Lo que hace a Donald Trump mucho más terrible que Reagan y que los Bush, lo que exige que cualquiera que tenga valores de verdad se oponga radicalmente a su gobierno, más allá de que cumpla o no la ley, lo revela, precisamente, la naturaleza de sus nombramientos. Quienes han obtenido cargos hasta ahora lo han hecho por tres razones, razones que han dejado fuera a quienes hasta ahora no han obtenido nombramiento alguno. La primera de ellas es la lealtad ciega y absoluta al líder. Priebius, Sessions, Flyn, Bannon y todos los demás que están siendo nombrados, estuvieron con Trump cuando subía y cuando caía en las encuestas, cuando llamaba a Hillary Clinton “asquerosa” y cuando se jactaba de agarrar a las mujeres por el coño y hubiesen seguido estando con él si Trump hubiese salido a la calle pegándole tiros a los transeúntes. De ninguna de sus muy blancas y libres bocas saldrá nunca nada que pueda interpretarse como un atisbo de crítica, de cuestionamiento, hacia las decisiones del líder, Trump tiene siempre razón, porque es Trump. Ni siquiera son cabezas capaces de pensar por sí mismas, de tomar decisiones por sí mismos, de ninguno de ellos se podrá escuchar un juicio acerca de lo que es bueno o malo sin que su líder lo haya hecho previamente. Este es el requisito que Carson no cumple.
Si el primer requisito es el requisito básico de cualquier dictador, de cualquier tiranía, el requisito que Christie no cumple es aún más preocupante. Christie no está ahí, no porque sea capaz de pensar por sí mismo o porque su mezquindad le lleve a aprovechar su cargo para venganzas personales. Christie no está ahí porque no es del agrado de la corte que Trump ha montado a su alrededor. Encerrado en sus propiedades, el acceso al presidente está controlado por la Santa Trinidad de sus hijos varones y su yerno, en una suerte de corte fantasmal que inauguró en los tiempos modernos Boris Yeltsin, que no ha dejado de reactualizarse en las pseudodemocracias de Asia Central y que importó a América su majestad Ortega I de Nicaragua. Más que Priebus, más que Bannon, más que cualquiera de los cargos que hasta ahora ejercían esas funciones controladas por la ley, el acceso a Trump necesitará pasar el filtro de sus familiares inmediatos, con sus propios intereses, finalidades y negocios y, desde luego, ajenos al control del Congreso o el Senado.
Pero aún queda un tercer requisito, un tercer indicio no menos inquietante de qué nos aguarda. Algo común a todos los designados, incluyendo el presidente, es su rusofilia o, para ser más precisos, su “admiración” por (Ras)Putin. “Admiración” que, casualmente, comparten con Igor Dodon, recién elegido presidente de Moldavia, con Rumen Radev, recién elegido presidente de Bulgaria, con Marie Le Pen, futura candidata a la presidencia francesa, con los líderes de la emergente Alternativa para Alemania, con los mandamases de los “Auténticos Finlandeses” y con quienes promovieron el referendum sobre el brexit en Gran Bretaña, entre otros. ¿Han mirado Uds. a (Ras)Putin? ¿lo han mirado de cerca, detenidamente? ¿han sido capaces de encontrar en él algo que, en algún acceso de fiebre, pudiera poder parecerles admirable? “Yo admiro a Putin”, pues, sólo puede significar una cosa: “yo he recibido dinero/ayuda de Putin” o “yo le estoy agradecido a Putin”.
Durante la guerra fría, el KGB demostró reiteradamente lo fácil que le resultaba infiltrar el FBI. El descarado acoso que su director ha realizado durante toda la campaña a Hillary Clinton, demuestra que tales prácticas no han cesado. Trump tiene motivos para admirar a Putin, quiero decir, para estarle agradecido, no sólo por eso, también por el continuo espionaje electrónico ejercido sobre la campaña de Clinton y del cual apenas si hemos atisbado a ver la filtración de sus e-mails a través de Wikileaks. No me cabe la menor duda de que Trump es muchas cosas, pero no un desagradecido, especialmente cuando quien tiene semejante poder puede utilizarlo contra él, que tantos cadáveres tiene en los armarios. Lo que Trump va a entregarle a Putin a cambio va a ser una minucia: el mundo entero para que Rusia haga y deshaga a su antojo. El problema es que los grandes dictadores nunca se han conformado con aquello que se les ha dado por las buenas y siempre han querido más, siempre han querido aquello que sólo se puede obtener por la fuerza de sus malas artes. Y Putin, en efecto, quiere algo más, quiere el petróleo.