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domingo, 26 de junio de 2016

La solución al dilema mente/cerebro (y 4. Conclusiones)

  Probablemente se me estará agradecido si resumo de modo conciso lo que hemos ido detallando en las anteriores entradas de este blog. Recapitulemos pues:
   1. ¿Puede reducirse lo que habitualmente llamamos “mente” a los procesos que ocurren en nuestro cerebro? La respuesta a esta pregunta resulta extremadamente simple: no. Y no porque la filosofía del siglo XX se encerró jugando con un solo juguete, el cerebro, como no lo había hecho la filosofía anterior nunca, ignorando lo más obvio y elemental, a saber, que nuestro cerebro forma parte de un organismo más amplio del cual resulta ridículo aislarlo por mucho que exista una barrera hematoencefálica. Todavía peor, se ha tratado a las neuronas como si tuvieran la exclusividad en lo que se refiere al procesamiento de la información exterior al organismo, exclusividad que de ninguna de las maneras les corresponde. Nuestra actividad psíquica, al menos en lo referido a cuestiones como la adquisición de nuevos conocimientos o el sueño, no viene determinada únicamente por lo que ocurre o deja de ocurrir en las redes neuronales. O si lo prefieren se lo digo de otra manera, parte de los procesos de los que emerge la conciencia vienen producidos por cosas que se hallan fuera de nuestro cerebro. Por tanto, el dilema mente/cerebro desenfoca la cuestión hasta tal punto que mucho más acertado parece el intento de la filosofía anterior a tantos conocimientos neurofisiológicos que hablaba de un alma que tiene que interactuar con un cuerpo, entendido éste como totalidad.
   2. ¿Es sostenible el dualismo alma/cuerpo? De nuevo la respuesta resulta simple: no. Lo que hemos expuesto hasta aquí muestra que la integración entre lo que tradicionalmente se ha llamado “alma” y lo que se ha llamado “cuerpo” alcanza tal nivel que cualquiera de las descripciones que se han realizado hasta ahora desde el dualismo, incluyendo la cárcel del alma platónica, la dualidad de sustancias cartesiana o el paralelismo espinocista, trazan líneas divisorias mucho más drásticas de lo que realmente parece haber.
   3. ¿Puede reducirse lo que llamamos “mente” o “alma” a algún género de proceso biológico? Aquí resulta imprescindible hacer ciertas matizaciones:
   - El primer matiz consiste en que si por “reducir” se entiende convertir algo complejo en el resultado de procesos mucho más simples, volvemos a encontrarnos otra vez con la misma respuesta: no. Todas las redes neuronales construidas para simular procesos cognitivos han demostrado lo mismo, a saber, que los más elementales de tales procesos exigen modelos de una complejidad extrema. Nos quedan, por tanto, dos posibilidades. La primera consiste en mantener el sentido de “reducir” tradicional, como paso de lo complejo a lo simple y mecánico (en lo sucesivo reducir1). En tal caso, todo parece indicar que la reducción1 ha de hacerse no de los procesos mentales a los biológicos sino, precisamente a la inversa, quiero decir, reducir1 los procesos biológicos a procesos mentales, pues éstos parecen mucho más simples y mecánicos que la topología de las redes neuronales. La otra posibilidad consiste en cambiar el sentido de “reducir” que ahora pasará a significar, traducir o, por emplear un sinónimo, replicar algo de extremada complejidad en un sistema igualmente complejo, pongamos por caso, el sistema neuroendocrinoinmunulógico (en lo sucesivo reducir2). De aquí se pasa inmediatamente al siguiente matiz.
   - Si por “proceso biológico” se entiende una molécula, una célula o un conjunto de moléculas o de células a los cuales puedan reducirse1 los procesos mentales, volveremos, de nuevo a responder: no, no se puede producir tal reducción1. Precisamente la integración de los procesos mentales y biológicos que nos hacían rechazar el dualismo, aplicada estrictamente a los procesos biológicos, lleva a rechazar cualquier intento de reducción1 naturalista en este sentido. Ya lo hemos dicho, pensamos porque nuestro cerebro se halla en continua transformación, en un proceso continuo de recreación de sí mismo, tal proceso no puede llevarse a cabo sin citoquinas, las citoquinas son elaboradas por los linfocitos de nuestro sistema inmunitario y nuestro sistema inmunitario viene modulado por su interacción con la flora bacteriana que portamos, ¿de verdad se quiere utilizar una máquina de cortar carne para poner una frontera y decir “hasta aquí llega el mecanismo productor de conciencia, lo demás, no”?
   - Ahora bien, si por “proceso biológico” se quieren entender ciertos rasgos topológicos del sistema neuroendocrinoinmunitario, una cierta trayectoria en el espacio analítico conformado por todos los estados posibles de las neuronas de nuestro cerebro, de los linfocitos de nuestro sistema inmunitario y de las glándulas hormonales (por cierto, esto implica más dimensiones que átomos hay en el universo), o, si le resulta más placentero utilizar metáforas, un cierto ritmo, el resonar de ciertas redes (por no decir cuerdas), entonces, , la conciencia, los fenómenos mentales, el alma, puede reducirse2 a esto. Debo hacer constar, sin embargo, que por aquí nos hallamos mucho más cerca de los “átomos metafísicos” de que hablase Leibniz que de cualquier concepto de “materia” utilizado por los siglos XIX y/o XX porque desde que Einstein, Podolsky y Rosen pusieron de manifiesto que la mecánica cuántica implicaba un entrelazamiento entre las partículas que permanecería más allá de su alejamiento en el espacio, la física ha ido asumiendo que la única explicación de los fenómenos pasa por atenerse a lo que ocurre en los espacios analíticos y no en este espacio que recorremos habitualmente cada día. Si aplicamos semejante modo de proceder a la biología y, más en concreto, al problema de la naturaleza de los seres humanos, nos veremos conducidos a la idea de que la única explicación de nuestra experiencia subjetiva se halla, no en los enlaces entre moléculas orgánicas, sino en los enlaces que se producen en ese espacio analítico en el que aparecen los fenómenos de conciencia y al que o bien calificamos de “real” o bien habremos concluir con Leibniz que lo “real” sigue a lo “ideal”.

