En Selling Sickness: How the World's Biggest Pharmaceutical Companies Are Turning Us All Into Patients, Alan Cassels y Ray Moynihan contaban la anécdota de cierto directivo de una empresa farmacéutica que se decía cansado de fabricar medicamentos para enfermos y deseoso de fabricar pastillas para gente sana. ¿Cómo se puede fabricar pastillas para personas sanas? Esta pregunta tiene dos respuestas posibles, la primea es convencerlas de que no están sanas. Un ejemplo es la osteoporosis. La OMS (Organización del Miedo Sistemático) o WHO, en sus siglas en inglés (World Hysterical Organization), decidió adoptar como densidad promedio del hueso de una mujer el de las mujeres de treinta años. A partir de entonces, una mujer de 31 años, por definición, es una mujer enferma que tiene que tomar algo para paliar su enfermedad. Otra posible respuesta es convencer a la gente de que puede estar todavía más sana. Así nacieron las campañas en favor del vegetarianismo que culminaron cuando en octubre de 2015, la OMS (¡qué casualidad, la OMS sale dos veces en esta historia!) declaró cancerígena a la carne, la procesada, la roja y la que está buena en general. El éxito de esta segunda vía de acción sobre la mente de los seres humanos resulta indudable. La población de vegetarianos en el mundo alcanza ya los 600 millones de personas, airean los medios, y van en aumento. Casi les falta el corolario lógico: 600 millones no pueden estar equivocados, coma Ud...
Con cifras contundentes, la propagación de miedos “científicamente” fundamentados y tiernos argumentos acerca de la vida de los animales, se hace el truco de los trileros para que evitemos preguntarnos lo obvio: ¿cómo puede ser que el camino hacia una vida más sana esté empedrado de píldoras? Si yo quiero estar sano, es decir, no enfermar para no tener que curarme tomando pastillas, debo tomar... ¿pastillas? ¿Cómo puede ser sano un régimen alimenticio que pone a las personas al borde de la hipovitaminosis? ¿Qué disparatado concepto de “salud” han inoculado en nuestras cabezas?
Es posible que si Ud. no practica el vegetarianismo ni el veganismo, ni se halla en contacto cotidiano con alguien que lo haga, no sepa a lo que me estoy refiriendo. Un vegetariano estricto, es decir, alguien que no come carne en ninguna ocasión o un vegano, es decir, alguien que no ingiere ningún tipo de producto animal (incluyendo leche y huevos), queda desprovisto de las fuentes más habituales de vitaminas A, D, el complejo vitamínico B, zinc, yodo, hierro, calcio, ácidos grasos en general y omega-3 en particular, sin mencionar el tema de las proteínas. Rápidamente cualquier vegetariano/vegano, le dirá que adoptando una dieta adecuada se pueden obtener todos esos nutrientes sin necesidad de ingerir carne. El problema está en que los expertos carecen de los conocimientos necesarios para especificar en qué consiste esa "dieta adecuada", conocimiento, sin embargo, que los vegetarianos parecen poseer de forma intuitiva.
Las vitaminas se presentan en cantidades exiguas, aunque imprescindibles, en nuestro organismo y aún más exiguas en los alimentos. Determinar cuánto de ellas hay en un alimento que no se caracteriza por ser “rico” en dicha vitamina puede ser muy complicado y aún más establecer qué cantidad de ese alimento hay que tomar para alcanzar la ingesta mínima requerida. Todavía peor, la mayor parte de las vitaminas no son absorbidas directamente, sino que se toman en forma de provitaminas que después transformamos en la vitamina en cuestión. No todos los ciclos que llevan de la provitamina a la vitamina se conocen con exactitud y muchas sustancias teóricamente susceptibles de ser transformadas por nosotros en vitaminas, en la práctica no lo son, caso de la pseudovitamina B12 de algunas algas. El recurso a los suplementos dietéticos resulta, pues, inevitable. Pero aquí, una vez más, nos hallamos en manos de esa industria que nos alimenta con medias verdades y resulta frecuente que en los análisis de sangre de los vegetarianos aparezcan déficits de algún elemento indispensable para la vida.
