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domingo, 4 de febrero de 2018

El nuevo biopoder (6)

   Los filósofos del siglo pasado creyeron haber alcanzado el más alto grado de radicalidad preguntando por aquello que sale de nuestra boca. “¿Qué es referencia? ¿qué es significado? ¿qué se puede hacer con una palabra?” así inquirían mientras parpadeaban. A la vez, el pensamiento vigesimico afirmó que lo que sale de nuestras bocas viene determinado por un esotérico balance de sustancias sutiles de nuestro cerebro. “¿Qué cantidad de serotonina se necesita para amar? ¿qué cantidad de dopamina para encontrar la verdad? ¿cuánto litio hace falta para ser feliz?” Así hablaban los hombres del siglo pasado y parpadeaban degustando la profundidad de su ingenio. A ninguno de ellos se le ocurrió preguntar por lo que entra por nuestras bocas pese a que, evidentemente, debe influir en el misterioso balance de sustancias sutiles de nuestro cerebro. Por eso, el nivel de radicalidad de la filosofía del siglo pasado apenas alcanzó el de los eslóganes para vender detergentes. Un caso palmario lo encontramos en Martin Heidegger.
   Todavía hoy, filósofos anquilosados en los problemas del pretérito, buscan proteger conceptualmente aventuras, de supuesto progresismo, con textos heideggerianos de los que sólo pueden salir proyectos de un parduzco nazilongo. Quizás la exégesis del Dasein pudo tener algo de interés en 1927, cuando apareció el primer y, a la postre único, volumen de Ser y tiempo. Yo lo dudo porque, como pudo comprobar Hannah Arendt  en sus propias carnes, Heidegger conocía muy bien un modo de ocultarnos nuestro ser-para-la-muerte sobre el que no se encontrará rastro alguno en sus textos. Sin embargo, el modo que sí tematiza, la existencia impropia del “se dice”, “se cuenta”, de las habladurías desestructuradas, ha cambiado drásticamente. Las habladurías con las que nosotros tratamos de eludir nuestra propia finitud ya no consisten en una rumorología desestructurada, sino en un discurso de pretensiones científicas pero que apenas si ha alcanzado a nombrar familias de los viejos “espíritus animales” con los que Malebranche explicaba el funcionamiento del cerebro en el siglo XVII. Los modernos frenólogos se ríen de las viejas explicaciones cartesianas mientras que hacen juegos con sustancias alquímicas tales como la dopamina, la serotonina y las endorfinas, sin que eso haya contribuido mucho a esclarecer cómo funcionan realmente y, sobre todo, ocultando al gran público, por ejemplo, que el 95% de esa serotonina que tantos pensamientos causa en nuestro cerebro, se halla en el intestino.
   Heidegger mismo constató el fracaso del proyecto que iniciaba Ser y tiempo porque el tiempo no resulta alcanzable desde el "ser". Si se quiere captar el devenir, el tránsito, el incesante cambio de la realidad, debemos abandonar el ser, cosa que Heidegger, como buen platónico, se negó a hacer. Al Dasein el tiempo le resulta ajeno, incluso su propia muerte le resulta ajena, mientras que para nosotros, occidentales del siglo XXI, el horizonte de la temporalidad no se halla marcado por una muerte que algunos papanatas amenazan aplazar sine die, sino por ese cáncer que todos habremos de pasar si la esperanza de vida se dilata más allá de los cien años. Nuestro tiempo ya no viene medido por relojes de horas indiferenciadas y calendarios de días iguales. El intervalo temporal básico lo señalan las dosis correspondientes de medicamentos que nos indican el transcurso del tiempo por las pastillas que aún quedan en el bote o la tableta y nos señalan el momento en que habremos de acudir a la farmacia o el mes en el que habremos de pedir cita para nuestra inevitable revisión.
