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domingo, 23 de febrero de 2014

Y ahora... ¡Drácula!

   Es muy curioso cómo se interpreta el personaje de Drácula en función del género. Para las mujeres, es un símbolo del erotismo, un personaje morboso y atractivo. Para los hombres, es el símbolo del chupasangre, del explotador que vive del esfuerzo nutritivo de los demás. Ambas visiones de Drácula tienen su fundamento. La sexualidad desbordada, el atractivo de técnicas amatorias refinadas, el erotismo que conduce a la liberación, están muy presentes en la novela de Bran Stoker quien, como buen victoriano, no desaprovecha ocasión para hablar de sexo aunque no lo pareciera. La monstruosidad de utilizar a los seres humanos como carnaza para conseguir los propios fines, el destruirlos física y moralmente para sobrevivir, en definitiva, el arrebatarles el aliento de vida, está en el personaje real, ese Vlad III, héroe nacional rumano, que no dudó en aliarse con quien le convino y empalar a todo bicho viviente que se cruzó en sus intereses. Si este Vlad III es un antecedente de El Príncipe de Maquiavelo, el Drácula de Stoker es la viva encarnación del Übermensch nietzschiano. Se trata, en efecto, de alguien noble, de refinada sabiduría, que dispone de un tiempo infinito y lo dedica a transmutar todos los valores, a invertir la moral cristiana. Su único interés es ir ampliando poco a poco la comunidad de semejantes con los que establecerá una sana competición por las víctimas potenciales. Frente a él está la masa de ignorantes, capitaneada por el más ignorante de todos, el científico. El rebaño se aferra a su fe cristiana o, lo que según Nietzsche es lo mismo, a la fe en unas verdades últimas e inmutables. Que el bueno de Stoker acabe matando a Drácula justo cuando Nietzsche anunciaba la muerte de Dios, sólo puede ser visto como un artificio para tranquilizar conciencias. Porque lo cierto es que Drácula siguió viviendo.
   Si recordamos que la primera película pornográfica es un año anterior a la publicación del Drácula de Stoker (por cierto, su director, Albert Kirchner, tiene también el honor de haber sido el primero en dirigir un film sobre la vida de Cristo), debe extrañarnos que el hombre-vampiro tardara tanto en aparecer en la gran pantalla. Y es que los herederos de Stoker no veían claro ceder sus derechos. De aquí, que el primer Drácula ni siquiera se llamase así. Es el mucho menos erótico, pero bastante más inquietante, Nosferatu de Murnau. A partir de ahí, Dráculas, draculines y draculones, los ha habido por docenas, de todos los tipos, tamaños y colores. En nuestra época, en la que el sexo, descrito más que insinuado, está presente en las pantallas pequeñas, medianas y grandes, en la que se lo vende en cajas, en pastillitas y a pilas, Drácula ha acabado teniendo tan poco atractivo como un viejo verderón. Las nuevas versiones del personajes son, como la margarina, como el tabaco, como la masculinidad y la democracia, light. En la muy reciente saga Crepúsculo hemos podido ver a un joven vampiro cuya lascivia se reducía a tener una novia y casarse cristianamente con ella como está mandado. Peor aún es la serie True Blood, cercana, por fin, a su última temporada. En la era post-sida, los vampiros prefieren beber un sucedáneo de sangre embotellada, que seguro que ya ni sabe a sangre ni  y a la que dentro de poco comercializarán con aroma a vainilla. Tampoco vayan Uds. a creerse que conservan ese aura de nobleza que da la capa y el castillo, para nada. Vampiro puede ser cualquiera, un sheriff, una prostituta y hasta una camarera. El Übermensch ha devenido un miembro del rebaño más, pues hoy día, ni siquiera a los vampiros se les permite atentar contra el orden establecido. Eso sí, participan en sanguinolentas orgías, no vaya a pensar alguien que el sexo puede ser liberador.
   La domesticación de Drácula, el encorsetamiento de su sexualidad desbordada, la acomodación de sus valores a los del común de los mortales, ha corrido paralela al hecho de que las monstruosidades se han convertido en rutina, ya no hace falta esperar la declaración de un periodo histórico excepcional para cometerlas. El resultado es que algunas facetas de monstruos tan queridos, han dejado de formar parte del imaginario colectivo. Es el caso de Drácula como símbolo de la explotación. El mismo término “explotador” ha dejado de formar parte del léxico de los sindicatos marxistas. Se habla de “infringir los derechos de los trabajadores”, de “incumplir la reglamentación”, de “abusar de la confianza”, pero ya nadie explota, salvo los terroristas suicidas. De hecho, ya ni siquiera quedan “empresarios”. En España el término “empresario” se ha convertido en sinónimo de marido/novio/amante de la famosilla de turno. Es una pena porque “empresario”, antes de adquirir connotaciones peyorativas, designaba a quien ponía en marcha una empresa, esto es, un proyecto que resultaba común a todos los embarcados en él, bien poniendo el dinero, bien aportado su esfuerzo físico. El término que se usa hoy día es “emprendedor”. Emprendedor es alguien que emprende, es decir, que contra los vientos del papeleo administrativo y las mareas de trabajadores que quieren, al menos, dar su opinión sobre lo que hacen, pone en marcha un proyecto, que ya no es de todos los que colaboran en él, sino suyo personal. La cantinela de que vampiros puede haberlos en los institutos y en los bares, porque cualquiera puede ser un vampiro, no es por tanto, otra cosa que la pesada broma de que el capitalismo es compatible con el pleno empleo porque cualquiera puede convertirse en "emprendedor".