Ludwig Feuerbach afirmó en el siglo XIX que somos lo que comemos. Un vegetariano tiene ahora dos opciones. La primera es no aceptar la afirmación de Feuerbach, lo cual implica que lo que comemos no es nada esencial para nosotros, esto es, que el vegetarianismo constituye una cuestión de moda o una pose. La otra posibilidad es que acepte lo que decía Feuerbach, en tal caso debe concluir que si somos seres inteligentes es por lo que hemos estado comiendo hasta ahora. En efecto, lean para qué sirven la vitamina A, la D, el complejo vitamínico B, los ácidos grasos de cadena larga, el zinc, etc. Una y otra vez encontrarán mencionado al sistema nervioso central o, lo que viene a ser lo mismo, el sistema inmunitario. Nuestros primos los chimpancés, con los que compartimos más del 98% de los genes, necesitan ingerir carne al menos una vez al mes. En partidas de caza perfectamente coordinadas, los machos rodean en las copas de los árboles algún primate de menor tamaño, lo matan, lo descuartizan y se lo comen. El reparto de la carne sigue rigurosamente la pirámide social, mostrando, de este modo, la importancia de semejante aporte dietético. Los más de 200 millones de neuronas que rodean nuestro aparato digestivo se han desarrollado, entre otras cosas, para extraer hasta el último nutriente necesario de una dieta extremadamente diversificada y con carne abundante y el crecimiento de nuestro cerebro ha corrido paralelo a, por no decir se ha producido como consecuencia de, esta dieta.
Asunto diferente, por supuesto, es que una industria cada vez más salida de madre, nos sirva carnes con generosas proporciones de antibióticos, anabolizantes, conservantes y residuos de piensos que propician el crecimiento rápido del ganado y del cáncer. Pero de tales males no se hallan libres frutas y verduras, cuyo consumo es tan sano y natural que no debe hacerse sin un intenso lavado que, en realidad, nadie lleva a cabo en su casa, suponiendo, cosa harto dudosa, que todos los pesticidas y abonos se queden en la piel como nos han venido contando. Nada de eso altera el hecho de que durante un millón de años hemos sido cazadores recolectores y que una decisión cultural adoptada en el curso de una vida difícilmente puede cambiarlo para bien. Aún más, lo que están intentando los vegetarianos ya lo intentó la naturaleza antes. En el curso de la evolución que llevó hasta nosotros, existió un género de homínido llamado Paranthropus robustus. Provisto de un aparato masticador mucho más poderoso que el de sus primos los Australopithecus, se cree que su dieta era predominantemente, si no exclusivamente, vegetariana, mientras que muchos Australopithecus eran casi exclusivamente carnívoros. Los Australopithecus acabaron por dar lugar a nosotros, los Paranthropus se extinguieron.
Asunto diferente, por supuesto, es que una industria cada vez más salida de madre, nos sirva carnes con generosas proporciones de antibióticos, anabolizantes, conservantes y residuos de piensos que propician el crecimiento rápido del ganado y del cáncer. Pero de tales males no se hallan libres frutas y verduras, cuyo consumo es tan sano y natural que no debe hacerse sin un intenso lavado que, en realidad, nadie lleva a cabo en su casa, suponiendo, cosa harto dudosa, que todos los pesticidas y abonos se queden en la piel como nos han venido contando. Nada de eso altera el hecho de que durante un millón de años hemos sido cazadores recolectores y que una decisión cultural adoptada en el curso de una vida difícilmente puede cambiarlo para bien. Aún más, lo que están intentando los vegetarianos ya lo intentó la naturaleza antes. En el curso de la evolución que llevó hasta nosotros, existió un género de homínido llamado Paranthropus robustus. Provisto de un aparato masticador mucho más poderoso que el de sus primos los Australopithecus, se cree que su dieta era predominantemente, si no exclusivamente, vegetariana, mientras que muchos Australopithecus eran casi exclusivamente carnívoros. Los Australopithecus acabaron por dar lugar a nosotros, los Paranthropus se extinguieron.