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domingo, 25 de marzo de 2012

Requiem por el periodismo

   Se han celebrado estos días unas jornadas patrocinadas por cierto grupo editorial, acerca de la situación actual del periodismo. Se intuía que algo no iba bien, especialmente, porque los ingresos por publicidad han caído sensiblemente y, como se sabe, éste es un factor esencial para el periodismo "independiente". Lo cierto es que esas jornadas han hecho saltar todas las alarmas. El tema estrella ha sido la muerte del periodismo. Tal diagnóstico ha generado un estupor sólo comprensible si se lo pone en su debido contexto. Hace ahora 20 años, un memo, no por casualidad, asalariado del Departamento de Estado de los EEUU, publicó un libro de gran impacto llamado El fin de la historia y el último hombre. Partiendo de unos análisis dignos de un mal estudiante de bachillerato, su autor, Francis Fukuyama, lanzaba la teoría (que, por cierto, no es suya, sino de Hegel, quien, a su vez, se limitó a incluir en su sistema una antiquísima tesis milenarista), de que, con la caída del muro de Berlín, habíamos alcanzado (de nuevo) el fin de la historia. La única novedad ingeniosa en este caso es que tras el fin de la historia nos aguardaban los felices tiempos del libre mercado y el juego democrático y no los jinetes del apocalipsis (aunque, la verdad, no sé qué da más miedo). Fukuyama, que conocía mejor las leyes del marketing que los escritos de Hegel, se cuidó mucho de añadir por detrás el corolario de que los historiadores eran un género en extinción. Cuando hubiesen acabado de establecer todo lo que ocurrió antes de 1989, habrían terminado de escribir la historia. Su lugar sería ocupado por los nuevos cronistas sociales, a los cuales se les abrirían las puertas de las academias, simplemente por tomar nota fiel de los discursos de nuestros gobernantes. Tal perspectiva llenó de ilusión a los periodistas, quienes no se cansaron de jalear el talento y brillantez del mencionado ensayo y de su egregio autor.
   El libro cumplió su función: supuso la última puntilla en una izquierda que, a partir de entonces, hasta abandonó su identificación con el lugar de la cámara que ocupan para colgarse la ambigua etiqueta de "progresistas" e hizo que los periodistas abandonaran cualquier cosa relacionada con el periodismo de investigación como algo arcaico y fuera de lugar en las modernas sociedades tecnológicas. Pero, claro, lo malo de ganarse la vida anunciando que se avecina una catástrofe es que, al final, más pronto o más tarde, el día llega y uno tiene que buscarse otras fuentes de sustento. Existen varias posibilidades. Una de ellas es afirmar que la catástrofe no ocurrió gracias a que el profeta de la misma trabajó para que no ocurriera (como hicieron los que se lo llevaron calentito con el efecto 2000). Otra es echarle la culpa a alguien que, lejos de salvarnos, ha pospuesto lo inevitable, agravando así su magnitud. Fukuyama ha elegido esta segunda opción y anda por ahí echando pestes de sus patronos neoconservadores y tratando de demostrar que siempre luchó contra ellos (desde dentro, por supuesto, que fuera hace frío). No obstante, Fukuyama tenía razón. La historia ha muerto, la historia entendida como lucha bipolar capaz de dar sentido a todos los acontecimientos periféricos. Lo que ahora tenemos es lo que, en realidad, siempre tuvimos, antes de la anomalía que supuso la irrupción de los EEUU y Marx en el devenir de los pueblos, una infinidad de historias que se entrelazan, superponen y aíslan de modo confuso y heterogéneo.
   Quienes se han quedado con el culete al aire han sido los periodistas. No han entrado en la academia y, además, han sido sobrepasados por una legión de cronistas mucho más minuciosos, profesionales y cercanos a la noticia, los blogueros. Espantados, descubren que, ellos sí, se han vuelto prescindibles. Una experta señalaba que el periodismo hubiese evitado fácilmente su muerte de no haberse suicidado y esta consideración lanzó, de inmediato, a los periodistas a ver cómo podían interpretarla para aguarla lo más posible. Evidentemente, la mejor manera de hacerlo era afirmar que lo que estaba en vías de extinción no era el periodismo, sino el "mal" periodismo. Sin pretenderlo, se ha puesto el dedo en la llaga. En efecto, ¿qué es el "periodismo malo"? Veamos un ejemplo reciente.