   El Dasein de Heidegger, angustiado por su arrojo a un mundo que no ha elegido, por la posibilidad del fin de todas las posibilidades, no parece necesitar ansiolíticos, antidepresivos, ni inhibidores selectivos de la serotonina, como necesitamos todos nosotros, ni siquiera tiene el ibuprofeno que viene ya con el bolso de las mujeres cuando lo compran. Vive en el “ser”, sin razón, sin fundamento, sin pastillas. No debe extrañarnos. Primero, porque Ser y tiempo apareció 20 años antes de que comenzaran a producirse en masa medicamentos tan básicos hoy día como los antibióticos. Segundo, porque si rastreamos la superficie de afloramiento del concepto de “Dasein”, lo veremos aparecer en los textos de Hegel, de Fichte e, incluso, de Kant, referido a Dios. Y ahora podemos entender por qué al Dasein se lo arroja al mundo, porque eso hizo precisamente el Dios cristiano con su hijo, mientras que todos nosotros, en lugar de arrojársenos, se nos saca del vientre materno protegidos por un atento grupo de médicos, del mismo modo que se saca a los iniciados tras el proceso de admisión en la tribu o en la logia. El Dasein, como las palomas de Skinner, como Dios, no tiene aparato digestivo, ni sistema inmunitario, ni cerebro, porque no tiene interior. Constituye el centro, el kentron, de un horizonte que, por definición, no puede tener nada él mismo dentro. Tiene entes a-la-mano, se halla cabe-los-entes-intramundanos, puede caracterizárselo como un ser-con, pero en ninguno de estos existenciarios hay lugar para las medicinas. De un modo burdo e inexacto podemos definir a quienes vivimos en este siglo XXI antes como animales medicalizados que como animales racionales. Al fin y al cabo, se necesita como mínimo una década para que pueda apreciarse algo de racionalidad en un ser humano. Sin embargo, en ese momento, ya se nos ha vacunado múltiplemente, hemos engullido un buen montón de mucolíticos, antitusígenos y descompresores de las vías respiratorias, sin contar con que, de seguir las indicaciones de las sociedades médicas norteamericanas, llevaremos más de un lustro controlando nuestra tensión arterial.
   El ser-con heideggeriano no se refería a nuestro ser-con-las-medicinas y ni siquiera, algo que hubiese resultado de preclara brillantez, a nuestro ser-con-la-flora-bacteriana. Se refiere a ser-con-los-otros, por lo que nuestras pastillitas se hallan excluidas de esa categoría. Tampoco puede caracterizarse apropiadamente las medicinas como ser-a-la-mano, pues si bien se podría decir que nos hemos vuelto incapaces de vivir lejos de cualquier analgésico, antipirético o antihistamínico, realmente debe describírsenos en términos de quienes buscan constantemente una situación en la que tener una excusa para engullirlos. Mas que cabe-los-entes-intramundanos, el Dasein de nuestros días necesita para existir que unos entes intramundanos muy característicos, llamados medicamentos, se hallen en su interior, precisamente allí donde desaparece todo horizonte hermenéutico y comienza a funcionar la digestión, la absorción y la asimilación de esos productos ajenos a nosotros, procesos todos ellos sobre los que Heidegger no dice absolutamente nada no sabemos si por ignorancia o por connivencia con quienes han hecho de este modo de ser-para-la-muerte el único posible.
   Si la filosofía quiere tener un futuro, si quiere hablar sobre los seres humanos que poblarán este siglo XXI, si quiere dejar de dar vueltas en la vieja noria de las interpretaciones, los juegos del lenguaje y las acciones comunicativas, tendrá que negarse a escuchar la voz de ese Ser que sale por la televisión o por los canales de youtube y comenzar a desvelar de qué modo y con qué ejército de colaboracionistas el nuevo biopoder encarnado en el big pharma ha configurado nuestra manera de pensar y, sobre todo, de pensarnos.

