo que el estado de cada cultura corresponde a una etapa por la que todas tienen que pasar una y otra vez, pues, aquí viene el fantástico Mediterráneo descubierto por Spengler, las civilizaciones, como los seres vivos, nacen, maduran y mueren. El motor de semejante transformación resulta tan vaporoso como la voluntad de poder, las razones últimas de por qué tiene que haber semejante ordenación y no cualquier otra, posee la misma solidez que las que se aportan para explicar los triunfos deportivos, las predicciones que destilan las ideas de Spengler se convierten en certeras por la misma razón por la que "Los Simpsons" aciertan siempre y, por supuesto, la clave de todo, no se toca por ni por asomo. Y la clave de toda teoría de la historia consiste en aclarar si la mueven mecanismos inexorables que hubiesen producido los mismos resultados de no haber existido Jesucristo, Mahoma o Gandhi o si, por el contrario, el aleatorio surgir de personalidades, cambia el decurso de los acontecimientos de modo decisivo. Porque si se opta por decir que “los dos”, no se habrá explicado verdaderamente nada hasta que se elabore un modelo preciso de cómo ambos factores interactúan y de los resultados que cabe esperar de dicha interacción en cada momento histórico. El “modelo” de Spengler consistió en oscilar convenientemente entre un punto de vista y otro. En La decadencia de Occidente todo se narra en un sentido fatalista en el que los individuos quedan atrapados en las maquinaciones de un destino inevitable que nos hubiese proporcionado cesarismo aunque César no hubiese existido. Pero hay otros escritos de Spengler, otros escritos, como dije, por los que, para su fortuna, no se lo recuerda, en los que reclama un nuevo César que saque a Europa de su catastrófico destino. La decadencia de Occidente en particular y la obra de Spengler en general, forman parte del esfuerzo de un cierto sector de la intelectualidad alemana de entreguerras por dejar bien sentada la idea de que, abdicado el Kaiser, todo era relativo. Ese relativismo sin complejos, las premoniciones de la caída de la civilización occidental, el vaticinio del advenimiento de grandes imperios fuera del ámbito de la cultura nacida en Grecia, desarmó conceptualmente a la República de Weimar y permitió el ascenso del nazismo mientras los intelectuales miraban, relativamente, para otro lado. Conscientes de ello, los nazis premiaron a Spengler con una amplia condescendencia y le hicieron todo tipo de propuestas hasta cansarse. Al final, hartos de los menosprecios del ya director de los Archivos Nietzsche, acabaron censurándolo. Spengler no rechazó a los nazis por su violencia, por su ideario ni por lo que se proponían hacer. Los rechazó por matar a algunos de sus amigos de la Sturmabteilung (SA) y, sobre todo, porque él admiraba a Mussolini, el nuevo César, ante quien, a juicio de Spengler, Hitler parecía una copia ridícula. Si por Spengler hubiese sido, Occidente todo habría salido de su decadencia llevando pantalones bombachos e invadiendo Abisinia.
En estos días en que los vientos del Este traen tambores de guerra, me acuerdo mucho de Spengler leyendo a los asalariados de Putin, a quienes ven en este obvio ejemplo de guerra-imagen el "acontecimiento" que marca la llegada de una nueva era y a quienes afirman que Occidente ha perdido su papel central en la historia. Nadie parece acordarse de que, en 1683, los turcos estaban sitiando Viena, que en 1853 una coalición de la que formaba parte esta vez el imperio otomano, Francia y Gran Bretaña, fracasó estrepitosamente en su intento de doblegar al zar y que en 1941, Japón humilló sin muchos problemas a Gran Bretaña y Holanda ocupando sus posesiones coloniales. ¿Por qué nadie ha caracterizado semejantes “acontecimientos” como señales claras del hundimiento de Occidente? Spengler y sus correligionarios, actuales y pretéritos, no loan el fin de las deleznables prácticas occidentales para con los otros, proclaman el fin de lo más defendible, de lo más justificable racionalmente, de lo poco que Occidente ha hecho por mejorar las condiciones vitales de todos los que vivimos en este planeta. No aspiran a superar la democracia con un régimen en el que el estado de derecho impere sobre el voto, en el que se le proporcione a todos los ciudadanos información fidedigna y educación crítica para que puedan ejercer el poder directamente sin necesidad de representantes, no. Tienen una fobia desesperada contra la democracia porque tratan de ocultar su absoluta ineptitud para encontrar soluciones creativas aferrándose a lo viejo, a lo periclitado, a lo que ya se ha ensayado mil veces terminando en fracaso absoluto siempre, como la “nueva” solución para los viejos problemas. Sirven a las democracias ligth, a las dictaduras híbridas, a las neo-oligarquías, tapan lo que ocurre en las zonas agrícolas de China con el brillo de sus megalópolis, la pobreza milenaria de los ciudadanos indios con el fulgor de sus cifras macroeconómicas, las favelas con la opulento poderío de los brasileños evangélicos, naturalmente, blancos. Ojalá hubiesen arrinconado en la historia ya y para siempre al mundo occidental un puñado de lejanas potencias con nuevas ideas sobre cómo mejorar la vida de la inmensa mayoría de seres humanos. Pero ni siquiera el empuje de las que van surgiendo se debe a ellas.
La decadencia de Occidente no generó fascinación por las verdades contenidas en esas páginas que nadie leyó, generó fascinación porque enuncia un oscuro y funesto impulso de la mentalidad occidental, el ansia de decaer. Desde que dejó de haber territorios por colonizar, anida en nuestros corazones el deseo de desaparecer de la historia, de hacernos a un lado, de precipitarnos en la nada, como si, conscientes de nuestros pecados, quisiéramos, por fin, recibir justa penitencia en manos de aquellos a los que, durante tantos siglos, hemos maltratado. Casi lo conseguimos con la Segunda Guerra Mundial y, desde entonces, entendemos cualquier tropiezo, cualquier tormenta en un vaso de agua, como el síntoma que todos esperábamos de que el festín ya acabó. Basta asomarse a las páginas de los periódicos de estos días para comprobarlo. Putin declara que le tiene terror, pánico, a la OTAN y que jamás haría nada contra ningún país integrado en ella, lo ha certificado con hechos dejando impunes a los turcos cuando le derribaron un avión en Siria, mataron a sus mercenarios en Libia, alteraron los términos de la pax rusa en el Cáucaso y hasta le han escupido a la cara un propuesta de mediación con Occidente. Y, sin embargo, semejante reconocimiento de las propias miserias, lo hemos percibido como una amenaza terrible de Moscú. Putin ha visitado, tembloroso, una China de la que le separan incontables disputas fronterizas sin que a Pekín le importe lo más mínimo porque sabe que Rusia ya no encierra para ella la menor amenaza, política, militar, económica o de cualquier índole. Esa foto, esa humillante foto de Putin admitiendo su propia insignificancia, la hemos recibido con el pavor de quien oye las trompetas del Apocalipsis. Habrá que ver qué cara se nos queda cuando vayamos a entregarle las llaves de Kiev y él salga huyendo despavorido.
Me equivoqué. Peor aún, no me alegro de haberme equivocado. Incluso peor, no me equivoqué por no prever lo que iba a ocurrir, me equivoqué porque lo vi y me negué a pensarlo, no me atreví a pensarlo. Ése es un error que yo mismo he denunciado muchas veces, que considero imperdonable y que no creo que pueda perdonármelo, el de no atreverse a pensar algo.
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