En el parágrafo 293 de las Investigaciones filosóficas aparece el famoso experimento mental de Wittgenstein sobre los escarabajos. Imaginemos, dice Wittgenstein, una tribu en la que cada miembro tiene una cajita con un contenido al que suelen llamar “escarabajo”. Las reglas del pudor de la tribu implican que nadie puede mirar en la caja de otro, por lo que el único modo que tiene cada miembro de la tribu de saber a qué puede llamarse “escarabajo” pasa, única y exclusivamente, por lo que hay en su caja. Aunque en la palabra “escarabajo” reconocemos el nombre de un insecto, en el juego del lenguaje de esa tribu, no existe el efecto de designación que solemos apreciar en dicha palabra cuando la utilizamos nosotros porque bien podría ocurrir que en la caja de algunos de los miembros de esa tribu hubiese hormigas, serpientes o, simplemente, nada. El contenido de la caja, concluye Wittgenstein, resulta por tanto irrelevante para el uso de la palabra que se hace en su lenguaje. Ahora sólo tenemos que generalizar dicha conclusión, las sensaciones subjetivas de cada uno de nosotros, la intimidad de nuestras conciencias, cualquier supuesto “lenguaje privado” que las describa, carece por completo de relevancia a la hora de entender el lenguaje. “Lenguaje” implica, única y exclusivamente, algo que, como la moneda, puede intercambiarse a la luz pública en un mercado y todo lo significativo, quiero decir, cualquier significado, se reduce a los acuerdos que permiten dicho intercambio.
Wittgenstein se cercioró de la inevitabilidad de sus conclusiones anclando en la mente de todos que “escarabajo” quería decir “dolor” y que el dolor no puede explicarse por el modelo de “objeto y designación” habitualmente utilizado. “Dolor” a todos los efectos implica la realización de una serie de comportamientos públicamente observables y reconocibles como “dolor”. El fenómeno del dolor se agota en esa manifestación pública, en el uso que se hace de este término. Por vergonzante que pueda parecer, la totalidad de filósofos vigesimicos siguieron cual rebaño de borregos a su apóstol sin reparar en su truco de mal trilero. En efecto, ¿por qué identificar a esos “escarabajos” con el dolor? ¿en serio alguien ha experimentado alguna vez su dolor como algo que sucedía “en una caja”? ¿no existe otro análogo mejor para ese escarabajo? Intentemos hallar un sustitutivo mejor. Debe tratarse de algo que nadie más que cada uno de sus dueños pueda mirar, que no se muestra a los demás, que todos sabemos en qué consiste aunque no haya una situación en la que “abramos nuestra cajita”, que designamos con un nombre, que puede presentar múltiples formas y que, simplemente, puede no hallarse “en la caja”. ¿No acabamos de describir nuestra vida onírica? ¿Acaso alguien más puede contemplar su contenido? ¿acaso podemos contemplar el contenido de los sueños de otra persona? ¿acaso podemos saber si verdaderamente otra persona sueña como lo hacemos nosotros? ¿soñamos siempre o, aún peor, existen los sueños no recordados? Apliquemos ahora lo que dice Wittgenstein a propósito de sus escarabajos. Los sueños, de acuerdo con Wittgenstein, carecen por completo de significado a menos que los narremos en un lenguaje público. En esa manifestación pública, nuestro sueño adquiere su significado y lo hace porque existen reglas convencionales que permiten adjudicar ese significado al sueño. Si un sueño no se hace público, no existe o, al menos, carece de cualquier relevancia. Un compañero de carrera me contó una vez que había soñado con las oposiciones al cuerpo de profesores de secundaria y las oposiciones consistían en una piscina donde tiraban a los opositores y éstos se iban ahogando. Según Wittgenstein, en el momento en que me lo contó y sólo en el momento en que me lo contó, este sueño adquirió el significado del agobio y la angustia implicados en prepararse unas oposiciones. Antes de contármelo, mi compañero de carrera no podía conocer el significado de ese sueño, aún más, dicho sueño ni siquiera existía o ni siquiera tenía relevancia para su vida. Como tal, el sueño en sí, carecía de cualquier cosa merecedora de que se le aplicase el término “significado” porque todo lo relevante se reduce a lo que se conforma con las reglas comunes aprobadas por convención. ¿De verdad carecen de relevancia los sueños si no se verbalizan públicamente? ¿De verdad afrontamos con el mismo temple los días en que hemos tenido pesadillas que los días en los que hemos tenido sueños felices? ¿De verdad miramos igual a la cara a esa persona con la que hemos tenido un inesperado sueño erótico? ¿De verdad que nada tan público como la ciencia ha surgido de la experiencia íntima de un sueño? Las respuestas de Wittgenstein resultan extravagantes entre otras cosas, porque con indiferencia de a qué cultura hagamos referencia y a qué época, una constante de las vivencias humanas consiste en asumir que los sueños constituyen un lenguaje, un lenguaje a través del cual recibimos mensajes de los dioses, los antepasados, el inconsciente o los mecanismos de archivado de los recuerdos. Un lenguaje, definitiva y absolutamente, privado. Por sorprendente que pueda parecer, esta observación tan trivial mete a cualquier wittgensteniano en un brete, porque, para demostrar lo erróneo de semejante creencia, habríamos de recurrir a una definición general de qué entendemos por lenguaje. Pero, si hubiese una definición general de lenguaje, podría haberla también de sus términos, por ejemplo, del significado general de cada palabra y la teoría del uso y desuso caería por su propio peso. Por tanto, tenemos, por un lado, a buena parte de la humanidad convencida de que los sueños constituyen un cierto tipo de lenguaje y, por otra, a los filósofos del lenguaje diciendo que eso debe considerarse un error porque sus libros sagrados prohíben la existencia de lenguajes privados. La única salida consistiría en aludir a los reiterados fracasos para encontrar la manera en que surgen los sueños. Pero, claro, entonces, por contraste, habría que sacar a la luz el oscuro secreto que tanto tiempo llevan tratando de ocultar los esbirros de la filosofía del lenguaje vigesimica: que no hay por qué medir todas las relaciones humanas con las reglas del mercado; que si nos empeñamos en convertir la metáfora de las palabras como monedas en un modelo explicativo, entonces habrá que dejar claro, de una vez por todas, lo que Victor Klemperer testimonió, que detrás de cada nuevo uso de las palabras, como detrás de cada nueva impresión de billetes, se encuentra siempre la planificada estrategia de un poder establecido.