Las metáforas empleadas por los lingüistas cognitivos son estupendas. Ahí es nada la metáfora que permite hablar de “figura y fondo” en lugar de “sujeto y predicado”. Sus resonancias gestaltistas hacen pensar en leyes tan inmutables como las que rigen nuestra percepción. Desgraciadamente, a lo más que pueden llegar los lingüistas cognitivos por este camino es a la conclusión de que siempre tiene que haber una figura y un fondo. Conclusión que no es que sea falsa, simplemente o es lo que ya había dicho la Escuela de la Gestalt 80 años antes o bien es la perogrullada de que siempre hay un sujeto y un predicado en una proposición. Otro tanto cabe decir del “fenómeno de la prominencia (salience)”, mencionado más de 300 veces en este escrito y que esconde detrás de tanta relevancia la trivialidad de que siempre que se habla se habla de algo o de alguien.
Igualmente magnífica es la metáfora según la cual el significado de los términos no depende de un diccionario, sino de una enciclopedia. Una vez más, estamos ante una metáfora inspiradora. ¿Se tratará de una enciclopedia como la de los ilustrados, destinada a hacer progresar a la humanidad? ¿Acaso será una enciclopedia china, como la que abre Las palabras y las cosas de Michel Foucault y que ya leyó Charles Darwin? Pero, claro, ¿quién necesita una enciclopedia en nuestra internáutica época? ¿No sería mejor decir, como efectivamente permiten las ideas acerca de la categorización de los lingüistas cognitivos, que el significado depende de una red? ¿No podría ser el significado cada uno de los nodos, de las posiciones, de esa red? ¿No sería eso más fructífero, cognitivamente hablando, dado que nuestros procesos mentales también dependen de una serie de posiciones en una red (neuronal)? ¿no permitiría eso explicar las relaciones del lenguaje con el territorio (toponimia), del territorio con sus mapas, de los mapas con los atractores? Olvídense, no va por aquí la cosa. Los lingüistas cognitivos no parecen haber leído a Wittgenstein lo suficiente como para comprender que el significado no siempre es el uso.
Pero si lo que Ud. busca no son metáforas, sino teorías, o, peor aún, la teoría que podría denominarse “lingüística cognitiva”, no se moleste en leer estas 1334 páginas, no la hay. Esta es la razón por la cual, muchos de quienes escriben en este volumen se refieren a la lingüística cognitiva como una “disciplina”. Curiosa disciplina, ciertamente, la que nace por su confrontación a una teoría, ¿o acaso la gramática generativa también es una disciplina? Lo más parecido a una teoría de lingüística cognitiva son la teoría de los prototipos de Berlin y Kay y los campos semánticos de Trier y Weinrich. Trier y Weinrich no son problemáticos, en este libro se los prohija como lingüistas cognitivos avant la lettre sin el menor pudor. Este proceder o es puro cinismo o es desconocimiento de sus escritos, pues el concepto de campo semántico tal y como lo usa Trier y, especialmente, Weinrich, aplicado a las metáforas, permite sistematizaciones tanto sincrónicas como diacrónicas entre las diferentes lenguas (no hay más que recordar su “Münze und Wort” de 1958). Y aquí llegamos a la piedra de toque de toda esta historia: ¿por qué no se prohija también a Berlin y Kay? Muy fácil, porque Berlin y Kay han dedicado buena parte de sus estudios a demostrar la falsedad de la tesis de Sapir-Whorf.
Con su énfasis en que el significado es el uso, con su insistencia en la pragmática por encima, incluso, de la semántica, la lingüística cognitiva no tiene más remedio que declararse relativista. El problema es que ha llegado al mundo cuando ya nadie en el campo lingüístico cree en el relativismo. Por otra parte, tampoco puede pretender buscar universales lingüísticos, pues en esa orilla está, desde el comienzo, su gran coco malo, papá Chomsky. Es divertidísimo leer el capítulo dedicado a “Cognitive linguistic and linguistic relativity”, en el que Eric Pederson hace todo tipo de malabarismos para demostrar que... “ya veremos”. Memorable es el apartado dedicado a la construcción de contrafactuales y relaciones causales en las diferentes lenguas. El chino (que, por cierto, es un idioma que no existe, pues en China se hablan una infinidad de dialectos con cierto “aire de familia”) carece de contrafactuales, razón por la cual los chinos establecen relaciones causales de modo diferente a los ingleses. Claro que también el japonés carece de contrafactuales y las secuencias causales de sus hablantes son como las de los angloparlantes. El árabe que tiene contrafactuales no genera, en cambio, relaciones causales como las de los ingleses. ¡Hombre! concluye Pederson, de relativismo lingüístico, de relativismo lingüístico en sentido estricto, no se puede hablar... “No está demostrado” que el lenguaje determine el pensamiento... A lo mejor en un futuro... Pero, y éste es el suelo firme sobre el que se asienta la lingüística cognitiva, sí se puede decir que la cultura determina el pensamiento. Dicho de otro modo, Pederson dedica 32 páginas a demostrar que las culturas son un modo de ver el mundo. De semejante conclusión, como del resto de este volumen, no se puede decir que sea errónea, lo que sí se puede decir es que es trivial. Simplemente, para semejante viaje, no hacían falta tantas alforjas.