domingo, 31 de mayo de 2015

El velo de la verdad

   Arthur Schopenhauer fue un filósofo alemán nacido en 1788 en el seno de una familia acomodada. Sus padres le procuraron una exquisita formación que incluyó contactos con lo más granado de la intelectualidad alemana y viajes por media Europa. Además del griego y el latín, parece que manejó con soltura el sánscrito y él mismo, en el prólogo de su obra capital, El mundo como voluntad y representación, recomienda a sus lectores un conocimiento profundo de los Vedas. Del mismo modo, les recomienda manejar con soltura la filosofía de Platón y Kant, fuentes todas estas que ayudaron a construir su filosofía aunque su filosofía, dice Schopenhauer, no está contenida en ellas, pues va mucho más allá. Como ya habrán podido deducir, Schopenhauer es un ejemplo de que una educación exquisita y una amplia cultura no bastan para hacer de alguien una buena persona. Desde luego no lo fue. Predicó el misticismo y el ascetismo al tiempo que desparramaba por su obra todo tipo de comentarios misóginos. Escribió mucho acerca del sufrimiento en el mundo y nunca hizo nada por mitigarlo en su más pequeña medida. Eso sí, puso de moda una género de misantropía que a muchos de sus seguidores les ha servido para esconder, bajo una cierta pose desencantada, el deseo de medrar a costa de los demás. 
   Después de exigir conocimientos tan amplios como los que él poseía, pide, igualmente, dos lecturas de su libro “para comprender bien el pensamiento aquí desarrollado”. Es cierto que, tras dos lecturas, uno acaba entendiéndolo bien, pero también acaba preguntándose si Schopenhauer llegó a leerse dos veces los textos de Platón, Kant y los Upanishades porque no parece haber entendido gran cosa de ellos. El “Kant” de Schopenhauer está interesado, sobre todo, por lo que hay más allá de los fenómenos que es, precisamente, lo que el Kant real dijo que jamás podemos llegar a conocer. A Platón se lo despoja de pretensiones ontológicas para hacer de su sistema una filosofía del arte, algo que, de vivir en ella, le hubiese costado a Schopenahuer la inmediata expulsión de la República platónica. Peor fue, sin embargo, el atentado contra los textos sagrados del hinduismo. Lo único que Schopenhauer parece haber leído en ellos es algo relacionado con un cierto "velo de Maya" que cubriría la realidad y que la intuición intelectual kantiana (ésa que Kant dijo que no teníamos), nos permitiría levantar para observar cómo son realmente las cosas. 
   La razón por la que digo que el atentado contra el pensamiento sagrado hindú fue peor es porque creó escuela. El “velo de Maya” se convirtió en un tópico común a la hora de entender dicho pensamiento. Todavía más, a partir de él, intentaron entenderse otras tradiciones. A principios del siglo XX, Martin Heidegger descubrió el velo de Maya no en el lejano pensamiento oriental sino en el seno mismo de la tradición occidental, esto es, en el pensamiento griego. La verdad, en griego antiguo, se designaba con la palabra “aletheia”, en la cual Heidegger descubrió un prefijo negativo “a-“ que permitía traducirla como “des-velamiento”, “des-ocultación”. Mejor aún, liberado por completo de influencias racionalistas, Heidegger negaba la capacidad del sujeto para levantar ni siquiera un velo. Por tanto, nada de intuiciones intelectuales, ni de actitudes estéticas, y ni siquiera de música, como había propuesto Schopenhauer. Lo que uno debía escuchar era a esa realidad tras el velo en sus manifestaciones o, dicho de otro modo, debemos quedarnos “escuchando la voz del Führer”. ¡Uy, perdón! Me he equivocado, he querido decir “escuchando la voz del Ser”.
   Lo cierto es que la religión hindú es milenaria y sutil. Ha dado lugar a decenas de interpretaciones, doctrinas, teorías y prácticas. Resumirlo todo en la idea de que hay algo que des-velar, que des-ocultar, que hay que levantar un supuesto velo, como si fuese una alfombra para ver qué colillas se han ocultado bajo ella, es una manera de proceder muy occidental, pero poco respetuosa con el original. Es obvio que para el pensamiento hindú las apariencias no conforman la realidad, sin embargo, el velo de Maya no se puede ni se debe levantar. Si levantáramos el velo de Maya, caeríamos en el extravío pues más allá de él no hay nada sensible ni categorizable, nada captable por los sentidos ni por la razón, nada a lo que estemos acostumbrados ni que podamos utilizar, en definitiva, erraríamos en un vacío en el que no podríamos agarrarnos a nada. La verdad no es lo que está “debajo” del velo, la verdad es que el velo está ahí y cubre algo. No podemos, por tanto, levantar el velo, debemos explorarlo, seguir los hilos que lo constituyen para ver cómo está anudado, analizar cada uno de sus pliegues para deducir qué fuerzas lo han constituido. De ese modo, negándonos a quedarnos con lo dado y tratando de ir siempre más allá, llegaremos a la verdad.  Y la verdad, según el pensamiento tradicional hindú, insisto, no es lo que está más allá del velo, la verdad es que lo real está velado. Esta idea, ciertamente, no pertenece a una exótica manera de entender las cosas de una remota civilización, bien al contrario, parece haber sido una idea muy común en diferentes culturas tradicionales. Por eso no debe resultar extraño encontrarla también en el pensamiento clásico de Grecia. La “a-letheia”, la verdad griega, no es la “des-ocultación”, pues nada parece haber sido más patente que el hecho de que lo aparente no agota la realidad. La “a-letheia” es el des-cubrimiento, el resultado de una actividad exploratoria que nos hace salir al mundo y cartografiar sus posibilidades. Aquí hay quienes han querido ver una influencia de la India en Grecia o de Grecia en la India, incluso los hay que han encontrado en semejante coincidencia una prueba de cierta philosophia perennis. En realidad, la fuente de tal coincidencia es la vida cotidiana. Todos sabemos que des-cubrir cómo es realmente una persona, descubrir su verdad, no consiste en desnudarla (pues la silicona seguiría sin salir a la luz), consiste en comprender cómo y por qué sus acciones dimanan de ella.

domingo, 21 de diciembre de 2014

Platón en Siracusa (y 3)

