Hay enfermedades que han marcado épocas enteras. Fue el caso de la peste, de la tuberculosis, de la sífilis y del SIDA. El perroflautismo va camino de convertirse en la enfermedad de la nuestra. Los síntomas son bien conocidos. El sujeto que la padece desarrolla multitud de intolerancias y alergias, reaccionando con virulencia ante la policía, las órdenes, el trabajo y todo lo que huela a valores establecidos. Es una enfermedad típica de jóvenes y suele desarrollar en ellos ese característico gusto por las rastras, las flautas y los perros que le dan nombre. Más que un piso, una cuenta corriente y una hipoteca, estos jóvenes aman el nomadismo. Es bien conocido que todo imperio tiene como subproducto suyo una serie de pueblos nómadas que viven en su frontera exterior y/o en el interior de sus territorios. Son siempre lo otro, los no sometidos al sistema, aquello contra lo que hay que combatir y que, precisamente por eso, acaban por servir para que el imperio defina sus límites. Como tales, no son lo contrario a él, sino, precisamente, una de sus partes constitutivas, por lo que la presencia de estos perroflautas en las plazas públicas, en las calles, en las fiestas de los pueblos, no dejaba de ser una anécdota.
Un día, unos opinadores profesionales de esos que llenan las radios españolas (¡si Platón levantara la cabeza!), ante la evidencia de que sus oyentes habían dejado de seguir las consignas predigeridas que acostumbraban poner en sus cabezas, diagnosticaron un perroflautismo generalizado en las manifestaciones populares del 15 M. Cierto que en ellas no sólo había jóvenes, no se escuchaban flautas y los perros brillaban por su ausencia. Sí había un regusto contra lo establecido, ese juvenil aire de querer cambiar las cosas, un deliberado intento de anteponer las personas a las cifras, las ideas a las monedas, la decencia a la conveniencia. Se trataba, desde luego, de la mutación del agente patógeno original, una mutación que lo convertía en mucho más peligroso. Primero porque se difundía de un modo exponencial por las calles y las redes sociales. Segundo porque ya no afectaba a grupúsculos nómadas, cualquiera podía resultar contagiado.
Desde entonces, la lista de enfermos de perroflautismo no ha hecho más que incrementarse, produciendo un impacto social cada vez más grande. Ha habido de todo: sindicatos policiales, familias enteras que acudían a las manifestaciones como si fuesen fiestas, economistas, desde premios Nobel como Joseph Stigliz a peces gordos de Intermoney como José Carlos Díez... El 25 de septiembre vimos algo difícil de olvidar. Los usuarios de la estación de Atocha en Madrid sufrieron un súbito contagio a resultas del cual se lanzaron a golpear salvajemente las porras de los antidisturbios con sus cuerpos. El último colectivo que ha resultado afectado ha sido el de los jueces. Ya hemos mencionado en este blog el caso del juez Pedraz, que ha sido para esta enfermedad lo que Rock Hudson fue para el SIDA. Más recientemente, un vocal, por lo demás, conservador, del Consejo del Poder Judicial, reconocía públicamente ser un afectado al pedir en un informe, nada más y nada menos, que cambios en las leyes sobre desahucios para proteger a los más desfavorecidos. Después, hemos sabido de jueces a los que "les pica la toga", de decanos del mismo cuerpo que piden por escrito el cambio de la ley, de sentencias que buscan resquicios en el marco legal existente... Es una demostración palpable de hasta qué punto es peligrosa esta enfermedad.
Las leyes para facilitar el desahucio de los propietarios de una vivienda parecen ser uno de los pilares centrales de la convivencia y el buen orden en nuestro país. Lo demuestra el hecho de que tienen más de un siglo de antigüedad. Ni la República, ni Franco, ni los sucesivos gobiernos democráticos, por mucho que se proclamaran "de izquierdas", han alterado una sola coma de ella, no vaya a ser que los españoles lograran sacudirse los pesados grilletes de las hipotecas, que mantienen sus pies bien pegados al suelo. Hace unos meses, ese ejemplo de simpatía y buen humor que es el Sr. de Guindos, sufrió un leve episodio de perroflautismo y lanzó un manual de buenas prácticas para las entidades financieras en el que les pedía un poco de consideración. Afortunadamente para los hombres de bien de nuestra patria, se recuperó pronto y, desde entonces, no ha movido una ceja ni por los ciudadanos que se han tirado por el balcón cuando las fuerzas para mantener la seguridad del Estado (de cosas), es decir, la policía, acudía a echarlos de sus casas.
Lo último es todavía peor. La enfermedad ha llegado a Europa. Nada menos que la Comisión Europea ha hecho saber al gobierno español que los propietarios que no pueden afrontar el pago de una hipoteca son, ante todo, clientes de una entidad, no delincuentes, y que en el corazón mismo de la legislación europea está el hacer, por lo menos, como si se protegiese a los débiles de los todopoderosos.
Los políticos españoles, que empiezan a sentirse como los protagonistas de The Walking Dead, rodeados de enfermos por todas partes, han decidido que, lo mejor para escabullirse, es hacer como si ellos también estuviesen afectados. Ahí tenemos el bonito espectáculo del PPSOE, mostrándose como lo que son, una panda de medradores, que no dudan en salvarse la cara unos a otros, porque tienen intereses comunes, pactando una ley que no soluciona nada, pero disimula un montón. Semejante mendacidad no podía dejar de tener émulos y CiU ya ha anunciado su intención de subirse al carro, por el bien de los ciudadanos, claro. Lo que no está tan claro es por el bien de qué ciudadanos, los que no tienen para pagar una hipoteca o los que se están enriqueciendo con el sufrimiento ajeno. En cualquier caso, quede como quede la ley, difícilmente va a impedir que el perroflautismo se siga extendiendo.