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domingo, 19 de marzo de 2017

El experimento frustración (1. Psicología de mascotas)

“Dame una centena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger —médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso mendigo o ladrón— prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados”
   Este famoso texto pertenece a “La psicología tal como la ve el conductista”, artículo de John Broadus Watson, con el que se inauguraba el conductismo norteamericano. Watson alcanzó notoriedad por una serie de experimentos sobre modificación de la conducta en los que mostraba la posibilidad de inducir y de eliminar miedo a los animales en un niño de corta edad, “Albert”, de quien la historia de la psicología no nos aclara si acabó como médico, artista o ladrón. Si tenemos en cuenta hasta qué punto el miedo juega un papel central en el american way of life y que la sociedad en la que vivió Watson se hallaba preñada de ideales eugenésicos, podrá entenderse fácilmente su éxito. El conductismo de Watson no se limitaba, como en el caso de Pavlov, a constatar científicamente la asociación de estímulos con respuestas. Su seña característica consiste en la voluntad de intervenir en la conducta de los sujetos, de los sujetos humanos, modificándola. 
   La estrella de Watson comenzó a declinar cuando se descubrió la relación extramarital que mantenía con su colaboradora, Rosalie Rayner. Le costó un sonoro divorcio y la renuncia a su carrera académica. De este modo, Watson no sólo inauguró el conductismo norteamericano, también inauguró la larga lista de psicólogos que se pasaron al campo del marketing, razón por la cual sus envidiosos colegas decidieron condenarlo al olvido. Así la figura de Watson se perdió en las oscuridades de la historia de la ciencia hasta que un digno heredero de sus ideas vino a rescatarlo, Burrhus Frederik Skinner.
   Tras reiterados intentos por triunfar como escritor, Skinner tuvo una idea brillante. En lugar de narrar una ficción en un libro, la construiría a través de múltiples artículos e, incluso, artefactos, en ninguno de los cuales se haría más que insinuarla. En esencia, la fabulosa historia sobre la que versaría todo consistía en la posibilidad de convertir a la psicología en ciencia, de hecho, en ciencia matemática y experimental. Se fabricarían unas jaulas especiales, a partir de entonces llamadas “cajas de Skinner”, en los cuales se encerrarían palomas, ratas o cualquier otro animalito mucho más aceptable socialmente que un niño, al menos de momento. Estos artefactos, se hallarían dotados de botones o palancas que el sujeto experimental debía manipular para obtener comida. La cuidadosa observación y anotación de las respuestas del animal constituirían a partir de ahora el objeto de estudio de la psicología. Por supuesto, con las tasas de respuesta de los animalitos, el tiempo que tardaban en darlas o en dejar de darlas, se podrían hacer todo tipo de gráficas, a las cuales se les aplicaría fórmulas matemáticas cada vez más complejas.
   Las ventajas del planteamiento de Skinner saltaban a la vista para cualquiera. En primer lugar, a cambio de la fruslería de abandonar el que hasta entonces había constituido el objeto de estudio de la psicología, precisamente la psique, se le ofrecía a los psicólogos el ansiado grial de la cientificidad. Por otra parte, un denso entramado de matemáticas cada vez más exóticas permitía ocultar el que puede considerarse uno de los primeros y más importantes méritos de Skinner y todos sus seguidores, haber hecho por primera vez en la historia psicología de ratas, palomas y demás animalitos, rama ésta, la de la psicólogía de mascotas, cada vez más en boga hoy día. Finalmente, pero no menos importante, descubrió un campo ocupacional para los psicólogos en el mundo de la economía más allá del marketing, pues para cualquier empresario resultaba obvia la analogía entre la rata que pulsaba una palanca con objeto de conseguir comida y sus operarios.
   El conductismo de Skinner se expandió como un incendio veraniego en un bosque. Pronto no se hizo otra psicología en los EEUU fuera de sus estrictas normas “científicas”. En un bonito ejemplo de difusionismo, más o menos cuando el conductismo llegó a la Universidad Complutense de Madrid, un jovenzuelo llamado Noam Chomsky escribió una reseña sobre el libro de Skinner Verbal Behavior, en el que ponía de manifiesto lo que debería haber resultado patente desde un principio, a saber, que resulta extremadamente fácil condicionar a una paloma para picotear un botón pero no para que golpee el botón con el ala. Si efectivamente unos comportamientos resultan más fáciles de elicitar que otros, entonces la explicación última de la conducta no puede hallarse al nivel de lo observable. Tiene que haber algo más, algo “interno”, "genético" o, mencionemos la palabra tabú para el conductismo, “mental”, que la explique.

domingo, 13 de julio de 2014

Programación Neurolingüística (3. Las críticas)

