Dicen que para entender Etiopía hay que pensar en cuatro dimensiones. El único país de África que no sufrió colonización occidental si exceptuamos los cinco años de ocupación italiana (1936-1941), el segundo país más antiguo en declarar al cristianismo religión oficial, adquirió su forma actual tras una serie de anexiones, manu militari, llevadas a cabo por el emperador Menelik II a finales del siglo XIX. Aunque a Menelik se lo honra como el héroe nacional, los oromo, la etnia mayoritaria en la actual Etiopía, se llevaron la peor parte, sufriendo masacres de todo género. Los oromo (algo así como el 34% de la población) comparten país con más de 80 etnias y su idioma es uno entre otros noventaitantos. Las guerras civiles de los 70 y 80 del siglo pasado, el desvío de las reservas de agua para el tabaco y otros cultivos de fácil exportación y las consiguientes hambrunas, hundieron al país en los índices de riqueza, convirtiéndolo en uno de los más pobres del mundo. La caída del muro de Berlín y el cese de toda ayuda por parte de la URSS, acabaron dándole la última puntilla al régimen despótico de Mengistu Haile Mariam y una coalición de movimientos guerrilleros de diferentes etnias, encabezados por el Frente Popular para la Liberación de Tigray (TPLF) y de la que también formaba parte el Frente Popular para la Liberación de Eritrea, marchó sobre la capital poniendo fin a su gobierno. Aunque formalmente esa coalición mantuvo su nombre (Frente Popular, Democrático y Revolucionario de Etiopía), en esencia el TPLF se quedó con él y, a su antojo, marcó los tiempos, las formas y las instituciones que fueron creándose a partir de 1991. Nació así una Etiopía democrática, pero en la que casi todo el poder quedaba delegado en los diferentes territorios, configurados, más o menos, sobre bases étnicas. Muchos no quisieron ver en esta reconfiguración del Estado más que una maniobra preparatoria para que el TPLF ejerciera un control hegemónico en su propia región, la de Tigray. Incapaces de frenar al TPLF, el Frente de Liberación del Pueblo de Eritrea, promovió en 1993 un referéndum de independencia. Tampoco ellos querían conformarse con su estrecha franja costera y en 1998, el presidente de Eritrea, Isaias Afewerki, decidió que había llegado el momento de dejar claro quién mandaba allí. Con la excusa de que la frontera no había quedado delimitada, envió sus tropas a Badme, una parte de Tigray. Así comenzó la guerra etiope-eritrea, un bonito conflicto que acabó con la vida de más de 100.000 personas, en la que toda empresa occidental que se preciase vendió armas a ambos contendientes y que costó un millón de dólares diarios a los dos países más pobres de la tierra. Aunque ganó de largo las elecciones de 2000, el poder del TPLF quedó tocado y sólo pudo ganar las elecciones subsiguientes a costa de un incremento de la violencia política y las denuncias de fraude. En 2015 la situación había degenerado de tal manera, que una sucesión de protestas, reprimidas a sangre y fuego, terminaron con la renuncia del primer ministro Hailemariam Desalegn y la llegada al poder de un oromo, Abiy Ahmed.
Abiy, quien se enfada cuando se le recuerda su etnia, pues se dice encabezar un movimiento “de todos los etíopes”, inauguró su mandato con una visita a la capital de Eritrea que ponía fin al conflicto entre ambos países y que le valió el premio Nobel de la paz. Pero Abiy no es un hombre de paz. Su referencia, desde luego, no es Gandhi, sino, muy probablemente, Menelik II. El acuerdo con Asmara no iniciaba la paz, iniciaba la guerra contra el TPLF, a quienes les cortaba la vía más rápida de llegada de armas desde la costa. Sabiéndose fuertes en su territorio, el TPLF se replegó hacia allí, sin ocultar lo más mínimo su intención de esperar a que las circunstancias propiciaran su regreso a la capital o bien, si éstas, no se presentaban, de declarar la independencia. Decir que ésta es la guerra de Abiyi Ahmed es un buen ejemplo de lo que significa no pensar en cuatro dimensiones. Gran parte de la intelectualidad etíope, comenzando por los miembros de ésta identificados como oromo, consideraban el año pasado que la transición sólo se habría completado cuando los líderes del TPLF, o bien todos sus integrantes, estuviesen muertos o encarcelados. Ninguno de ellos criticó, por tanto, que su gobierno buscara el apoyo de Sudán o de diferentes milicias étnicamente basadas para asegurar una ofensiva exitosa contra la región de Tigray. Muchas fueron las voces que alertaron de lo que se les venía encima a los etíopes, pero encontraron pocos oídos dispuestos a escucharlas. Desde luego no en Occidente, encandilados por un presidente Nobel de la Paz y mucho menos entre los etíopes, embriagados ya por un discurso de revancha étnica que ha llevado a varios grupos oromo a masacrar a sus tradicionales vecinos somalíes. Tigray se conquistó con mayor facilidad de lo que todo el mundo pensaba, pero eso no ha evitado que tengamos que darle la razón a las voces más pesimistas. La pérdida del territorio no sólo no debilitó al TPLF, sino que ha comenzado a recibir reclutas procedentes de otras etnias a las que algunos de los aliados del actual gobierno, como los amhara, han comenzado a masacrar. Organizados como una guerrilla, conocedores del terreno y, sobre todo, pensando en cuatro dimensiones, han conseguido volver a ocupar Mekele, la capital de Tigray y adentrarse hasta Lalibela, destino turístico y de peregrinaje de Etiopía por excelencia. Aunque ambas operaciones se saldaron con un considerable número de combatientes del TPLF muertos, nadie duda del mensaje que envían: podemos seguir haciendo daño indefinidamente. Al fin y al cabo, como han declarado algunos de sus dirigentes, ellos no son etíopes, son “más que etíopes”.
La respuesta del gobierno y del ejército a estos desafíos no se ha hecho esperar. Las comunicaciones con Tigray han sido cortadas, las ONGs declaradas suministradoras de armas a los rebeldes, al ejército eritreo se lo ha animado a intervenir y el presidente ha llamado a todo hombre en edad de combatir a alistarse para la ofensiva final. Los militares han aplicado una política de tierra quemada, incendiando los cultivos, matando el ganado y cortando o envenenando los suministros de agua. El 90% de la población de esa zona se halla en riesgo extremo de desnutrición, enfermedad o, simplemente, de caer bajo las balas de uno u otro bando. Todo esto parecerá un día nublado si las tensiones entre los amhara y los afar, los oromo y los somalíes, o las surgidas con el gobierno sudanés a causa de una frontera no delimitada por la que transitan decenas de miles de refugiados y campesinos etíopes que ocupan tierras de cultivo en Sudán, acaban desencadenando la tormenta que tantos vaticinan.