domingo, 12 de junio de 2016

La solución al dilema mente/cerebro (2. "A veces veo [antígenos] muertos")

   Los neuroinmunólogos suelen denominar con cierta guasa al sistema inmunitario “el sexto sentido” ya que, efectivamente, funciona como un órgano sensorial que recoge información acerca de lo que no vemos, oímos, tocamos, paladeamos ni olfateamos. Procesa esa información y envía sus resultados, o las órdenes que tal procesamiento le lleva a tomar, al cerebro. Sin embargo, si uno sigue con cierto detenimiento las explicaciones científicas, podrá apreciar cómo en ellas, cosa bastante habitual, el énfasis se sitúa en su capacidad para percibir lo que no se ve. Por tanto, más que con un sexto sentido, resulta apropiado compararlo con el “tercer ojo”, ese ojo espiritual que el hinduismo situaba en el entrecejo y al que las versiones más new age no dudan en hundir hasta convertirlo en la epífisis, una vez más, la glándula pineal.
   El funcionamiento del sistema inmuntario implica la posesión de una sabiduría milenaria, de una especie de "verdad perenne" acumulada en nosotros por el proceso evolutivo, que incluye el reconocimiento de nuestra identidad, la capacidad para separar lo propio de lo ajeno, precisamente lo que solemos identificar como característico y definitorio de la conciencia y que aquí podemos ver aflorar (en directa relación pero) de modo independiente respecto de lo que se considera “actividad cerebral”. Del sistema inmunitario, como del tercer ojo, se afirma que tiene la llave del mundo interior y, aún más, de cómo lo percibimos, porque actúa como un distribuidor de las potencialidades del organismo. De hecho, si queremos ser materialistas y reducir toda la complejidad del sistema neuroendocrinoinmunológico a la pueril determinación de un La Mettrie, llegaremos a la inevitable conclusión de que a nuestro tercer ojo (tanto tiempo considerado la quintaesencia de lo espiritual) le corresponde determinar cómo percibimos, por ejemplo, si los estímulos externos nos van a resultar apetecibles o no, pues como ya dijimos, la “conducta de enfermedad” implica pérdida del apetito nutritivo y/o sexual.
   Insistiendo, como hizo la filosofía del siglo XX, en buscar las bases cerebrales de la mente y, en consecuencia, en identificar la conciencia con algún estado, proceso o área de nuestro cerebro, lograremos extraer de los resultados de la neuroinmunología cosas verdaderamente chocantes, porque el sistema inmunitario, como el esotérico tercer ojo, ve sin que lo vean, percibe lo que queda más allá de los sentidos, conduce a reinos interiores y, hemos de concluir inevitablemente, a nuevos estados de conciencia. De hecho, si tenemos en cuenta que hablamos de una conciencia no localizable ni identificable con el cerebro, a una conciencia difundida por todo nuestro organismo o bien, a una conciencia difusa, nos hallaríamos, en términos del siglo pasado, ante la famosa conciencia expandida o bien, ante "estados alterados de conciencia". Aún más, esta conciencia alterada, este estado expandido, lejos resultar el producto místico de experiencias suprasensoriales, constituye la base misma de la actitud natural. Cada día, en cada momento, nos hallamos en tal estado. Por contra, la conciencia producto, exclusivamente, de un mecanismo neuronal, la conciencia suspendida de cualquier contacto con la realidad por una decisión metodológica, aparece ahora como lo raro, lo alterado, lo carente de base empírica alguna que lleve a suponer su existencia.