   Woody Allen asegura haber asistido a terapia durante más de 30 años. Le hubiese salido más barato darle a su psicólogo un porcentaje de las ganancias de sus películas que pagarle sesión a sesión. ¿Se imaginan Uds. la cara del terapeuta de Woody Allen cuando se enteró de que tenía un competidor que prometía curar a los pacientes en veinte minutos? Más de uno se sintió, en efecto, incómodo con la nueva verdad emergente. Por una lado, su popularidad prometía atraer a consulta mareas humanas. Por otro, la velocidad de sus curaciones mandaría más de la mitad de los colegiados al paro. Mientras la curva de la PNL se mostraba ascendente, pocos se atrevieron a hablar contra ella. A finales del siglo pasado la tendencia cambió y, con la resaca, aparecieron las primeras críticas hacia técnicas concretas, tales como el acceso ocular. Esas primeras críticas se trocaron, con el paso al nuevo siglo, en estudios que ponían en duda la “cientificidad” de la PNL, pero aún pasaría una década hasta que alguien se atreviese a calificarla de “pseudociencia new age”.
   Que los psicólogos rechacen una teoría por no ser científica es algo así como poner multas por exceso de velocidad en las 500 millas de Indianápolis. Recordemos, la historia de la psicología del siglo XX estuvo dominada, básicamente, por dos corrientes: el psicoanálisis y el conductismo. Los “centenares de casos de curación por la palabra” de que hacía gala Freud, se reducen, en realidad, a ocho casos clínicos. Ocho casos que, si son leídos sin maldad, llevan a la conclusión de que Freud empleó más tiempo en convencer a sus pacientes de que tenían una enfermedad que en “curarlos”. Todo lo cual no es óbice para que la inmensa mayoría de los psicólogos que viven de tratar a pacientes hagan uso de técnicas enraizadas, de modo más o menos lejano, en las creadas por el padre del psicoanálisis.
   La otra gran corriente fue, como digo, el conductismo. El conductismo condujo a la psicología a las ansiadas riveras de la cientificidad al módico precio de renunciar al estudio de lo que se suponía que era su objeto de atención, la psique. El detenido análisis de gráficas, el estudio pormenorizado de tasas de refuerzo y complejas fórmulas matemáticas creadas ad hoc permitieron, por ejemplo, que tras largas sesiones, un niño que tenía fobia a las ratas, paladeara su postre favorito mientras acariciaba una. Logro este, que fue exhibido con orgullo por los secuaces de Skinner, pero que, al común de los mortales, no podía dejar de causarle inquietud.
   ¿Que la PNL no cura? Pues miren, si yo tuviese que elegir entre un señor que no me va a curar después de cinco años de tratamiento y un señor que no me va a curar en una sola sesión, personalmente lo tendría muy claro. ¿Que las técnicas de PNL que funcionan no son invento de Bandler y Grinder? Eso ya lo pueden leer negro sobre blanco en sus escritos.
   En realidad, las miserias de la PNL están allí donde se hallan sus grandezas. Bandler y Grinder no sólo modelizaron a los terapeutas más famosos de su época, también hicieron lo propio con magos, hipnotizadores, estafadores y charlatanes de todo tipo. Por otra parte, la propia PNL es claramente invasiva, hay que enseñar al sujeto a manipular su propia mente y, para ello, nada como manipularla delante de sus ojos. La línea entre sacar lo mejor de una persona y convencerla de que ha sufrido una epifanía en presencia de su terapeuta es muy delgada. Bandler no tuvo mucho inconveniente en cruzarla y sus epígonos se lanzaron a tumba abierta tras él. Aún peor (si cabe), su promesa de curar en una sesión amenazó las prácticas de la psicología tradicional, pero también a los propios “maestros” de la PNL. Buena parte de la terapia consiste en dotar al sujeto de una serie de herramientas para que intervenga sobre sí mismo cada vez que se le presente un problema. Dicho de otro modo, paciente tratado, paciente que no vuelve. Rápidamente Bandler se dio cuenta de que el negocio no iba a estar en curar a nadie, de modo que trató de convertir la PNL en una especie de marca comercial de la que había que expulsar al propio Grinder. No, si la PNL había de convertirse en un negocio, el dinero habría de venir de otro sitio, de los seminarios, las conferencias y los libros que se hicieran basados en ella. El ascenso de la PNL es indisociable de la proliferación de libros de autoayuda que, de un modo más o menos descarado, tomaban sus enseñanzas de ella.  Hoy día es fácil encontrar cursos de PNL que por el "asequible" precio de 2000€ prometen tocar el cielo con la mano a todos los que se inscriban en él. Como comentaba una persona habitual de estos cursos, si pagas 2000€ por un curso de unas cuantas horas, o te autoconvences de que has visto el rostro de Dios o le confiesas a todo el mundo que eres tonto de capirote. Los partidarios de la nueva fe argumentarán que autoconvencerse es, en realidad, la clave de toda mejora personal. Ahora bien, ¿creer que se poseen todos los recursos para alcanzar un objetivo conduce a alcanzar el objetivo? Sin duda, sí... O puede que no... O, quizás, depende...