martes, 21 de junio de 2011

Lo llaman crisis y no lo es


   La mejor descripción del capitalismo que conozco aparece en Uno, dos, tres, por boca de un joven comunista de la DDR a punto de alcanzar un título nobiliario. Dice así: "el capitalismo es como una sardina podrida, brilla ¡pero apesta!" En efecto, lo que ha hecho al capitalismo el sistema económico imperante no es su eficacia a la hora de aprovechar los recursos, ni su eficiencia en la distribución de bienes, ni su capacidad para incorporar innovaciones tecnológicas. Lo que hace superior al capitalismo es que brilla y mucho. Es estéticamente atrayente. Cualquiera que tuviese la oportunidad de pasear alternativamente por las calles del Berlín Este antes de la caída del muro y por las del Oeste, no tendría la menor duda de qué sistema era el mejor. Los anuncios de neón, los escaparates, el arco iris sin fin de los anuncios, conferían una alegría, un fulgor a las calles del Berlín occidental que la oferta cultural del comunismo no podía igualar. El propio Billy Wilder, para quien esta idea parece haber sido una obsesión, lo cuenta con detalle en Ninotchka. La gélida comisaria soviética acaba convertida al capitalismo gracias a las luces de París, un disparatado sombrero y el bigotillo de Melvyn Douglas.
   Los filósofos en general han entendido mal hasta qué punto los ideales estéticos son un poderoso motor de conducta. Cuando Marx analizaba el capitalismo de su época no acababa de ver por qué los individuos se enrolaban en un sistema tan perverso y aportaba como única explicación que se veían forzados a ello. Ningún sistema funciona durante mucho tiempo si la recluta de participantes en él se hace por la fuerza y el capitalismo dura ya demasiado. Los obreros nunca bajaron a la mina porque alguien les azotara. La levita del burgués, los restaurants recién importados de París, los lujosos coches y los empolvados lacayos, ejercían sobre ellos una fascinación como la que ejerce la luz sobre los mosquitos. Desde entonces el capitalismo no ha dejado de embrujarnos con visiones cada vez más sofisticadas y hermosas. De hecho, se ha inventado un aparato cuya única finalidad es embaucarnos cotidianamente, con su promesa infinita de un mundo mejor.
   Digámoslo de otra manera. El capitalismo es el mejor sistema económico que existe porque es el que con más profusión genera ilusiones. Vivimos en un mundo de ilusiones continuamente recreadas a nuestro alrededor para que no nos demos cuenta de que la sardina está podrida. Existen infinidad de ellas, pero aquí quisiera centrarme en dos.
   La primera es la que yo llamaría la ilusión de los lunes por la mañana y figuraba como lema a la entrada de Auschwitz. Somos atraídos hacia un trabajo que nos empobrece física y/o mentalmente gracias a la ilusión perpetua de que el trabajo nos hará libres. Sí, es lunes y nuestro jefe nos va a cantar las cuarenta delante de todo el mundo y la montaña de papeles que me aguarda da miedo, pero... el año que viene me espera un ascenso, las vacaciones se acercan, el próximo fin de semana me lo voy a pasar de lujo o, lo mejor de todo, dentro de poco me podré comprar... Demostrar que es simplemente un espejismo es fácil. Esta ilusión se propaga a lo largo de todas las jerarquías laborales. También nuestro jefe cree tener al alcance de la mano el ascenso, las vacaciones soñadas, o la compra del fueraborda. Ascender, económica o socialmente no significa alcanzar los sueños deseados, significa cambiar de segmento, es decir, que el sistema proyectará para nosotros otro tipo de espejismos que nos hagan seguir hacia delante. Y cuando parece que ya no hay forma alguna de ilusionar a la gente, el capitalismo siempre se saca de la chistera su conejo favorito: "gracias a mí puedes tener suerte". A este conejo se le suele llamar lotería, quinielas o cupones. Siempre hay una zanahoria delante de nuestro hocico, lo bastante jugosa para que sigamos moviendo la sempiterna noria de lo mismo.
   Si analizan la biografía de las personas que conocen, de sus jefes, de los triunfadores y fracasados de esta vida, descubrirán que, en realidad, el trabajo no hizo nunca libre a nadie. Todo lo más, el trabajo unido a un golpe de suerte, el sacrificio durante años por una visión, una amplia red de contactos sociales cuya fuente última suele ser la familia, permitió a un puñado reducidísimo de individuos alcanzar sus sueños. Diferentes estudios lo indican, el ascensor social está parado, la cantinela de que cualquiera puede triunfar si se esfuerza es mentira. Los hijos de obreros acaban siendo obreros y los hijos de familias pudientes acaban teniendo pudientes negocios con contadísimas excepciones. El sacrificio, el esfuerzo, la sucesión interminable de lunes horrorosos, puede llevarnos a subir un tramo o dos en el IRPF... hasta que nos jubilemos. Poco más.