   El conocimiento de que hace gala el sistema inmunitario parte de la pura empirie, nada hay en el sistema inmunitario que no provenga de la experiencia... salvo el sistema inmunitario mismo. Por una parte, produce inmunoglobinas de varios tipos con una región, la denominada Fab, extremadamente variable de unas a otras incluso dentro del mismo tipo o, dicho de un modo resumido, el sistema inmunitario produce millones de anticuerpos diferentes por un proceso de generación al azar que circularán por el organismo hasta que encuentren (o no), algo ajeno que puedan reconocer. Por otra parte, la experiencia o, si se quiere, la tactación directa de las toxinas y superficies proteínicas de virus y bacterias, dirige toda su reacción. Ahora bien, esa experiencia no se almacenará en cuanto tal, se almacena la modificación que causó en el sistema inmunitario, el modo en que lo alteró. Dicho de otro modo, reconocemos las cosas porque tenemos categorías previas a la experiencia, pero estas categorías no viven en el reino de las ideas de Platón, ni las ha engendrado el uso puro de la razón, ni constituyen ideas innatas puestas en nosotros por Dios, se hallan presentes desde poco después de nuestro nacimiento y deben su existencia al azar. Que acaben coincidiendo con algo que encontremos o no resulta una mera cuestión de combinatoria y probabilidad. Aún más, si hemos de seguir empleando los viejos pelucones que el siglo XX utilizó como conceptos, habremos de decir que el sistema inmunitario proporciona conocimientos y experiencias que vienen de fuera de la mente, de hecho, nos saca de ella. De modo que: sí, puedo percibir el mundo desde fuera de mi cerebro; sí, puedo tener un contacto con el mundo previo e independiente al lenguaje; sí, puedo crear una imagen especular de la realidad no condicionada lingüísticamente; y sí, hay una fuente de conocimiento estructuralmente idéntica en todos los seres humanos salvo pequeñas regiones que nos hacen a cada uno de nosotros diferente de los demás pero que en todos funciona exactamente igual. Todavía mejor, realizamos cotidianamente todas estas cosas que la filosofía del siglo XX se emperró en calificar de imposibles. En este sentido, el sistema inmunitario nos enseña que la resolución de los problemas no viene por el análisis lingüístico, ni por ningún género de refutación y mucho menos, por quedarnos escuchando la voz de algún papanatas que se nos presente como el ser. El camino que conduce a la resolución de los problemas pasa por trascenderlos, quiero decir, cambiar el marco en el cual se desenvuelven, por ejemplo, cambiando la fórmula leucocitaria, cambiando el ritmo normal del cuerpo, cambiando su temperatura, cambiando el nivel de inflamación del tejido... “De otro modo” y nunca “más” se llama el camino que conduce a solucionar los problemas. O, si lo prefiere, lo puedo explicar un modo diferente: el sistema inmunitario resuelve los problemas transformándose en otra cosa.

domingo, 20 de enero de 2013

Lecturas del cuerpo (1)