   “Siracusa” ha ejercido un atractivo constante sobre los filósofos o, mejor dicho, sobre los hombres que han hecho filosofía. La filosofía por sí misma ha tenido pocas razones, por no decir ninguna, para ir a “Siracusa”. Pero los hombres que la han hecho han sentido con frecuencia que las cosas iban demasiado lentas, o que estaban solos, o que sus ideas no acababan de impregnar la sociedad, o, más comúnmente, no se han dado cuenta de que era la vanidad característica de los hombres y no los razonamientos, la que guiaba sus pasos hacia la política. Son muchos, muchos de los grandes y aún más de los medianos y de los pequeños, los que han acabado en “Siracusa”. Ahí tenemos a Karl Marx fundando un Partido Comunista cuya existencia era superflua si leemos sus textos en el sentido de que el capitalismo, inevitablemente, conduce a la revolución proletaria. A Marx, como a Platón, se le suele echar en cara el fracaso de su Siracusa particular en la forma del gulag estalinista. Curiosamente este comportamiento no se reproduce con otros siracusanos, tales como Martin Heidegger. Al parecer, por una parte está el ciudadano Heidegger, sucesor en el decanato de Friburgo de su “maestro y amigo” E. Husserl, destituido por judío, o el ciudadano Heidegger, que en 1953 aún hablaba de “la grandeza del nazismo” y por otra parte, el filósofo Heidegger, cuyo Ser y tiempo, está limpio como una patena de la sangre vertida en Auschwitz. Lo cierto es que Heidegger declaró expresamente su deseo de poner su filosofía al servicio del tirano y no para proveer a su país de leyes más justas, no, sino para facilitar la carnicería. Éste es el único modo sensato de entender su doctrina de que el ser se muestra en el acontecimiento, su recomendación de “quedarse escuchando la voz del ser” que lanzaba discursos incendiarios por las radios alemanas de la época, o su exégesis del ser-para-la-muerte, al cabo, poco más que una glosa de ese “novio de la muerte” que anduvo de cruzada por España.
   Menciono a Marx y a Heidegger como podía mencionar a tantos otros, de su altura o mucho más pequeños, que no supieron entender lo ocurrido con Platón en Siracusa. Porque las estancias de Platón en Siracusa son narradas habitualmente como la historia de un fracaso. El propio Platón debía verlo así y sus contemporáneos, entre los que se encontraban muchos de los partidarios y familiares de Dión, no debieron verlo de otra manera, como lo demuestra la prolijidad de la carta VII. Suele decirse que Platón ni siquiera se acercó a hacer de la sociedad siracusana una sociedad más justa y/o feliz. La propia afirmación platónica de que habrá mal en el mundo mientras los reyes no sean filósofos o los filósofos reyes, se ve, a la luz de estos acontecimientos, como equivalente a afirmar que siempre habrá mal en el mundo. Sin embargo, si uno se detiene a analizar los hechos históricos, obtendrá otras consecuencias. 
   En efecto, para empezar, Platón logró que, efectivamente, hubiese un rey filósofo, porque, al final, Dionisio acabó reclamando para sí el título de filósofo y rey (o tirano), por más que Platón se lo negara. Que semejante rey-filófoso contribuyese a atemperar el mal en el mundo o no, ya es otra cuestión. Todavía mejor, hubo un filósofo, o, al menos, alguien imbuido por el espíritu filosófico, que acabó siendo rey, Dión, por mucho que lo fuese durante un tiempo extremadamente breve.
   Platón deja muy claro que el filósofo no debe prestarse a ser un mero nombre que el tirano de turno use en su beneficio. Cualquiera que se deje ver en compañía de un político contribuyendo con su nombre a acrecentar la fama de éste, siempre podrá aducir como razón su derecho a medrar, pero no el servicio fiel a la filosofía. Tampoco debe el filósofo ir prodigando sus consejos entre aquellos que no están dispuestos a aprovecharlos o quienes, simplemente, no los han pedido. Ni va a tardar mucho en ser quitado de en medio el filósofo que llegue al poder por medio de la espada (o las urnas). El apoyo popular a quien, por propia naturaleza, es un extranjero en todas partes, salvo en la République des lettres, difícilmente podrá ser sincero o duradero. Y, sin embargo, Platón y su filosofía sí que tuvieron una influencia real y decisiva sobre los acontecimientos. Porque Platón sí que contribuyó, por lo menos al intento, de hacer de la sociedad siracusana en particular (y de este mundo en general), algo mejor. Semejante logro no lo alcanzó ni mediante el ejercicio directo del poder, ni mediante su ejercicio mediado, a través de la influencia sobre quien ejercía el gobierno, lo alcanzó mediante la enseñanza, mediante la educación. Fue la trasmisión de sus ideas (a Dión), la que provocó una serie de acontecimientos históricos que acabaron desencadenando la caída del tirano. Dicho de otro modo, es en su tarea como educador donde radica la posibilidad de que el filósofo ejerza un papel efectivo y aún revolucionario sobre la realidad política de un país

domingo, 4 de mayo de 2014

La máquina y el tiempo.