   La segunda ilusión que deseo citar es una ilusión de cuño reciente. Se trata de la ilusión de que el capitalismo funciona porque los ricos reparten su dinero en forma de salarios, inversiones, consumo, etc. Es una ilusión que no existía en la época de la Revolución Industrial porque, entonces, el mismo patrono que te empleaba, te alquilaba una casa y te vendía el alcohol en su cantina, con lo que quedaba muy clara la dinámica del sistema. La externalización contribuyó a oscurecerla. Así surgió una ilusión que el propio John Rawls presupone como una verdad absoluta en sus planteamientos y que los neocons convirtieron en bandera de sus propuestas como si fuera un hallazgo. En realidad, el capitalismo funciona precisamente por lo contrario, porque siempre encuentra maneras de que quienes tienen menos le  den dinero a quienes tienen más. Hay varias formas en que esto puede llegar a ocurrir. La más simple es cuando pagamos el recibo de la luz.
   Una forma un poco más compleja es la que ha tenido lugar en los últimos años. Comienza por un generoso patrón que reparte dinero en forma de salarios entre personas menos ricas. Digamos, 2.000 € mensuales. No está mal, son 28.000 € al año. Una pequeña fortuna. ¿No se compraría con este dinero el coche de su vida, el coche que le hará libre, feliz, la envidia de sus vecinos? Claro que su vecino está en la misma dinámica que Ud. Es posible, por tanto, que en los últimos años Ud. se haya comprado no uno sino dos coches de su vida. ¿De cuanto dinero estamos hablando? ¿30, 40, 50.000 euros? Bueno, han pasado unos años, el FMI, la OCDE, las agencias de calificación, todo el mundo dice que todo va bien. ¿Por qué no atreverse con la casa de sus sueños, la casa que le hará libre, feliz, la envidia de sus vecinos? Sólo tiene que llevar fotocopia de sus dos últimas nóminas al banco. Una casa a cambio de dos papelillos de nada. La vida es de los que se arriesgan. ¿Tiene ya la casa y el coche de sus sueños, esos que estaba harto de ver en televisión? Bien pues ahora está Ud. en el paro. ¿Cuál es el saldo neto de siete, ocho años de bonanza? ¿cuánto ha ganado gracias a la generosidad de quienes tenían más que Ud.? En realidad tiene 226.000 € menos que antes de empezar el ciclo de bonanza. Eso si no ha confiado Ud. en el buen corazón de quienes tienen más dinero que Ud. y ha "refinanciado" su deuda o se ha embarcado en una de esas hipotecas que "para facilitarle la vida" implicaba pagar menos los primeros años y más después.
   La casa de sus sueños, la que le haría libre y feliz, costaba 300.000 € euros sobre el papel. Con los intereses de la hipoteca y la subida del euribor tendrá suerte si se le ha quedado por debajo de los 400.000 €. "Bien, se me dirá, pero tengo una casa". ¡Enhorabuena, ha llegado el momento de ver qué había en su sobrecito! ¿Habrá dinero de verdad? ¿habrá estampitas? Ni una cosa ni otra. Lo que hay es un papel que pone "puede valer por 200.000 €". Ése es el precio por el que algún día, no hoy, podrá vender la casa por la que tendrá que pagar hasta dentro de doce años el doble. ¿Qué ha pasado? Es un viejo truco de los tahures del póker. Al novato que llega a la partida hay que dejarle ganar al principio, de este modo se le podrá sacar todo después. Esto es cuanto hay tras la propaganda que exige facilitarle la vida a quienes poseen más recursos porque acabarán invirtiendo. 
   Los artesanos del timo de la estampita saben que, una vez realizado el intercambio hay que quitarse de en medio antes de que el primo abra el sobre. Cuando este timo se realiza a gran escala, no hay posibilidad de salir por piernas, de modo que se busca una supuesta explicación que impida a las víctimas del timo, es decir, a toda la población, darse cuenta de su condición de timados. La mejor manera de hacerlo es diciendo que "hay crisis". La "crisis" es, simplemente, el momento final de la partida, cuando todas las cartas han sido ya repartidas y sólo queda ajustar las cuentas para ver quién tiene que pagar a quién y ¡miren qué casualidad! les toca pagar a quienes llegaron con menos dinero a la timba.