He terminado de leer, por fin, I can read You like a Book  de Gregory Hartley y Maryann Karinch. Es un (mal) libro acerca del lenguaje corporal. El tema del lenguaje corporal es un tema de sumo interés para la filosofía o, dicho de otro modo, un tema sobre el que pocos filósofos, particularmente del lenguaje, han mostrado interés. La práctica totalidad de primates acompañan la emisión de sonidos con mímica, generando una duplicidad de sentidos para sus mensajes. Mientras el sonido se desplaza hasta lugares desde los que no se puede observar al emisor, la mímica va dirigida hacia los congéneres en la proximidad inmediata. En el caso de los seres humanos hay algo muchísimo más complicado que una mera duplicidad de mensajes. Por una parte, la proferencia de sonidos va acompañada de una entonación que, con frecuencia, determina la naturaleza del mensaje transmitido. Esto es precisamente lo que hace tan penosa la comunicación a través de las modernas tecnologías, desde una llamada telefónica hasta WhatsApp, pasando por sus antepasados el correo electrónico y los chats. Hemos tenido que inventar unos signos tan convencionales como cualesquiera otros, para dar un género de entonación a una sucesión de palabras que, por sí mismas, podían significar muchas cosas. Pues bien, estos marcadores de entonación artificiales, los emoticones, son caras. Ponemos caras con gestos estereotipados a nuestras palabras para que éstas puedan adquirir un significado pleno. Se puede decir de un modo mucho más directo, los seres humanos logramos comunicarnos gracias a que tenemos rostros y no por las simples virtualidades del lenguaje. Obviamente, no se trata sólo de rostros. Acompañamos nuestras palabras de gestos, poses, miradas y de una escenografía completa que les otorga el marco imprescindible para hacerlas significativas. Todo esto es lo que conforma el contexto de la comunicación lingüística, lo que según Wittgenstein hacía del lenguaje un juego o una forma de vida. Hasta aquí llega el territorio medianamente explorado por los filósofos del lenguaje, cuando, en realidad, éste es el comienzo de algo mucho más interesante.
Es un lugar común en la filosofía del lenguaje asumir que la entonación, los gestos, las posturas y las miradas que acompañan una prolación son parte integrante de la misma, dado que proceden del mismo sujeto, de la posición cero del lenguaje ocupada por quien está hablando. Indudablemente, puede haber mayor o menor congruencia entre lo que se está diciendo y los gestos que se están utilizando, pero, dado que el significado de cualquier expresión se hace equivalente a su uso, un sujeto sólo puede estar queriendo decir una cosa. La incongruencia entre gestos y palabras sería, simplemente, la demostración de que el sujeto en cuestión no sabe usar de modo adecuado el lenguaje. Si ponemos esta afirmación a la inversa, comprenderemos lo alejada de la realidad que se encuentra. En efecto, el reverso de esta afirmación es que los gestos que habitualmente no suelen acompañar una determinada intención comunicativa carecen de significado, esto es, si hay un gesto que habitualmente no acompaña una situación comunicativa, este gesto no significa nada. ¿De verdad es eso lo que ocurre? ¿hemos visto acompañar a situaciones comunicativas el jugueteo con cualquier objeto, el señalar con cualquier tipo de puntero, el colocar entre nosotros y el hablante cualquier tipo de obstáculo? Vamos a poner un ejemplo aunque, en una demostración más de lo que estamos diciendo, es muy difícil entender el significado pleno de lo que estamos diciendo sin vivirlo, es decir, sin ver exactamente la sucesión de gestos. Intentémoslo, no obstante. Supongamos que estamos recabando información de un vendedor, de un empleado, de un sujeto cualquiera. Mientras nos responde con un discurso bien construido y creíble, se obstina en mantener firmemente cruzados sus brazos salvo en las numerosas ocasiones en que se rasca la nariz. ¿Quedaríamos absolutamente convencidos por su relato? ¿por qué? ¿porque hemos visto mil veces cómo ese comportamiento forma parte del juego de mentir y de ningún otro? ¿sabríamos explicar racionalmente qué motiva nuestras sospechas? Todavía mejor, ¿sabría él por qué su relato no nos resulta totalmente creíble? 
En realidad, hay una alianza profunda entre las modernísimas filosofías del lenguaje y las antiquísimas filosofías de la conciencia. Piénselo detenidamente. Siempre tenemos claro qué es lo que queremos significar con nuestras palabras y por qué es sobre eso sobre lo que queremos hablar. Rara vez puede decirse lo mismo respecto de la postura que adoptamos, de hacia dónde miramos o de los gestos que empleamos. Ellos también tienen un significado, un significado rara vez consciente y, por tanto, ignorado por las filosofías del lenguaje. El gesto de señalar con el índice lo hemos visto miles de veces con una intención muy clara. Miles de veces hemos visto también el gesto de cruzar los brazos, pero, ¿con qué intención? ¿qué significa? Aún mejor, ¿por qué en determinadas circunstancias nos sentimos cómodos con los brazos cruzados e incómodos cuando alguien los cruza delante de nosotros? Todavía podemos ir un poco más allá. Si al cruzar los brazos nos sentimos cómodos, ¿induce en nosotros cierta actitud el simple hecho de cruzar los brazos y de modo general, el adoptar una postura? ¿es nuestro pensamiento el que lleva a un cierto movimiento del cuerpo o es el movimiento del cuerpo el que lleva a ciertos pensamientos? ¿acaso hemos llegado por aquí al viejo problema de la relación entre alma y cuerpo o, como se dice hoy día, entre mente y cerebro?
Si he logrado despertar su curiosidad con estas preguntas y está esperando alguna respuesta a ellas, sólo le voy a dar una pista: Gregory Hartley es graduado de la US Army Interrogation School, posee numerosas condecoraciones por sus servicios a la nación como interrogador e instructor de interrogadores del ejército de los Estados Unidos y trabajó para la CIA.