Hace unos años, Justin Clemens y Dominic Pettman, publicaron un curioso libro titulado Avoiding the Subject. Media, Culture and the Object (Amsterdam University Press, Amsterdam, 2004). Recuerdo que incluía un extraño capítulo dedicado a algo así como la ubicuidad del conejo en la cultura visual australiana y un apartado que analizaba el concepto de sacrificio siguiendo las pistas ofrecidas por Slavoj Zizek.
En esta época de sacrificios, no estará de más recordar que "sacrificio" viene del latín "sacro facere", es decir, hacer sagrado. El sacrificio es, pues, un acto por el cual se convierte algo profano en sagrado. Como todo acto, tiene un objetivo concreto y unas pautas de realización más o menos estrictas. En el caso del sacrificio, estas pautas conducen a la ritualización. Aparentemente, estamos hablando de una tradición habitual en pueblos "primitivos", completamente imbuidos en la etapa mágica del desarrollo cultural, ésa en la que todo gira alrededor de la religión. Lo que desvelaba el análisis de Clemens y Pettman es que, lejos de ser síntoma de "primitivismo", el sacrificio es característico de los pueblos "civilizados". Sólo allí donde haya una organización nítida de la sociedad que establezca determinadas prohibiciones, por ejemplo, las concernientes a matar, y donde estas leyes son lo suficientemente fuertes como para imponerse, cobra valor el sacrificio. En caso contrario, perdería todo su significado real, todo su poder de excepción máxima. El sacrificio, convierte en sagrado algo profano, precisamente, sometiéndolo a una transformación excepcional, fuera de lo común, que aniquila lo que de mundano hay en lo sacrificado. No existe, por tanto, sacrificio sin ley. En el fondo, es la ley la que exige el sacrificio. Puede entenderse que la barbarie de la guerra no sólo no se haya extinguido con el progreso de la "civilización", sino que se haya acentuado.
Hasta aquí, el análisis de Zizek, de Clemens y Pettman, es impecable. Pero en este punto, comienzan a aparecer los extravíos. Zizek está pensando en y ejemplificando con las sucesivas guerras yugoslavas y su punto de partida, por lo demás correcto, es que la distinción entre serbios, croatas y musulmanes, es posterior a la decisión de iniciar una política de exterminio contra un enemigo, en principio, a determinar. Insisto, este punto de partida descansa en una profunda verdad. No se puede decir lo mismo de la conclusión que saca Zizek, a saber, que siempre se sacrifica algo de la propia comunidad, que es la propia comunidad la que ofrece algo, cuanto más propio mejor, como víctima propiciatoria. Esto es a todas luces erróneo, ni casa con los hechos históricos, ni explica por qué no se sacrifica toda la comunidad en conjunto. Como tales consecuencias son implausibles históricamente hablando, Clemens y Pettman retocan los planteamientos de Zizek, pretendiendo que lo sacrificado es reconocido, pero reconocido únicamente en su sacrificabilidad. La consecuencia última es muy clara, si el sacrificio lo es de lo propio y si el sacrificio es algo que nos constituye, el propio sacrificio debiera ser él mismo sacrificado, como llega a ser efectivamente el caso con la desaparición o transformación de los sacrificios en prácticas cada vez menos sanguinarias. Aparentemente, llegamos por aquí a la optimista conclusión de que los sacrificios que nos exigen nuestros gobernantes tienen un límite temporal claro. Pero sólo aparentemente, pues este razonamiento conduce a la paradoja de que los Estados deben resucitar periódicamente el acto sacrificial para volver a sacrificarlo.
En realidad, lo sacrificado, siempre es lo "otro". Incluso cuando se trata de una parte de la propia comunidad, ésta es señalada, acotada, delimitada, para que pueda ser reconocida como lo "otro". Podemos entender esto fácilmente si nos colocamos en la situación límite, es decir, cuando somos nosotros quienes nos sacrificamos. Sacrificarnos por nuestros padres, por nuestros hijos, por aquellos hacia los que sentimos un deber, implica tratarnos a nosotros mismos en tercera persona, como si alguien ajeno a mí, en realidad, yo mismo en un pasado más o menos reciente, fuera sometido a una pena. Sacrificarnos por otra persona significa tratarnos a nosotros mismos como un otro al cual niego caprichos, deseos o autonomía para decidir su (mi) propio futuro.
Pero es fundamental para entender el sacrificio y sus implicaciones que a lo "otro" no se lo sacrifica para aniquilarlo, se lo sacrifica para obtener reconocimiento. Y aquí volvemos a la etimología, se sacrifica algo para hacerlo reconocible ante alguien, por ejemplo, ante los dioses, con quienes pasa a compartir, en cierto modo, naturaleza. La finalidad del sacrificio siempre es que la comunidad o el individuo sea reconocido por sí mismo o por los otros como racialmente pura, interlocutor válido, sujeto de deber, o cualquier otra cosa. El sacrificio es un modo de que los demás nos reconozcan, pero también un modo de reconocer a lo "otro", de reconocer la sacrificabilidad de lo "otro". Y, en última instancia, de reconocernos a nosotros mismos en el acto de sacrificar a lo otro. De aquí se deriva la ritualización de todo sacrificio y su conversión en una suerte de creación original que tiene que ser revivida periódicamente para mantener la unidad del Estado, quiero decir, el reconocimiento de su existencia por parte de los propios ciudadanos.
Por fin, estamos en condiciones de entender a qué se refieren nuestros gobernantes cuando nos advierten que estamos en una época de sacrificios. Lo primero y más importante es que se va a delimitar nítidamente un sector de la población, para arrancarles el corazón de modo civilizado. En este caso, ese sector de la población no va a ser elegido por el color de su piel, su religión o su etnia, es mucho más simple, encerrará a todos aquellos por debajo de un cierto nivel de ingresos.
En segundo lugar, se los va a sacrificar con un objetivo muy preciso y en un plazo de tiempo lo más breve posible, pues todo sacrificio es un acto. De hecho, hay que someterlos al rito sacrificial antes de que puedan reaccionar. En tercer lugar, se los va a sacrificar, no porque sea necesario, no porque beneficie al país en su conjunto, no porque sea la única posibilidad o el único remedio, sino para obtener reconocimiento, en este caso, para que los merkados, reconozcan la disposición de nuestros gobernantes a sacrificar una parte de su población. Y, finalmente, este acto se va a repetir tantas veces cuantas sea necesario actualizar este reconocimiento. Ciertamente, todo ello es una excepción, pero una excepción que carece de carácter excepcional, pues es la reiterada historia de cualquier país, como puede observarse, en el caso de España, desde su acto inaugural, con la expulsión de judíos y musulmanes, hasta la cruzada franquista.