   El pasado fin de semana no apareció la habitual entrada en este blog por culpa de un problema informático. Mi ordenador llevaba varios días con un ruido raro. Al final, se apagó la pantalla y los intentos por reiniciarlo fueron baldíos. Según me dijeron en el servicio técnico se había ido el disco duro. Me lo devolvieron el viernes. Parecía funcionar correctamente y habían rescatado la práctica totalidad de datos. Por otra parte, suelo hacer copias de seguridad con cierta frecuencia. Sin embargo tener un ordenador que funciona bien resulta algo muy diferente de tener un ordenador que hace lo que uno necesita que haga. Con frecuencia ambos términos no pueden compatibilizarse. Dediqué todo el fin de semana a reinstalar los programas que necesitaba y a poner los datos en su ubicación pertinente. Cuando me di cuenta, pese a haber redactado una entrada, se había hecho tan tarde que no podía dedicarme a subirla. 
   Hasta aquí un relato aburrido por habitual y que seguro que a Ud. querido/a lector/a, le sonará extremadamente familiar porque lo ha vivido en alguna ocasión. Lo extraño, lo sorprendente, de toda esta historia consiste, precisamente, en que nos resulte tan aburrido por familiar. Hace apenas dos generaciones, los seres humanos podían vivir sin tener que afrontar el terror de perder todos sus recuerdos, de verse incapacitados para sus tareas habituales, de comprar, mantener el contacto con sus amigos y, sobre todo, ver desaparecida su identidad, por el fallo de un dispositivo. Nuestros padres, nuestros abuelos, se sorprenderían ante la certeza con que nos confrontamos cada día, a saber, que únicamente el papel garantiza la perdurabilidad.. Las fotografías no impresas, las canciones no recogidas en discos de vinilo, están destinadas a desaparecer como lágrimas en la lluvia. 
   Si uno abre un libro de los años 30 del siglo XX, El ser y el tiempo de Martin Heidegger, por ejemplo, no puede dejar de sonreír. Heidegger comienza muy bien, nos advierte que los útiles nos rodean aunque no reparamos en ellos... hasta que dejan de estar presentes o pierden su utilidad. En esto consiste el famoso ser-a-la-mano que bien podría definir lo que le ocurrió a mi disco duro. Este escrito describe algo del mundo actual, por tanto, hasta la página 115 o por ahí. Desde ese momento todo se transforma. El ser-a-la-mano ya no configura un espacio o, por lo menos, no un espacio físico. Los entes que mi mano buscaba para poner mi ordenador de nuevo en funcionamiento no se hallaban, desde luego, en mi cercanía. Todo lo más en la cercanía de mi ordenador, en esa red posicional que configura Internet y en la que la cercanía no la marca lo largo de mi mano sino el número de nodos que hay que atravesar hasta llegar a un servidor remoto. El ordenador, la red, la máquina o la tecnología, como se quiera decir, configura ahora el mundo, mundo no espacial o, al menos, no físicamente espacial, sino de un espacio topológico. De hecho, ya no se nos puede definir como “seres-con”. No convivimos o, dicho de otro modo, las personas que configuran nuestra vida no se hallan con nosotros en la misma habituación, edificio, ciudad o país. Incluso en el caso en que así pueda describirse la situación, no establecemos una relación con ellas por nuestra con-vivencia, la establecemos por medio de un aparato, como esos amigos que se mandan whatsapps de un lado a otro de la mesa del restaurante. De la máquina, no de los seres humanos puede ahora decirse con exactitud que “es-con”. Toda máquina “es-con” otra máquina con la que se conecta y sin la cual no podría existir. Una máquina que no “sea-con” otra, que no pueda “compartir un mundo”, quiero decir, información, con otra máquina, carece por completo de sentido y resulta condenada a su destrucción. 
   La propia máquina ha devenido el Da-sein de Heidegger, el ser-ahí, que en otras ocasiones aparece descrito como un kéntron, como el punto que define un entorno u horizonte. El televisor  está situado en el centro no geométrico, pero sí vital de nuestros salones. En torno a él se configura el horizonte de nuestras miradas. Otro tanto cabe decir de los ordenadores en nuestros despachos, oficinas y hogares. Como ya he explicado esta duplicidad de centros resulta incómoda y se acerca la época en que un sólo centro lo configure todo. Desde ese centro, el ser-ahí, quiero decir, el dispositivo, el televisor, el ordenador, se “encuentra”. El “encontrarse” lo define Heidegger de un modo cándido como el “temple”, el “estado de ánimo”, en resumen, el modo en que se conecta con lo que le rodea el Dasein. Y, en efecto, de ese centro ocupado por nuestro ordenador brotan todo tipo de conexiones hacia los más diferentes dispositivos para garantizar el ser-con de nuestra máquina. Conexiones que, como el temple o el estado de ánimo, dependen del día. Hay días en que nuestros aparatos deciden que no tienen ganas de conectarse y hay que hacerles verdaderas cucamonas para conseguir cambiar ese temple. De hecho yo tuve un ordenador al que había que mecer para que funcionara. Sí, sí, como lo oye, mecerlo. Un día le daba al botón de encendido y no ocurría nada. Le quitaba todos los cables a la torre, la cogía en brazos, le daba un paseíto por la habitación, volvía a enchufarle todos los cables y voilà, funcionaba a la perfección(*).
   Realmente podríamos seguir esta interpretación de El Ser y el tiempo mucho más lejos, pero bastará con recordar que, según Heidegger, el “ser-para-la-muerte”, configura toda la temporalidad del Dasein y su propia “mundaneidad”, quiero decir, su “ser-en-el-mundo”. No puede describirse con mayor precisión lo característico de cualquier dispositivo, su obsolescencia programada, el hecho de que, más pronto que tarde, dejará de funcionar, bien por un fallo, bien por no poderse conectar con los nuevos dispositivos que vayan surgiendo. Resulta ridículo, por tanto, leer las advertencias de Heidegger de que la técnica oculta el ser de las cosas, sus profecías ante un mundo técnico que tergiversa el sentido real de los acontecimientos. Sospechaba, quizás, lo que ha acabado ocurriendo, que la técnica se ha convertido en el único y verdadero ser de las cosas y que la propia filosofía de Heidegger no resulta inteligible hoy día más que como una analítica ontológica de nuestras máquinas. Al fin y al cabo, no hay mayor ejercicio de hermenéutica que interpretar lo que dice un manual de instrucciones.
   Por cierto, mi ordenador ha dejado de funcionar otra vez..





