Tener un fin en la vida nos ayuda a justificar los esfuerzos, a racionalizar los malos momentos y a no fijarnos demasiado en cosas que, de otro modo, nos parecerían trascendentales e inquietantes. Pero para llegar a la felicidad hacen falta también otros componentes. Cuántos y en qué cantidad depende, en buena medida, de la persona de la que se trate. Sin embargo, dos de ellos deben entrar inevitablemente en la fórmula. El primero lo hallaron los estoicos. Estos filósofos, cifraron el objetivo del sabio en la imperturbabilidad, en la absoluta tranquilidad de espíritu. Para ello recomendaban alejarse de las pasiones y llevar una vida enteramente racional. Sinceramente, no creo que los seres humanos pudiésemos ser felices comportándonos como si fuésemos Robby, el robot de Planeta prohibido. Sin embargo, algo de tranquilidad de ánimo sí que hace falta para alcanzar la felicidad. La proporción que se necesita es, aproximadamente, la que reduce a la mitad nuestras preocupaciones. Voy a explicarme.
El término "preocupación" tiene dos sentidos, emparentados aunque diferentes. El primero implica ocuparse con antelación de algo. Nos preocupamos por un viaje cuando reservamos habitación en un hotel, compramos un billete de avión, hacemos la maleta... Pre-ocuparse de algo en este sentido es bueno, de hecho, es imprescindible para que las cosas rueden por el camino adecuado. El otro sentido del término "preocupación" es la inquietud o temor que genera un acontecimiento presente o futuro. Nos preocupamos en este sentido si nos da miedo volar y, desde el momento en que compramos el billete, estamos dándole vueltas a la cabeza con lo que va a suponer para nosotros ese trance. En este sentido, las preocupaciones son malas, nefastas de hecho. "Preocuparse" en este sentido significa vivir anticipadamente el dolor o sufrimiento que va a conllevar una situación todavía por venir. Pueden ocurrir dos cosas, la primera es que resulte que la experiencia en cuestión no sea para tanto, con lo que habremos pasado unos días de sufrimiento absolutamente inútiles. La segunda es que la experiencia sí fuese para tanto, es decir, con nuestra preocupación habremos pasado dos veces un trago que no queríamos pasar ni siquiera una vez.
Los estoicos recomendaban alejar todas las preocupaciones con un razonamiento muy simple. Si el problema en cuestión está en nuestras manos, no hay que preocuparse porque lo resolveremos. Y si no lo está, ¿para qué preocuparse? va a ocurrir de todas maneras... Obviamente, este argumento no dice nada, porque lo que realmente nos mantiene en vilo es si el problema que nos traemos entre manos va a caer en la primera categoría o en la segunda. Quizás lo mejor es pre-ocuparnos de tomar todas las disposiciones que nos puedan llevar a salir ilesos de la tormenta y, una vez hecho esto, abandonarnos tranquilamente a disfrutar del paisaje porque, al fin y al cabo, ni se nos puede exigir nada más ni tampoco podríamos haberlo hecho.
Si ha conseguido despejar de preocupaciones el futuro, el otro ingrediente de la felicidad le resultará fácil de conseguir, pues se trata de despejar de preocupaciones también nuestro pasado. En esencia se trata de eliminar esa malévola tendencia de nuestra memoria a machacarnos con recuerdos dolorosos. Conseguirlo pasa por comprender que, en realidad, no recordamos las cosas como fueron, sino como las hemos contado (a nosotros o a los demás) una y otra vez. Los recuerdos no son testimonios de lo ocurrido, sino partes de algo que en psicología se llama el "autorrelato" o la "autonarración". En el género de vida que llevamos es muy normal la esquizofrenia autonarrativa. Uno va al banco a contarle al encargado de darnos el crédito que nuestra empresa tiene más de mil clientes y genera unos beneficios de seis cifras anuales. A continuación nos entrevistamos con un inspector de Hacienda y le contamos que casi todos nuestros clientes son morosos y que hemos ganado un 50% menos que el año anterior. Lo más probable es que ambas historias sean verdaderas, por tanto, ¿cómo va nuestro negocio? Pues... depende de cómo lo contemos. Otro tanto ocurre con nuestras vidas.
No se trata de mentirnos a nosotros mismos ni de pintar nuestra historia con bonitos y falsos colores rosas. De lo que se trata es de aprender a narrarnos nuestra propia historia de modo que, por un lado, queden resaltados esos logros que todos tenemos y, por el otro, se dote a todo lo demás de un carácter constructivo. Cierto que hubo una ocasión en que nos comportamos de un modo vil y que el recuerdo de aquellos hechos nos causa dolor. Ahora bien, precisamente ese dolor, me muestra que no soy una persona vil, que aprendí de aquello y que gracias a esa experiencia sé mucho mejor quién soy y cómo me comportaré en el futuro, es decir, fue una experiencia necesaria. O, si lo prefieren, me expresaré como lo hacen los psicólogos. El modo correcto de contar la historia es "yo intenté conseguir un trabajo mejor y fracasé" y no "yo soy un fracasado". Este pequeño tránsito es fundamental porque convierte nuestro pasado en algo que no determina el futuro y nos lleva a buscar las causas de nuestras desgracias más allá de un destino inevitable o una conspiración universal.