Salvando las distancias, me ha ocurrido un poco lo que a Leibniz con la Teodicea, comencé creyendo que tenía un par de cosas que decir sobre la felicidad y esto ha acabado con más capítulos que la serie esa de Amar los huevos revueltos. Lo peor es que se han quedado unas cuantas cosas en el tintero. Amarrarlas todas llevaría a alargarme más de lo que resulta pertinente. Me limitaré, pues, a anticipar la posible respuesta a algunas críticas muy evidentes.
Empezaremos por el final. Ciertamente hay historias personales que, da igual cómo se las cuente, son terribles. Ser capaz de encontrar una perspectiva que haga narrable una de esas historias con algo mínimamente positivo es, entonces, un reto, muy difícil en la mayoría de los casos, aunque no imposible. Habrá, con todo, vidas para las que sí sea, de verdad, imposible. ¿Qué hacer entonces? Bien, hay un truco que no deja de ser arduo aunque factible: si no puede encontrar una perspectiva que haga de su vida algo agradable de recordar, invéntese una vida. Es lo que han hecho siempre infinidad de escritores. ¿Recuerdan a Cervantes? Su padre era sordo, estuvo en la cárcel por deudas y no tenía "sangre limpia". Cervantes, hijo, pasó su infancia de un lado a otro, probablemente, sin poder consolidar amistades, fue perseguido por la justicia, perdió el movimiento de una mano, fue hecho prisionero de guerra, esclavizado y torturado en Argel, tuvo un par de matrimonios infelices y lo encarcelaron como a su padre. En una cárcel española, este héroe de los ejércitos españoles, hizo lo único que podía hacer, inventarse la historia de alguien más hidalgo, triste y desgraciado que él, la historia de Don Quijote. No es una excepción, más bien, es un regla. Buena parte de los grandes escritores de todos los tiempos lo fueron para huir de sus propias y terribles historias. Fabulando vidas que no fueron las suyas, hallaron el modo de exorcizar los demonios, de soportar su propio dolor, de disfrutar de una cierta estabilidad emocional. Lo hemos dicho ya, inventar y recordar son dos procesos muy semejantes.
Señalamos que una vileza no hace a una persona vil, que una sucesión de fracasos no hace de una persona un fracasado... luego, ¿una sucesión de borracheras no hace a una persona alcohólica? El autorrelato no es bueno por sí mismo, sencillamente, es lo que estamos haciendo en todo momento. Lo que resulta bueno por sí mismo es cobrar conciencia de esa elaboración continua, porque eso nos permitirá distinguir entre el modo salvífico y el modo tóxico de narrarnos nuestra vida.
Otro flanco abierto a las críticas tiene que ver con Adorno y una larga tradición de filosofía de izquierdas. Para ellos, la felicidad era algo vergonzante. Hablar de felicidad después de Auschwitz o, más simplemente, después de una jornada de trabajo, forma parte de la típica hipocresía burguesa. Nadie puede ser feliz antes de la revolución porque lo contrario supone reconocerle a la formación capitalista contra la que se lucha, la posibilidad de ofrecer felicidad, siquiera, a un puñado de seres humanos. Además, dado el materialismo de que hacían gala, difícilmente podían imaginarse una felicidad fundamentada en algo más que en lo que decían sus antagonistas, esto es, la acumulación de bienes. Por tanto, cualquier propuesta de ser felices, sonaba a sospechosa traición de los ideales. Ser feliz era ser egoísta, tonto y/o criptoburgués.
Conforma todo lo anterior un modo de ver las cosas que no comparto. Cederle a lo establecido, de entrada, el poder de hacernos infelices, es aceptar su idea de que los seres humanos rinden más y mejor cuando son infelices, que la felicidad debe ser la zanahoria que mueve al burro en una dirección elegida por otro, que seremos felices teniendo cosas que no tenemos. Nuestro jefe puede hacérnoslas pasar canutas, obligarnos a desperdiciar el tiempo en inutilidades, despedirnos y dejar a nuestros hijos sin sustento. Entregarle, además, el poder de decidir sobre si vamos o no a ser felices es darle demasiado poder. No, la felicidad debe estar en nuestras manos y no debemos permitir a nadie ni a nada que nos la arrebate. Y, desde luego, lo que prefieren nuestros hijos no es que traigamos dinero a casa, lo que prefieren es vernos felices.
Es difícil eliminar la sospecha de que una persona feliz, con independencia de los hechos concretos que la rodean, mostraría un cruel egoísmo. No creo que esta sospecha deba inquietarnos si aprendemos a distinguir dos tipos de egoísmo. Por una parte está el egoísmo que yo llamaría de las personas cortas de vista. Este es el egoísmo del que se come el último trozo de tarta sabiendo que otra persona también lo desea. Por otra, está el egoísmo inteligente. Las personas verdaderamente egoístas, rara vez se comen el último trozo de tarta si sospechan que otra persona lo desea. Saben que, como mínimo, compartir ese trozo de tarta, aumenta las probabilidades de que lo vuelvan a invitar a comer tarta. Ya lo hemos dicho, el objetivo de ser feliz es que, las personas felices, suelen tener una irrefrenable tendencia a actuar bien y quien considere sinónimos felicidad y egoísmo tendrá que demostrar que actuar bien puede ser pernicioso.
En los propios textos de Adorno se asoma la idea de que, dado el estado actual de cosas, el hecho de ser feliz es absolutamente revolucionario. Si se consiguiese extender la felicidad hasta alcanzar un porcentaje mínimo de la población, el efecto sería tan devastador, que difícilmente el sistema de poder imperante podría soportarlo. Resulta extremadamente fácil demostrar esto. Si alguna vez han utilizado la provocadora táctica de responderle al superior que les abronca con una cándida sonrisa y un rotundo "me da igual, yo soy feliz", sabrán lo que suele ocurrir. Quien está intentando acogotarles recurrirá a la cruda violencia o a las amenazas más brutales. No lo hace porque crea que esa respuesta refuerza su poder. Bien al contrario, lo hace porque sabe perfectamente que su aparente poder se acaba de esfumar en el aire. ¿Qué ocurriría si ésa se convirtiese en nuestra respuesta habitual a todos los intentos de hacernos sentir mal, de conducirnos por un camino que no hemos elegido, de convertirnos en personas que no queremos ser? ¿Qué ocurriría si respondiésemos así, a los agravios, a los anuncios, a quienes nos exigen ser más productivos, más competitivos, más agresivos? ¿Cuántas cosas dejaríamos de comprar y aún de desear? ¿A qué se dedicarían los fabricantes de productos de lujo?