Hace casi dos décadas, cuando aparecieron, tener un móvil y estar hablando constantemente por él era considerado un signo de categoría, de distinción. En Argentina, cierto señor enfrascado en una conversación telefónica, desatendió las precauciones mínimas al cruzar una calle y fue atropellado, muriendo de modo casi inmediato. Al recoger sus pertenencias, la policía se percató de que la conversación que lo condujo a tan fatal desenlace se había estado llevando a cabo con un móvil de pega. Hasta donde sé, no fue propuesto para los Premios Darwin, pero podría habérselo llevado con facilidad. Dichos premios, honran la muerte más estúpida del año. La idea es que quien ha muerto de una manera tan absurda, merece un reconocimiento por haber librado a la humanidad de unos genes capaces de llevar a su portador a cometer semejante tontería. Precisamente, en relación con la historia que hemos contado al principio, está la del Sr. Heath Hess, candidato a dicho premio por morir atropellado por un tren mientras hablaba por un móvil y se tapaba la otra oreja con la mano para no oír el silbido del mismo. Dicen que sus últimas palabras fueron: “¿Puedes hablar más alto? Es que no te oigo con el pitido del tr...” También fue nominado un atracador de Renton, ciudad del Estado de Washington, por intentar atracar una tienda de armas, a rebosar de clientes y con un par de policías en su interior charlando con el dependiente. Recibió 63 disparos después de gritar: “¡Esto es un atrac...” Pero mi historia favorita es la de Krystof Azninski, campesino polaco de 30 años que en 1996 consiguió decapitarse a sí mismo. Había estado bebiendo con unos amigos y, tras ponerse a tono, decidieron jugar a “juegos de hombres”. Primero se golpearon con carámbanos de nieve. Luego uno cogió una motosierra y gritando “yo sí que soy macho”, se cortó un dedo del pie. Azninski, no queriendo ser menos, miró a sus amigos y les dijo: “a ver si tenéis huevos de hacer esto”. Se giró la motosierra hacia sí mismo y se rebanó el pescuezo. Sus amigos no tuvieron huevos. De hecho, uno de ellos comentaba que el bueno de Krystof había muerto como un verdadero hombre, algo sorprendente porque de niño le gustaba ponerse ropa de sus hermanas...
Digo que es mi favorita porque me recuerda muchas cosas que he vivido. En esencia, no hay estupidez que un hombre no cometa después de que alguien le diga: “a que no hay huevos de...” Y es que todos los casos anteriores tienen algo en común: están protagonizados por hombres. Basándose en ellos (y en el resto de los Premios Darwin) un reciente estudio publicado en el British Medical Journal llegaba a la conclusión de que los hombres son más idiotas que las mujeres. El estudio, por sí mismo, merece también ser nominado a un premio, el Ig Nobel, aunque, la verdad, sólo es un ejemplo más del amarillismo hacia el que están siendo abocadas las publicaciones científicas bajo el liderazgo de Science y Nature.
Que los hombres corren riesgos inútiles, que tienen una tendencia natural a desarrollar conductas peligrosas para sí mismos y para los demás y que rara vez demuestran un vestigio de inteligencia bajo el influjo del alcohol o ante la presencia de mujeres, lo sabe cualquiera. No faltará quien eche la culpa de todo a la testosterona, de acuerdo con una falacia muy popular en determinados círculos. Dicha tesis tiene una fácil comprobación empírica, hagan un estudio de las mujeres que se cambian de sexo a ver si son más violentas, corren mayores riesgos y actúan con menos sentido común tras recibir sus correspondientes dosis de hormonas o, a la inversa, si los hombres que se cambian de sexo devienen más tolerantes, cariñosos y conservadores. La verdad es que la testosterona sólo es culpable de que los hombres tengamos hemorragias nasales, poco más.
La avidez por correr riesgos innecesarios apareció en algún momento de la evolución de nuestra especie, hace más de un millón de años, cuando nos dedicamos a cazar regularmente. Hay que recordar que nuestro cerebro consume el 25% de la energía que necesita nuestro cuerpo. Un homo habilis, con apenas 600 centímetros cúbicos de capacidad craneal, dedicaba el 15% de su energía a su cerebro. Tales necesidades energéticas son difíciles de satisfacer con frutas y verduritas. Aún peor, el cerebro necesita ácidos grasos para su funcionamiento los cuales, básicamente, sólo están presentes en la carne. Los individuos del género homo, pasaron así de herbívoros a omnívoros, lo cual supuso un ahorro estratégico fundamental porque el aparato digestivo se acortó y recursos necesarios para la lenta descomposición de los vegetales, pasaron a estar a disposición de ese órgano en crecimiento imparable que fue el cerebro. Es difícil que un homo habilis pudiera cazar nada, de modo que se dedicó, probablemente, al carroñeo, cuando no al canibalismo. En algún momento entre ellos y el homo antecessor nos convertimos en cazadores.
Cuando se habla de caza uno piensa en señores que salen de madrugada con todoterrenos a defenestrar gorrioncillos con sus escopetas de repetición. Hace un millón de años la cosa era ligeramente diferente. Se trataba de cazar ciervos, bisontes y mamuts, armados con palos afilados y piedras en un entorno boscoso en el que un león o un tigre de dientes de sable podía convertir rápidamente al cazador en cazado. Desorientarse en un mar de árboles o, simplemente, dejar que el atardecer cubriera los bosques de oscuridad lejos de un refugio seguro, conducían a nuestros antepasados a un desenlace fatal. Cazar debió ser un juego extremadamente arriesgado cuyos beneficios evolutivos finales no podrían atisbarse en aquel momento. Hay que recordar que en esta época había una división del trabajo por sexos. Las mujeres quedaban encargadas de la recolección de frutas y verduras y los hombres de la caza. Los estudios paleantropológicos demuestran que los últimos de estos cazadores-recolectores estaban mejor alimentados que los primeros agricultores. Sin duda, disfrutarían de paladear la carne, pero teniendo a su alcance abundante fruta y verdura, carroña ocasional y algún que otro semejante que llevarse a la boca, ¿para qué cazar? ¿Qué podría llevar a ese hombre primitivo, atiborrado de ensalada, con una buena reserva de fruta y unos bocados de carne a internarse en un bosque lleno de peligros para obtener un filete de bisonte? El sabor de la carne recién cazada debió ir acompañado, probablemente, de algo más: la satisfacción de haber cobrado una presa, saberse el animal más inteligente... o el placer del riesgo. Sin duda, aquellas poblaciones cuyos varones disfrutaban siendo capaces de escapar de sus depredadores a la vez que cobraban piezas, debieron obtener una ventaja evolutiva.
De buenas a primeras (en términos de evolución), tenemos a esos cazadores-recolectores acostumbrados a meterse en bosques llenos de peligros sentados ante la mesa de una oficina. ¿Podemos extrañarnos de que beban, jueguen, se inventen competiciones cada vez que se ponen al volante y no dejen pasar un día sin incurrir en un riesgo innecesario? Mucho me temo que todas las tonterías que hacemos los hombres son un resultado de nuestra evolución, igual que nuestra inteligencia.