En el discurso del XVIII, el justificante último de las medidas disciplinarias siempre fue el miedo, el miedo sanitario. Dado que locos, mendigos y enfermos en general, podían contagiar de sus males al global de la población, nada mejor que encerrados en lugares “apropiados”, los “hospitales generales”. Ahora bien, en esa época, las más elementales medidas de asepsia eran desconocidas por completo, incluso en la práctica médica habitual. Por tanto, los hospitales generales se convirtieron en focos de contagio de enfermedades más que en instituciones dedicadas a su curación. Era imposible, pues, garantizar, a la vez, la ausencia de contagios en la población amenaza de encierro y la ausencia de contagios en la población efectivamente. Sólo posteriormente, de hecho, en el siglo XIX, con la introducción de renovados protocolos médicos, podrá atribuírsele con pleno derecho al hospital un carácter curativo.
En el siglo XX, la enfermedad, el contagio, el higienismo, el control médico de la población, ha sido externalizado, pasando del Estado a otra institución aún más poderosa: la industria farmacéutica. El pánico que la posibilidad de enfermar causa ya no se utiliza para justificar la imposición de medidas disciplinarias, al menos, de entrada. Su utilidad práctica es mucho más sutil, aumentar el consumo. Hay que aterrorizar a los ciudadanos con enfermedades improbables para consumir. Consumir, en primer lugar, medicinas y, después, cualquier cosa ante la expectativa de una vida en continuo riesgo. Por tanto, si los Estados quieren seguir imponiendo medidas disciplinarias, si quieren seguir ejerciendo su poder sobre los ciudadanos, sometiéndolos a control e impidiendo cualquier reacción de éstos a restricciones de las libertades ya acordadas contra ellos, es preciso infundirles miedo con otra excusa.
Casualmente la progresiva derivación del uso del terror médico a manos privadas, vino acompañada desde finales del siglo XIX por el aumento de la atención hacia el terror de origen “político”. Los ciudadanos que ya no aceptarían quedarse en sus casas por una epidemia, cierran disciplinadamente sus ventanas por temor a un atentado. La mano de la que ya no tememos que nos contagie una enfermedad es la que vemos ensangrentada en cuanto sabemos que se utiliza para rezarle a cierto dios. Tenemos derechos como pacientes, pero no si se trata de perseguir a quienes son sospechosos de poner bombas. El ensañamiento médico es indefendible, la tortura de los terroristas no.
Si se trata del terrorismo todo está permitido. Los Estados lo saben, por eso existe el terrorismo. ETA mató en España alrededor de 800 personas en más de cuarenta años de existencia. La gripe mata cada año unas 1.400 personas en nuestro país. El atentado de las Torres Gemelas causó algo más de 3.000 víctimas, la décima parte de los muertos anuales por accidente de tráfico en EEUU. 56 personas murieron en el atentado de 7 de julio de 2005 en el metro de Londres. Ese año las estadísticas de muertos en el metro se doblaron, pues su media es de unos cincuenta muertos al año, la mayoría, suicidas.
Acabar con el terrorismo exige medidas extremas, de acuerdo, pero ¿por qué no las exigen también la gripe, los accidentes de tráfico o los intentos de suicidio en el metro? ¿cuántas vidas se hubiesen salvado de dedicar a estas tres simples cuestiones la riada de millones invertida en la lucha contra el terrorismo? ¿por qué no se hace? La respuesta parece obvia, porque no se trata de salvar vidas. De lo que se trata es de controlar a la población, de meterse en sus existencias, en sus casas, debajo de sus sábanas, escudriñar sus comportamientos, sus pensamientos, sus más íntimos deseos. Se trata de prevenir cualquier acto de rebeldía, cualquier forma de asociación fuera de los marcos institucionales (es decir, inocuos para el sistema), de cercenar, en su misma raíz, cualquier cosa que suene a un atisbo de cambiar las cosas, a un amago de impedir que sigan capitalizando el poder los mismos de siempre. De eso es de lo que se trata.
Bernardo Provenzano, el que fuera máximo dirigente de la Cosa Nostra siciliana desde principios de los 80 hasta su detención en 2006, mantuvo cohesionada una compleja organización transoceánica mediante los pizzini, trocitos de papel con mensajes mecanografiados. Desconfiaba de los teléfonos, los ordenadores y demás medios modernos. ¿Qué dificultad hay en dirigir una organización terrorista, en general, mucho más pequeña y disciplinada, por un procedimiento semejante? ¿Cuánta seguridad nos otorgaría frente a una organización de ese género entregarle toda nuestra intimidad a un centro de espionaje? Las víctimas del atentado de Boston, el personal del consulado en Bengasi, los dos muertos en el atentado de Atlanta durante los Juegos Olímpicos, ¿a cambio de cuánta seguridad dieron toda su privacidad? ¿Quién obtiene el 100% de seguridad por la entrega de toda nuestra intimidad, de lo que, en definitiva, nos constituye como seres humanos dignos? ¿los ciudadanos o los que velan por que nada cambie jamás y sus compinches, los que sacan tajada del statu quo?