El debate sobre el estado de nación fue institucionalizado en España por Felipe González tras su primer triunfo electoral. La Constitución no hace referencia a él, por lo que no hay formato ni reglamentación establecida. En la época en que vio la luz, era uno de los momentos culminantes de la legislatura. Se construían elocuentes discursos, se envolvían las trifulcas en bonitos principios y se preparaban pactos de mayor o menor relevancia. Los políticos más destacados de cada partido podían disfrutar de sus minutos de gloria y, lo que aún es más importante, se podían entregar a su tarea favorita: pavonearse sin hacer nada de interés por el ciudadano. Desde que se instauró, nuestra democracia, como la Coca-Cola, ha devenido una democracia zero, es decir, baja en participación ciudadana y baja en libertades. La política, la política de verdad, ha pasado del estrado a los pasillos, salones y despachos donde realmente se decide lo fundamental. Oradores ya no quedan. Quien más, quien menos, es capaz de unir una par de fracesitas haciendo ver que tiene algo que decir. La gente capaz de subirse a la tribuna e improvisar con sentido, abandonó la política hace tiempo. El debate sobre el estado de la nación se ha convertido en un trámite parlamentario más, extremadamente cansino, que nuestros diputados sufren más que disfrutan. Porque, no hemos de engañarnos, lo que se podía pactar, está ya pactado y lo pactado no es otra cosa que dejar fuera del Parlamento, de las cámaras y de los debates cualquier cosa que pueda importarle medianamente al ciudadano interesado en votar. El resultado, el único resultado posible, es que se dedican horas y horas a cualquier cosa menos a debatir, a debatir sobre el Estado o a debatir sobre el estado de la nación.
Si de verdad quiere saber cuál es el estado de esta nación le basta con ser un poco observador y pasear por un parque cualquier día festivo. Comprobará que no es fácil. La totalidad de aparcamientos cercanos a él estarán repletos. El parque en sí rebosará de gente. Verá varios cumpleaños. Entre la gente, podrá seguir el deambular de vendedores que no venden, malabaristas cuyo truco más difícil es conseguir un euro y titiriteros que ni se molestan en pasar la gorra. Los bares, los quioscos, los puestos, estarán vacíos. Más ardua le resultará la tarea de encontrar algún pato si es que el parque en cuestión dispuso de ellos. Las lagunas en que vivían estarán repletas de pan duro flotando sobre el agua. Los niños se abalanzarán sobre cualquier cosa parecida a uno como si fuera una estrella de rock, empeñándose en que el animal picotee el trozo de pan que le ofrecen como los adultos se pelean por un autógrafo de aquélla.
Hubo una época en que la sobrepoblación de palomas supuso un problema para nuestras ciudades. Hubo una época en que, al llegar a adultos, la gente soltaba los patos que había comprado como mascotas para sus hijos en los parques. Hoy la población de patos, como la de palomas, está cayendo a mínimos que no se recordaban desde la época de la gripe aviar. Más de uno, más de dos, muchos más de los que se quiere reconocer, han acabado en la olla de alguna familia que hace poco veía a su alcance engrosar las filas de la clase media. Quien encuentra una excusa, evita los locales al uso, los sitios de diversión infantil y celebra el cumpleaños de los más pequeños entre pinchos de tortilla, aceitunas y patatas fritas en mitad de cualquier zona pública. Y, sobre todo, si hay una festividad, un puente, lo que se atiborran no son las agencias de viaje sino los parques. Éste es el estado de esta nación, cercano a la ruina. Es sobre esta ruina financiera y, sobre todo, moral, sobre la que nuestros gobernantes, nuestros políticos y nuestros libérrimos medios de comunicación, hacen todo lo posible por no hablar.