Esta noche se juega la Superbowl. Como tengo que levantarme temprano, la grabaré. Supongamos que mañana invito a mi jefe y a unos amigos para ver tranquilamente el partido en casa. En cualquier momento puede llamar a mi puerta la policía y enfrentarme a una demanda de extradición a EEUU por parte del FBI. Más o menos, a otra escala, es a lo que se dedicaba Megaupload. La verdad es que hace años que vivo fuera de la ley. Llegué a reunir una buena colección de casetes grabados de la radio, en más de una ocasión hice copias de mis discos para amigos y novias y he llegado a proyectar películas a mis alumnos/as. Vamos, que soy un delincuente habitual. Independientemente de que los dueños de Megaupload también lo sean o no, independientemente de que resulten extraditados y condenados o no, hay toda una serie de cuestiones que resulta necesario clarificar.
La primera de todas ellas es que una cosa es la legalidad y otra la legitimidad. Por ejemplo, los jueces de la Alemania nazi condenaron a un buen número de personas a castigos atroces perfectamente recogidos en el articulado penal de la época. Sus sentencias fueron legales, otra cosa es que fuesen legítimas. Las leyes contra los derechos de autor que se han ido promulgando y/o endureciendo a lo largo del planeta han ido configurando un marco legal de intenciones muy claras. Lo que no está tan claro es su legitimidad. No han sido elaboradas por gobiernos libres ni aprobadas por parlamentos independientes. Han sido redactadas al dictado de los sucesivos gobiernos de los EEUU y bajo una presión, en algunos casos (como revelaron los cables de Wikileaks), brutal. Conculcan, de un modo general, el derecho de todo ser humano a acceder libremente a la cultura, a la vez que hacen todo lo posible por no proteger otro derecho fundamental, el de todo autor a recibir un reconocimiento por su obra.
Pese a que su supuesto fundamento dice ser la protección de los derechos de autor, no mencionan, ni una sola vez, el derecho de éstos a no sufrir contratos abusivos. Es público y notorio el caso de los grupos musicales y los sellos discográficos, pero el parasitismo no es algo de su absoluta exclusividad. Ahora ya ha quedado patente que la SGAE, amparándose en leyes hechas para su beneficio, recaudaba vorazmente enormes sumas de dinero, sin que después se molestara en buscar a los autores supuestamente defendidos por ella. Mientras tanto, los organizadores del fraude, no perdían ocasión para acusar al resto de la población de lo que constituía su modus vivendi, el expolio cultural. Hay algo que se puede decir a su favor, no son los inventores de este modelo de negocio. Las "pobres" editoriales españolas se niegan sistemáticamente a numerar los libros para que sea imposible averiguar cuántos libros se han tirado efectivamente y cuántos se han vendido. De este modo, los sacrosantos derechos del autor recaen directamente sobre la magnanimidad de su editor, ante cuyo poder quedan inermes por mucho que las leyes digan protegerlos.
Olvidemos por un momento que las leyes contra la piratería han sido creadas, en última instancia, por quienes han hecho de la piratería una industria. Ignoremos que son el último intento de esta industria por eludir una agonía que parece difícilmente evitable. Cumplen una nítida función ideológica en favor del mantenimiento del statu quo. Vivimos la paradoja de que, quienes merman las cuentas corrientes de los autores, han convencido a éstos de no ser la culpa de sus desgracias. La culpa, dicen, la tienen, precisamente, quienes siempre han contribuido a engrosarlas. Las leyes de derechos de autor han convertido en enemigos de éstos a sus seguidores. Así, sin mucho disimulo, se les extirpa cualquier pretensión creíble de ejercer como intelectuales comprometidos con algo políticamente relevante. La política existente, los políticos mercenarios, los fieles guardianes de la libertad de un mercado milimétricamente controlado por ellos, aparecen como sus protectores frente a una opinión pública a la que ya no se puede golpear ni despertar, pues está formada por gente con la que no se comparte un interés común en lo más esencial.