   (*) ¿Imposible? Pues no. Ocurría eso exactamente y se trataba de un problema de conexiones. El cable de la fuente de alimentación no entraba completamente en el enchufe del disco duro. El meneíto por la habitación solía hacer que entrara el par de milímetros suficientes para hacer contacto. Me costó media docena de viajes al servicio técnico averiguarlo.

domingo, 6 de octubre de 2013

¿Es inhóspita la filosofía para las mujeres? (y 4)

   Me parece que haré bien en resumir hasta dónde hemos llegado. Lo primero que debemos tener claro es que cuando se habla de sexismo es muy difícil que algo esté claro. Una cosa es lo que uno dice y por qué, otra lo que una mujer puede llegar a entender y por qué y otra, totalmente distinta, es que si no se lanzan vítores entusiastas a los tópicos feministas, se tiene que estar incurriendo en algún género de machismo. Lo segundo es que en la historia de la filosofía no hay más ni menos sexismo que en la historia de la humanidad en general, lo cual no dice nada bueno a favor de la filosofía, pero tampoco nada tan malo como se suele insinuar. Lo tercero es que los problemas de sexismo en la filosofía norteamericana tienen más que ver con las características del mundo académico norteamericano que con la filosofía en general. Nos queda, pues, averiguar si la situación de la mujer en el mundo académico de la filosofía norteamericana es peor que en otros ámbitos. En caso de que no sea peor habría que explicar por qué tampoco es sensiblemente mejor y, finalmente, por qué, pese a todo, llama tanto la atención el caso de la filosofía. Comencemos, pues.
   Realmente, dudo mucho que, sea cual sea la situación de la mujer en el mundo filosófico norteamericano, sea peor que su situación en el mundo de la economía, por poner un ejemplo. También la historia del pensamiento económico es obra de hombres, los premios Nobel de economía son hombres y mejor no meternos con cuántas ejecutivas, miembros de consejos de dirección o brokers existen en cualquier parte del mundo. Y aquí nos encontramos con algo que no me cansaré de repetir, que el mundo no está hecho a imagen y semejanza de los hombres, sino que hombres y mujeres, tienen que entrar cómo sea en la imagen de los triunfadores que nos ofrece nuestra sociedad. ¿Por qué digo esto? Porque estoy deseoso de ver algún estudio sobre las estrategias que ponen en práctica las mujeres ejecutivas, directoras generales o empresarias del mundo, a ver si de verdad son más democráticas, más humanas y más dialogantes que las puestas en práctica por hombres.
   En cualquier caso, los diferentes testimonios aportados por The New York Times tampoco concluían que las cosas en filosofía fuesen muchos peores que en otros ámbitos, sino, simplemente, que no eran mejores. De hecho había una comparación muy desfavorable para la filosofía con el mundo de las matemáticas. ¿Por qué? La respuesta puede encontrarse en un libro que debería ser de obligada lectura para cualquiera que quiera dedicarse a esto, el  Companion to African Philosophy, de cuya edición se encargó Kwasi Wiredu en 2004. Allí, M. P. More explicaba detenidamente el papel que jugó la filosofía en la constitución del régimen del apartheid sudafricano. La conclusión que se puede extraer de esas páginas es muy simple, únicamente los filósofos de tendencias marxistas o materialistas, ejercieron una franca oposición al régimen racista sudafricano. Oposición que, en algún caso, pagaron con su vida. Los idealistas, particularmente los fichteanos, los fenomenólogos, los hermeneutas y, cómo no, los heideggerianos, colaboraron activamente en sentar los pilares ideológicos del apartheid. La propia filosofía de John Rawls fue adaptada sin muchas dificultades para sustentar la necesidad de segregar a blancos y negros. Todo aquel que quiso medrar sin mancharse demasiado las manos, los que preferían mirar para otro lado mientras sacaban tajada, se apuntaron a la filosofía del lenguaje. Cuando la policía racista asesinaba niños en Soweto, ellos se dedicaban a analizar los diferentes usos del término apartheid para ver qué significaba. Obviamente, a más de uno acabó revolviéndose el estómago y tomando postura contra lo que ocurría. Pero incluso ellos no tenían más remedio que hacerlo a nivel personal, con las mismas armas conceptuales para enfrentarlo que el tendero de la esquina, porque un buen filósofo del lenguaje no puede adoptar un papel distinto de un etnolingüista, analizar lo que ve sin juzgarlo.
   He aquí que ahora tenemos un país, los EEUU, cuyo panorama filosófico está dominado por la filosofía del lenguaje y, casualmente, volvemos a encontrarnos con gente que se limita a analizar el uso del término "sexismo" para ver su significado y, si viene al caso, sacar algo de tajada. No quiero decir que un filósofo del lenguaje tenga que ser un acosador sexual, pero sí, una vez más, que está tan desarmado conceptualmente para luchar contra el sexismo como lo estuvieron los filósofos del lenguaje sudafricanos para luchar contra el apartheid. Si de verdad se quiere hacer frente a lo que existe y no meramente constatarlo, hace falta algo más que el análisis lingüístico y esto ya no es una cuestión de cuál sea el lenguaje o de cuál sea la minoría oprimida.
   Obviamente los filósofos del lenguaje no tienen la culpa de todo, ya lo hemos dicho. El mundo académico de la filosofía está plagado de miserables de toda laya (y no únicamente el mundo de la filosofía del lenguaje). Es algo que, para los ajenos a este mundillo, sorprende, por esa imagen del filósofo tan elevada, tan espiritual, que casi equipara filosofía con santidad. Pero, como siempre que se habla de elevación, de espiritualidad, de santidad, la casa se nos llena de sinvergüenzas. No es culpa de la elevación, de la espiritualidad, de la filosofía, es culpa de los estómagos agradecidos de turno, que ya no saben poner freno a lo que viene después. Por ello, la verdad es que, más que “filosofía”, el nombre que le cuadra a esta disciplina es “escatología”, pues en ella se mezclan de un modo muy particular, las preguntas trascendentales con la mierda. 