domingo, 5 de mayo de 2013

Comportamiento verbal cognitivo (1)


Hacia mediados del siglo XX, el epíteto “cognitivo” era poco menos que tabú. Los psicólogos habían abandonado, por fin, el ultrajante dominio de los faraones filósofos para dirigirse hacia la tierra prometida de la cientificidad, guiados por el Moisés Skinner y sus adláteres. Cierto es que habían tenido que dejar atrás los prados que les dieron nombre (la psique humana), pero el milagro de poder elaborar gráficos con curvas y pendientes fue tal que hasta los lingüistas se sumaron a la marcha. En 1959, un joven David, llamado Noam Chomsky, lanzó una certera piedra a la frente misma del monstruoso Goliat que se había creado, su famosa reseña de Verbal Behavior, nada menos que la confirmación por parte de la suprema autoridad, Skinner, de que los lingüistas también eran una tribu del pueblo elegido. El Goliat conductista tardó mucho más en caer que el bíblico, pero hacia comienzos de los años sesenta, Neisser y otros ya se atrevían a utilizar el epíteto tabú en la portada de sus libros. Los propios lingüistas se habían convertido en la tribu perdida, liderados por el jovenzuelo que tan hábil demostró ser en el uso de la honda. Sin embargo, muy pronto, comenzaron a pensar que estaban perdidos en la península del Sinaí. Chomsky había ofrecido, en efecto, un marco teórico sólido, un lenguaje formalizado útil para jugar a científicos y una serie de prometedores contactos con campos como la Inteligencia Artificial, la genética y la propia psicología. A cambio, la gramática generativa se había ido convirtiendo en algo abstracto, lleno de excepciones y más preocupada por seres computacionales que por humanos parlantes. Eso sin contar con que, en algún momento, acabaría por aparecer el punto de contacto entre las estructuras generativas y el anarquismo o la defensa del régimen de Pol Pot de que ha hecho gala Chomsky.
Rápidamente las disensiones generaron un conflicto y los chomskyanos excavaron trincheras por el procedimiento de convertir su grito de combate habitual, “¡la sintaxis primero!”, en “¡la sintaxis lo único!”. Al otro lado se situaron quienes pretendieron construir nada menos que una semántica generativa, con George Lakoff a la cabeza. Que los chomskyanos ganaran estas guerras lingüísticas no impidió que su campo se fracturara sin remedio. Mientras tanto, el epíteto “cognitivo” no sólo dejó de ser tabú en la psicología, sino que empezó a tener cierto pedigrí. Bajo él se refugiaron las derrotadas huestes de Lakoff ya a finales de siglo y así nació la lingüistica cognitiva.
Qué es la língüistica cognitiva es fácil de explicar: ahora mismo nada, en un futuro por determinar la panacea. Tomemos, por ejemplo, el Oxford Handbook of Cognitive Linguistic de 2007. Se trata de un manual, es decir, debe contener teorías que ya se han convertido en acervo compartido, hechos aceptados por todos y explicaciones paradigmáticas. Pues bien, si Ud. repasa las conclusiones de cada uno de los artículos integrados en este volumen, comprobará que aquello en que están de acuerdo todos los lingüistas cognitivos es en que “ya veremos”.  Como muestra un botón. 
Dice Chis Sinha que el concepto de representación es quizás el concepto más importante dentro de todas las disciplinas apellidadas “cognitivas” (“Cognitive Linguistics, Psychology and Cognitive Science”, pág. 1280). La representación se define como “estados internos de un mecanismo cognitivo” (pág. 1284), magnífico ejemplo de cómo definir algo simple por algo mucho más oscuro. No es de extrañar que Sinha concluya que determinar qué es una representación es una de las tareas pendientes de las disciplinas cognitivas (pág. 1285).
Hoy por hoy la lingüística cognitiva es una miríada de estudios empíricos, un puñado de explicaciones y unas cuantas metáforas, poco más. Hechos, lo que se dice hechos, no podrá encontrar Ud. ninguno nuevo en las 1334 páginas de este libro. Aún más, los “hechos” en los cuales se basa la lingüística cognitiva son cosas como que el lenguaje de los expertos es más preciso que el de quienes no son expertos, que los niños aprenden antes nombres que verbos y que las metáforas son muy importantes. Cosas todas ellas accesibles a cualquiera sin necesidad de hacer estudios empíricos, ser lingüista y, mucho menos, ser cognitivo.
Por su parte, las explicaciones pueden alcanzar un cierto grado de interés. Especialmente porque, como es obvio, no se hacen mediante un lenguaje pseudoformal (algo que olería al azufre generativista), sino mediante esquemas muy inspiradores. Eso sí, no hay modo de manipular estos esquemas para que permitan hacer predicciones ni siquiera en el sentido más vago del término.