Parece haber sido Paracelso el primero en afirmar que enterrando una bolsa con carbón, mercurio, pelo o piel de un ser humano y rodeándolo todo de estiércol de caballo, nacía una especie de ser humano en miniatura capaz de realizar las tareas que se le encomendasen... durante un cierto tiempo. Después se volvía cada vez más protestón y, al final, se daba a la fuga. A este simpático personajillo se le dio el nombre de homúnculo y se hizo tan popular que a finales del siglo XVII saltó a la ciencia. A mediados de ese siglo, van Leeuwenhoek, utilizando microscopios de fabricación propia, observó por primera vez las bacterias, los glóbulos rojos y los espermatozoides. Lo de las bacterias y los glóbulos rojos estaba bien, pero lo de los espermatozoides fascinó a los científicos de la época, pues planteaba la enigmática cuestión de cómo un ser humano podía salir de algo que no era un ser humano. Por fortuna para todos apareció Nicolás Hartsoeker, quien observó la presencia de una especie de homúnculo en el interior de cada espermatozoide. De este modo, un ser humano salía, como era obvio, de otro ser humano más pequeñito y, por añadidura se aclaraba que las mujeres sólo aportaban a la concepción el alimento necesario para que ese homúnculo se desarrollaba. Esta “explicación” tuvo enorme éxito, pese a que dejaba sin aclarar muchas cosas, por ejemplo, por qué todas las mujeres acaban pareciéndose a su madre. Además, si los homúnculos estaban en los espermatozoides, debía haber espermatozoides de los espermatozoides que dieran lugar a aquéllos. Los homúnculos empezaron a proliferar entonces hasta tal punto, que no tardaron en meterse en nuestras cabezas. Entre los responsables de semejante acontecimiento está un tal Sigmund Freud.
Si uno analiza la primera tópica, descubrirá que el motivo por el cual yo deseo comerme un helado no es porque yo quiera comerme un helado, es porque hay una especie de pequeño hombrecillo en mi cerebro que me conduce inevitablemente a comerme ese helado, hombrecillo que yo no controlo, bien al contrario, es él quien me domina a mí. A este homúnculo, Freud, lo llamó el inconsciente. El inconsciente serían todos aquellos contenidos que la conciencia no puede aceptar y que, por tanto, rechaza a capas más profundas de la psique de donde, en principio, no pueden volver a aflorar. Sin embargo, esta descripción adjudica a la conciencia una capacidad activa, una fuerza, que difícilmente puede encajar en el sistema freudiano, en el cual, la conciencia resulta ser un mero residuo del inconsciente que, por carecer, hasta carece de energía propia. Si, efectivamente, tuviera poder para rechazar determinados contenidos, habría que preguntarse para qué más tiene poder. Por tanto, en múltiples ocasiones Freud explica que es el inconsciente el que, en actitud paternal, arrebata determinados contenidos a la conciencia, que ésta no puede tolerar, para protegerla. Claro que en este caso hay que explicar por qué, acto seguido, el inconsciente trata de que esos contenidos vuelvan a la conciencia de un modo más o menos modificado pero no menos inquietante. Todavía mejor, cuando el paciente de una enfermedad mental decide ir al psicólogo para sanar de la misma, ¿quién ha tomado esa decisión? ¿la conciencia que carece de poder? ¿acaso es el inconsciente el que, reconocedor de sus desmanes, quiere que se le pongan coto? Así que ya tenemos a un inconsciente paternalista, caprichoso, poderoso, con mala conciencia y tan protestón como lo había descrito Paracelso, en definitiva, un homúnculo que subyuga de modo continuado a nuestra conciencia.
Por supuesto, la presencia de tal hombrecillo vuelve a plantear problemas de consistencia. Está muy bien que yo quiera comerme un helado porque mi homúnculo lo quiere, pero, ¿por qué lo quiere? Freud propuso que en la cabeza de ese pequeño hombrecillo hay otro pequeño hombrecillo, tan pequeño que, de hecho, es un niño. Son mis experiencias infantiles las que conducen a que el homúnculo que me domina quiera un helado. La cuestión está en que, entonces, en la cabeza de ese niño también tiene que haber un homúnculo más pequeñito, en cuya cabeza debe haber otro niño, etc. Hay otra solución, plantear que existen en nosotros tendencias naturales que nos llevan a querer lo que queremos, aunque entonces, la cadena de homúnculos resulta innecesaria. Yo quiero comerme un helado porque hay una tendencia natural en mí a hacerlo. Sabedor de este problema, Freud no tardó en abandonar su primera tópica por la segunda, lo cual no ha evitado la pervivencia del primer homúnculo. El común de los mortales va por ahí convencido de que lo que le ocurre es resultado de un inconsciente protestón que lo explica todo porque, en realidad, no explica nada de nada o al menos, no más de lo que había logrado explicar Hartsoeker.