domingo, 19 de agosto de 2012

Una historia que es una bomba (3. Hechos, leyendas y moralejas)

   El año 1941 fue crucial para el proyecto nuclear alemán. Por un lado tenemos a un Hitler deseoso del arma definitiva y por otro a unos científicos erráticos que avanzan al paso de una tortuga con reúma. En octubre de ese año Heisenberg se entrevista con Niels Bohr. Hay dos versiones de esa entrevista. Una es la de Heisenberg, según la cual, le contó a Bohr su frustración por un programa nuclear que iba de cabeza hacia el fracaso. Otra es la de Bohr, que llega a EEUU alarmado por lo extraordinariamente cerca que están los alemanes de la bomba atómica. ¿Qué fue lo que le contó de verdad Heisenberg a Bohr? En sus memorias Heisenberg asegura que sólo le insistió sobre su intento de reconducir el proyecto nuclear hacia usos civiles, algo, desde luego, nada alarmante. Pero quizás, también deslizara su preocupación por no ser el único que estaba investigando la energía nuclear en Alemania...
   En efecto, un poquito hartos ya, la verdad, los nazis llegan a la consecuencia que también habían pergeñado los japoneses, a saber, que si uno quiere fabricar algo, lo mejor es ponerlo en manos de ingenieros y no de científicos. Justamente cuando Speer está entregando una enorme suma de dinero para su proyecto a Heisenbreg, se crean dos grupos paralelos al proyecto "oficial" para la fabricación de la bomba atómica. Uno, a cargo de Manfred von Ardenne, progresa vertiginosamente en la producción de Uranio 235, entre otras cosas. El otro, liderado por un misterioso general Kammler, no se sabe muy bien qué hacía, pero termina por fusionarse con el primero en 1944. A partir de aquí es difícil desligar lo que son hechos, de lo que son teorías, de lo que son simples leyendas urbanas.
   Es un hecho que el general Kammler nunca estuvo enterrado en la tumba que llevaba su nombre. Es un hecho que von Ardenne acaba siendo pieza clave en la fabricación de la bomba atómica soviética. Es un hecho que, en los últimos días de Hitler, un submarino, el U-234, zarpa rumbo a Japón cargado de material nuclear y de un detonador ideal para hacer explotar una bomba de Plutonio. El detonador acabará llegando a Japón, más en concreto, a Nagasaki... ¡dentro de Fat boy, la bomba de Plutonio de los americanos! El submarino acabó entregándose a éstos tras la rendición de Alemania.
   Si el submarino portaba un detonador para una bomba de Plutonio y si fue fabricado por von Ardenne, cabe teorizar que éste, en realidad, acabó aceptando las conclusiones de Bolthe y que su contribución consistió en suministrar combustible nuclear y preparar la fabricación de un ingenio que utilizase los residuos de la fisión nuclear que se producen en un reactor. Pero por aquí aparece un periodista italiano que asegura haber asistido a una prueba nuclear alemana en la isla de Rügen en 1944, prueba que se mantuvo en secreto a la prensa alemana para... ¿no subir los ánimos de la tropa? No es algo muy original, otro periodista adjudica una prueba nuclear (también exitosa, claro) a los japoneses y no en una isla remota, no, en las mismas barbas del ejército ruso al que le faltó tiempo para hacer prisioneros a todos los científicos japoneses. ¿Qué queda? ¡Ah sí, el avión! Hubo, efectivamente, un modelo modificado de avión a reacción del que, dicen, de haber volado alguna vez, hubiese podido bombardear New York. Y eso, sin necesidad de que una escuadrilla de cazas le diera protección de ningún tipo y saltándose a la torera la aplastante superioridad aérea que los aliados tenían desde principios de 1944. Pero este avión no es que pudiera volar, es que lo hizo efectivamente y no hacia el Oeste, no, sino hacia el Este, es decir, hacia donde la guerra aérea era más desfavorable. Piénselo bien, es Ud. Hitler, tiene una bomba atómica, está decidido a lanzarla contra los rusos, ¿dónde la lanza? Pues en Tunguska, claro, en plena Siberia, no vaya a ser que lanzándola en Moscú, mate a Stalin, algo que podría haberlo molestado un poco (1).