Ahora bien, ¿quiénes son esos piratas culturales? El grueso de los mismos son descargadores de productos cinematográficos, televisivos y lúdicos cuya naturaleza fue descifrada hace más de cincuenta años por teóricos como Th. W. Adorno. Entre otras cosas, Adorno señalaba (insisto, hace más de cincuenta años), que las películas son anuncios en gran formato. La genialidad de Adorno denunciaba algo que, desde entonces, ha devenido tan obvio como para generar una rama especializada del marketing, lo que se llama "posicionamiento de marcas en productos audiovisuales". Es imposible entender la indefinida prolongación de la saga James Bond, aislándola de la continua presencia en la pantalla de todo tipo de marcas de lujo que el espectador asociará, conscientemente o no, con una vida de aventuras, glamour e intensidad supremas. El fenómenos ha alcanzado tal nivel que Hollywood ha precipitado el remake de Millenium simplemente porque Stieg Larsson nunca menciona "un móvil", sino una marca expresa de móviles. En 1977, George Lucas dio un paso más allá al convertir la primera trilogía de La guerra de las galaxias en el fenomenal anuncio de sí misma, o, para ser más exactos, de sus productos de merchandising. Pero quien ha hecho del cine un simple autoanuncio ha sido Pixar, la productora de Steve Jobs, no por casualidad, comprada por Disney. Cars, Cars 2 y todas las que van a venir detrás, son, únicamente, anuncios de noventa minutos dirigidos al público infantil, para convencerlos de que compren todos y cada uno de los cochecitos que aparecen en ella. Ya no se promociona el coche protagonista, se promociona el coche tal y como aparece en cada una de las escenas, con la secreta esperanza de que el niño se limite a reproducir lo que vio en la pantalla, no vaya a ser que ponga a funcionar algo tan peligroso como la imaginación. Zindagi na milegi dobara, el último bombazo de Bollywood, es una película, generosamente subvencionada por Tourespaña, nuestro organismo encargado de promocionar el turismo, en la que un grupo de amigos se divierte de lo lindo visitando las diferentes fiestas veraniegas del nuestro terruño. Y es que, la emergente clase media de la India se está convirtiendo en un jugoso mercado por explotar. Lo diré con total claridad: la inmensa mayoría de los filmes de la industria son rentables antes de que se proceda a su distribución. La publicidad insertada en ellos genera beneficios mucho antes de que lo haga la taquilla.
Tomemos el caso de la página web Series Yonkis. Los seguidores de una serie podían ver tantos capítulos como deseasen de la misma, antes, durante o después de su emisión por una cadena concreta. Cadena que, en cualquier caso, ya ha pagado a la distribuidora en cuestión y ésta, cabe suponer, a sus legítimos autores. La mayor parte de estos televidentes no tienen la intención de comprarse el consabido pack con todos los capítulos en DVD. Por tanto, para ellos, se trata de verla de esa forma o no verla, pero, en ningún caso, su decisión generará beneficios añadidos para los "autores" de la misma. ¿Qué hay entonces de ilegal en Series Yonkis? Lo que hay de ilegal en ella, se nos dirá, es que las cadenas de televisión no pueden obtener beneficio de las series que han comprado intercalando anuncios en ellas. Este argumento, pese a ser falaz, es esclarecedor. Es falaz porque las televisiones no dejan de emitir anuncios por el hecho de que los seguidores de las series las abandonen. La caída de ingresos por publicidad se ha debido a la proliferación de cadenas televisivas, no a la competencia de páginas de descarga. Es esclarecedor porque muestra la certeza de las acusaciones adornianas. Si el cine lo constituyen anuncios en gran formato, las series televisivas son anuncios en píldoras semanales.
El mismo argumento es aplicable al deporte. Presenciar las bowls (algo así como las finales) del fútbol americano universitario, la liga neozelandesa de rugby o la liga de fútbol noruega, supone que, o vive Ud. en los respectivos países, o se tiene que convertir en un forajido. ¿Por qué? Pues porque, probablemente, nadie las trasmitirá para su territorio nacional. Así que, si quiere ser una persona respetuosa de la legalidad vigente se tiene que quedar sin verlas, no porque no esté dispuesto a pagar por ellas, sino porque no hay nadie a quien pagar. El caso de los contenidos deportivos es aún peor que el de las series. En las series, el pirata puede librase de la publicidad intercalada, aunque no, por supuesto, de la inserta en las mismas. En el deporte, el pirata ni siquiera puede aspirar a eso. Por mucho que piratee los contenidos, su pantalla se inundará con el logotipo de la empresa que patrocina la correspondiente bowl, liga y/o equipo. Con lo cual, volvemos al principio. Si ese deporte, esa liga o ese equipo mantiene su presupuesto gracias a llevar publicidad, el problema del pirateo no tiene que ver con que las televisiones le paguen más o menos, tiene que ver con que exija una cantidad por publicidad correspondiente a los espectadores totales (es decir, incluyendo al público "ilegal") del evento.
El caso del deporte es extensible al de casi todos los videojuegos. El conocido Fifa de Electronic Arts, es un juego rentable antes de que nadie llegue a iniciar un partido en él. Su fidelidad en la reproducción del entorno gráfico, incluye la publicidad presente en los estadios y las camisetas de los jugadores, a la cual hay que añadir la de los correspondientes clubes, jugadores y, más pronto o más tarde, representantes de los mismos.
Preguntábamos más arriba quiénes son los piratas culturales. Ahora ya estamos en condiciones de dar una definición de piratería que deja perfectamente claro de qué estamos hablando cuando mencionamos los derechos de autor: pirata es todo aquel que no paga por consumir publicidad.