Hace tiempo que Adorno denunció el hecho de que la música había dejado de ser una creación estética para devenir un simple producto del mercado. Todo cuanto pudiera haber en la música de originalidad, de esfera autónoma hecha por sujetos no sometidos a estándares, ha desaparecido. Ya no se trata de ofrecer alternativas a la realidad, es pura duplicación de la realidad, una copia tosca y embustera que no duda en autoproclamarse superficial y frívola porque lleva en su seno su inmediato recambio, otra copia no menos superficial y frívola, pero sutilmente modificada respecto de la anterior. La música de la industria resulta así inseparable de la moda. Como en todo mercado debidamente estandarizado, los consumidores no pueden dejar de pedir los mismos platos precocinados de siempre, si bien bajo envases distintos para impedirles caer en la abulia compradora, pues estamos convencidos de que el envase es el producto como el medio es el mensaje.
El caso más típico de cuanto venimos diciendo, señala Adorno, es el de las bandas sonoras. La música, aplicada al cine, sólo tiene valor por su capacidad de estimular al espectador, de restablecer la continuidad rota con la sucesión de planos, de constituirse en un elemento dramático en el desarrollo épico y elemento épico en el planteamiento dramático. De hecho, la etiqueta "banda sonora" no designa tanto una parte común a todas las películas, como una cierta forma, muy común, de hacer música. Mientras las mejoras técnicas permiten películas inimaginables hace 50 años, esas mismas películas se siguen acompañando de la música de hace 50 años y con idéntica función: ocultar la absoluta vaciedad de los diálogos, la intrascendencia de la acción.
La manera tradicional de entender la música cinematográfica está basada en una idea wagneriana. Cada pasaje de la partitura debe ser sobrecargado de significaciones para convertirlo en una representación simbólica de un personaje, una situación, o, más aún, una cualidad metafísica. Hay que hacer de la música mero instrumento intensificador de las imágenes, arrebatándole cualquier capacidad para enfrentarse a ellas. En la práctica, a lo que conduce la idea wageneriana, es a una inevitable mentira, pues, en las producciones al uso, el compositor puede sentirse feliz si logra ver una vez la película ya montada antes de componer la partitura.
El devenir de los acontecimientos, medio siglo después de Adorno, ha convertido sus textos en un fiel reflejo de la realidad. Tenemos, por una parte, los intentos por hacer música de un modo diferente, asfixiados por una industria musical a la que su declive no ha privado de su capacidad para imponer gustos. Tenemos, por otra parte, músicos que componen con el único fin de que alguna empresa anunciante se ponga en contacto con ellos para licenciar una de sus piezas. Esto ha originado todo un subgénero musical, las músicas para los traileres de las películas. El trailer de una película se hace antes de que ésta se estrene y, con frecuencia, antes de que se le hayan dado los retoques finales. Por tanto, mucho antes de que ningún compositor haya sido contratado para su banda sonora. Por otra parte, las necesidades de la industria son muy diferentes en el caso de una banda sonora y un trailer. No es lo mismo la sucesión de imágenes de un par de minutos que, en la mayoría de los casos actuales, resumen fielmente la película, que la hora y media en la que este relato se amplía (sin, por supuesto, complicarse). Toda una pléyade de músicos se han embargado en la tarea de proporcionar a la industria música compuesta no para ese trailer, sino para cualquier trailer o para cualquier anuncio, o para cualquier juego. Música que tiene que fingir su adecuación a lo narrado del mismo modo en que una prostituta finge sus orgasmos para su cliente.
El modo de hacerlo obedece a unos estándares perfectamente establecidos: una orquesta wageneriana, es decir, ampliada hasta el extremo; un coro, doble, de voces femeninas; un refuerzo doble o triple en la sección de timbales; y un crescendo de no más de tres minutos. Es recomendable una pausa, o dos, para acentuar la sobrecarga sonora que se aproxima hacia el final. El resultado es lo que se ha dado en llamar "música épica" y que se ha convertido en un género en alza. Dicho de otro modo, el pobre espectador termina apabullado, aplastado en su asiento por una contundencia musical que ya hubiese querido Bruckner para sus sinfonías. Sin saber muy bien qué se le ha venido encima, será incapaz de formarse una idea clara de si la película prometida merece el dinero que debe gastarse en ella, que es, precisamente, lo que se pretendía. Por lo demás, con unos mimbres como los mencionados resulta extremadamente fácil introducir pequeñas variaciones para fabricar centenares de títulos en el plazo de unos pocos años. Lógicamente, si uno tiene ciertas nociones musicales y un par de centenares de músicos a su disposición (o un medio electrónico para simularlos), al cabo de dos o tres cientos de pequeñas variaciones sobre el mismo tema, inevitablemente, acabará por fabricar alguna que otra pequeña joyita. No tienen más que escuchar el Fallen Soldiers (por supuesto, sin percusión), de Audiomachine. Pero si ésta fuese toda la historia, yo no me habría molestado en escribir una línea sobre ella.