   En fin, esto es lo que tienen las leyendas, que cualquier mente golosa acaba atrapada en ellas como las moscas en la miel. Pero lo que me gusta de toda esta historia no son las leyendas a las que ha dado pie. Lo que realmente me fascina es la actitud de Heisenberg, de Hahn, de Bolthe y quienes con ellos trabajaron. Tuvieron extraordinariamente fácil declarar, tras la guerra, que siempre habían sido opositores, desde dentro, al régimen nazi. Muchos otros, en Francia y en Alemania, con menos méritos objetivos, se convirtieron de la noche a la mañana en resistentes contra el nazismo en cuanto vieron ondear la bandera norteamericana. Y es que, si uno se ciñe a los hechos, la conclusión inevitable es que hicieron todo lo posible por sabotear el proyecto nuclear alemán desde el primer día. Sólo hay un pequeño detalle que no encaja con esta manera de interpretar los hechos: las propias declaraciones de Heisenberg y de Bolthe. Cada vez que tuvieron ocasión, insistieron en que no hubo sabotaje alguno por su parte, simplemente, cometieron errores, errores incomprensibles y sistemáticos. Esta generación de científicos en particular y de alemanes en general, fue educada en la creencia de que tenían una deuda para con su país y que esa deuda tenían que pagarla aunque el país estuviese gobernado por una camarilla de sinvergüenzas. Para ellos "traidor" siempre fue un insulto peor que "colaborador", aunque esa colaboración fuese la colaboración con un gobierno criminal. Ni siquiera en el caso de que hubiesen saboteado el proyecto, cosa que no creo que hicieran deliberadamente, lo hubiesen reconocido.
   No obstante, es innegable, que durante su desarrollo, nunca mostraron la mejor versión de sí mismos. Y ésta es la primera moraleja que quisiera sacar de esta historia. Como los libros de management empresarial insisten en subrayar, está muy bien centrar todo el negocio en el cliente, pero si los empleados no son capaces de mostrar la mejor versión de sí mismos, ningún negocio dura más de seis meses. Da igual las bondades del producto, da igual la capacidad de liderazgo de la dirección, da igual los mecanismos de control, al final todo depende de que el empleado sonría, o no, al cliente, de que notifique, o no, que las bolsas de pipas no se están cerrando correctamente, de que se dé cuenta, o no, de ese tornillito más flojo de lo normal que puede parar toda la cadena de montaje. Cada uno de nosotros conoce esa multitud de pequeños detalles que, con buena voluntad, corregimos cada día y que, si no lo hiciésemos, acabarían por echarlo todo a perder. Y, a lo mejor, como Heisenberg, como Hahn, como Bolthe, deberíamos comenzar a preguntarnos si de verdad todo este proyecto nos entusiasma tanto como para que sigamos teniendo buena voluntad. Si el ideal de nuestros empresarios y políticos es sumirnos a todos en la esclavitud, quizás debamos complacerles. Seamos esclavos. Y como esclavos, dejemos de arrastrar los pies únicamente cuando azoten nuestra espalda. Habrá que contratar muchos capataces y que comprar muchos látigos para azotar tantas espaldas. Ya veremos si les salen las cuentas.
   Sí, lo sé, no son éstas las cosas que se espera oír a un filósofo. No es de extrañar, los filósofos ni siquiera se han enterado de que la ciencia necesita comunicación, intercambio de ideas, de teorías, flujo de información y que si no se quiere eso, si lo que se quiere son patentes y mantener los secretos, entonces es mejor echar a los científicos y contratar ingenieros. Pero entonces, entonces queridos lectores, ya no es de ciencia de lo que estamos hablando, estamos hablando de tecnología. Porque (y ésta es la segunda moraleja que quería sacar de esta historia), lo cierto es que, si uno deja de aprenderse de memoria párrafos enteros de los escritos de Heidegger y de Habermas y le echa un vistazo, aunque sea somero, a cómo han llegado hasta nuestras manos los aparatos que manejamos, descubrirá, inevitablemente, que ciencia y tecnología no son lo mismo.
  


   (1) Pueden leer más sobre estas historias aquí y, particularmente, aquí.