   En las portadas de muchos "buenos periódicos" puede leerse aún las secuelas del "caso Merah", un joven terrorista francés que mató a cuatro judíos (tres de ellos niños). Como informa la prensa, se trata de un islamista que recibió formación en Afganistán, se radicalizó en la cárcel y mataba por Alá. Tras una brillante operación de cotejo de datos, la policía logró cercarlo y, pese a la orden presidencial de llevarlo ante los tribunales, no tuvo más remedio que matarlo de un certero disparo. Ahora se investigan sus posibles conexiones, pues, como todo el mundo sabe, los terroristas islámicos no suelen actuar solos. Mientras, sesudos expertos hablan de las nuevas caras de Al-Qaeda y debaten acerca de si los servicios secretos debieran quebrantar más libertades civiles con la excusa de identificar individuos así, antes de que maten. Todo un caudal de noticias bien contadas... bien contadas para los intereses de los poderes establecidos con quienes los periodistas colaboran de un modo cada vez más descarado.
   Merah fue detenido en Afganistán por recibir entrenamiento sobre el manejo de explosivos, ¿por qué no atentó con explosivos? Aseguró haber matado a judíos por su trato al pueblo palestino, asunto más que secundario en las diatribas de Al-Qaeda que sólo ocasionalmente ha atentado contra intereses israelíes. Está claro que era un islamista radical, pese a que sus conocidos aseguran que, como mucho, respetaba el ramadán. Mató a tres soldados franceses porque las tropas de Francia matan a sus hermanos en Afganistán, aunque los tres muertos eran magrebíes, mucho más hermanos suyos que los pastunes. En realidad, el certero disparo que lo mató fue más bien un ráfaga y va resultando cada vez más evidente que, por más que el presidente diera públicamente la orden de llevarlo vivo a los tribunales, los policías recibieron instrucciones en un sentido diametralmente opuesto. ¿Qué terrorista elegiría como arma para cometer sus atentados un Colt 45, la pistola de los vaqueros del Oeste? ¿Quién era su ídolo, Osama bin Laden, Carlos el Chacal o Terminator? ¿Por qué ningún periodista se ha hecho la pregunta obvia, a saber, si de verdad era un terrorista o, simplemente un sociópata, ansioso de encontrar excusas? ¿Qué hemos presenciado, la voladura del metro de Madrid trasladada a Toulouse o el asalto a un instituto norteamericano por parte de un lunático?
   En todo terrorista hay un importante factor de rencor, de venganza, de resentimiento hacia aquello contra lo que se atenta. Cuando se trata de un terrorista solitario, es muy difícil establecer si este factor es el determinante frente a una ideología que no va estar trufada de los lugares comunes que suelen identificar a los grupos, porque no hay tal grupo. De ahí la necesidad que sienten estos personajes por explicarse, a ser posible extensamente, caso de Unabomber, de Timothy McVeigh  o del asesino de Utoya (*). ¿Hasta qué punto puede hablarse de terrorismo y hasta qué punto son simples perturbados mentales? ¿Por qué ningún periodista ha escrito acerca de estas cuestiones? Muy fácil. El periodista que lo hubiese hecho se habría quedado sin titulares como "el muyahidín de Toulouse" o "el yihadista solitario". Todavía más, ésos eran los titulares que tenían que ser impresos. En medio de una campaña electoral como la francesa, Sarkozy necesitaba esos titulares para mostrar su papel de gobernante serio, decidido y capaz de proteger al pueblo francés. Hollande necesitaba esos titulares para acusar al presidente de haber fracasado en sus políticas de integración y pacificación de la banlieu. Hasta Le Pen necesitaba de ese titular para intentar capitalizar el miedo. La policía necesitaba de esos titulares para evitar recortes en época de crisis. Los expertos en terrorismo necesitaban esos titulares para justificar seis años lanzando alarmas acerca de la proximidad de un atentado en Francia como los que ya habían sufrido los EEUU, Inglaterra y España. Rápidamente, los periodistas acudieron, cual perritos falderos, a dar el titular que se necesitaba.
   Si, efectivamente, está próxima la muerte del periodismo, creo que será otro funeral en el que no lloraré.


   (*) Por cierto, ¿por qué, para los periodistas, los asesinos siempre son personas "normales" y "muy inteligentes"? ¿porque las personales normales son muy inteligentes? ¿porque conviene sospechar de las personas muy inteligentes aunque normales? ¿porque si uno desconfía de las personas normales y de las inteligentes ya sólo puede confiar en los periodistas?