Hace muchos, muchos años, cuando era joven y tenía ilusiones, mis amigos de la revista Blitiri me propusieron que colaborara con un artículo en el número que estaban elaborando, un monográfico dedicado a la estupidez. Yo que, como digo, tenía ilusiones, es decir, era estúpido, no consideré el tema de suficiente elevación y no hice grandes esfuerzos porque se me ocurriese algo. Ahora no es que sea menos estúpido, pero, sí que tengo mayor sensibilidad hacia temas menos trascendentes. Con la edad, he llegado a un punto parecido a Kant. El de Königsberg decía que dos cosas le causaban admiración, el cielo estrellado sobre su cabeza y la voz del deber en su interior. A mí también me asombra el cielo estrellado sobre mi cabeza y algo no menos inmenso, la estupidez humana.
Si está empezando a sentirse ofendido/a, le ruego que lo piense detenidamente durante unos momentos. ¿Qué es exactamente lo que nos impide aprender en cabeza ajena? ¿quién se prepara para recibir un palo cuando ve que lo recibe el que está a su lado? ¿quién echa sus barbas a remojar cuando ve afeitar las del vecino? Hay cierto género de jovencitas que casi se sienten alagadas cuando su novio la emprende a mamporros con el primero que las roza en la discoteca. Después se quedan estupefactas al descubrir que su valiente novio también está dispuesto a pegarle a ella en cuanto el alcohol o la ira se le suben a la cabeza. Pero este tipo de comportamiento no se debe a que sean mujeres. En las propias discotecas se puede observar una conducta bastante curiosa. Hay cuatrocientas chicas apurándose una noche más y una pareja de chicas que ya han largado con viento fresco a media docena de chicos que han intentado entablar conversación con ellas. ¿A quién dedicarán su atención, preferentemente, los chicos presentes en el local?
Tampoco es este tipo de comportamiento típico, únicamente, de los jóvenes. Cuando los franceses vieron a su ministro del Interior soltar todo tipo de bravuconadas contra los chicos que la banlieu que quemaban coches, les faltó tiempo para acudir en masa a votarle y convertirlo en Presidente de la República. En menos de una semana comprobaron, aturdidos, que el flamante presidente no se cortaba un pelo en lanzar bravuconadas contra todo el mundo, incluyendo el primer ciudadano de a pie que se cruzaba en su camino.
En los parques públicos es muy frecuente ver a padres que se toman a risa que su hijo haya pegado a otro. Si el padre del agredido se encara con ellos tardarán menos de un segundo en espetarle que “es cosa de niños”. Cuando el niño ya no es un niño, esos padres ya no suelen encontrarle gracia a ser ellos mismos agredidos por su hijo. El caso, insisto, es que ese comportamiento lo tenemos todos, porque todos tenemos ese amigo al que es sumamente divertido oír ridiculizar a personas que no están presentes. Nos reímos con él y le cobramos afecto, hasta que un día alguien nos comenta que ha estado lanzando comentarios sarcásticos contra nosotros mismos a nuestras espaldas. ¿Acaso esperábamos otra cosa? ¿por qué? Todavía peor, por la vida de todos nosotros ha pasado esa persona tóxica con la cual nuestra relación ni funcionó ni podía haber funcionado de ninguna de las maneras. ¿Exactamente cuánto tardaríamos en darle una segunda (o tercera, o cuarta) oportunidad si insistiera?
Sabemos de personas que lo han perdido todo a las cartas, con las apuestas, invirtiendo en bolsa y tenemos un afán irrefrenable por imitarles. ¿Cuántos conocidos han muerto por culpa del tabaco o del alcohol que nosotros no dejamos de consumir? Quien más, quien menos, recuerda a ese amigo que comenzó con los porros y acabó con la jeringuilla, lo cual no evita que sigamos aferrándonos a la idea de que hay drogas más inocuas que otras. Pregúntele a un cocainómano, heroinómano o poliadicto en general. Cada uno de ellos tiene la absoluta convicción de ser un caso especial, de dominar su vida y de tener un futuro muy diferente al que ya ha podido observar en compañeros directos de adicción.
Mario Moretti, el que fuera líder de las Brigate Rosse, recordaba en una largísima entrevista publicada como libro (Brigadas Rojas, Akal, Madrid, 2002), que lo primero que le decía a los nuevos reclutas es que en seis meses estarían muertos o encarcelados. Además de una estrategia de disciplina mental, era la pura verdad. De los miles de jóvenes implicados en acciones terroristas a lo largo del siglo XX, apenas un puñado (los pertenecientes al EOKA de Chipre) pudieron paladear la victoria (durante un tiempo). Quienes lograron esquivar el cementerio y la cárcel, acabaron por tener que reconocer, más pronto o más tarde, lo que la historia no se cansa de ejemplificarnos, que por ahí no se va a ninguna parte que merezca la pena.
El problema es que no hay modo de imaginar de dónde procede semejante interés en estrellarnos. Evolutivamente, nuestra especie debió tener algún mecanismo de seguridad que impidiese envenenarnos con la hierba que el vecino tuvo la ocurrencia de probar. De hecho, los niños aprenden por generalización y generalizando, necesariamente, tendríamos que evitar todos esos tropiezos. Sin embargo, en algún momento de nuestra evolución filogenética y ontogenética, parece desarrollarse un mecanismo que, sistemáticamente, nos ciega con un optimismo irracional o con la absurda idea de que somos inmunes a cosas que el resto de la humanidad no lo es. Si adoptásemos la simple máxima de evitar a las personas que hemos visto hacer daño a otros o, al menos, prepararnos para que nos hagan daño también a nosotros, nos evitaríamos más de la mitad de los sinsabores de esta vida. Y si a ello añadimos el corolario de evitar los comportamientos cuya naturaleza dañina hemos podido comprobar en los demás, evitaríamos casi la otra mitad. Pero, claro, para eludir la estupidez hemos de pagar un precio muy alto, el de ser felices.