He tenido la inmensa suerte esta semana de escuchar, aunque parcialmente, la conferencia que el Prof. Miguel Angel Moreno Mateos, actualmente en el Departamento de Genética de la Universidad de Yale, pronunció en nuestro instituto, gracias a la mediación de nuestros compañeros Rosa Cortés y Francisco Javier Matías. Para mi fortuna y, me temo, para la desgracia de los alumnos allí convocados, la conferencia brilló más a la altura de las investigaciones que el Prof. Moreno realiza, que de los conocimientos que nuestros alumnos manejan. Debo decir que aguantaron durante casi dos horas como campeones y plantearon preguntas de gran interés. Hubo, sin embargo, dos cosas que llamaron poderosamente mi atención. La primera, citada apenas como anécdota por el Prof. Moreno, la presencia de miembros del ejército norteamericano en cada congreso sobre el tema que se realiza en los EEUU y, segunda, la frecuencia con la que se mencionó la competencia de laboratorios chinos.
¿De qué trataba la conferencia? ¿cuál constituye el centro de interés de las actuales investigaciones del Prof. Moreno? La tecnología CRISP-Cas9. Esta confusión de letras designa un mecanismo de defensa de las bacterias contra los virus que las infectan y que consiste, simplemente, en cortar su DNA para volverlo así inactivo. Ahora bien, en la medida en que el cromosoma de las bacterias no se halla confinado en un núcleo, deben poner especial cuidado en que este mecanismo reconozca secuencias específicas de DNA vírico y que no corte el DNA propio. Cuando a mí me enseñaron biología, me hablaron de las nucleasas, proteínas de las células animales que hacían exactamente lo mismo. El problema radicaba en que diseñar una nucleasa para cortar un sitio concreto del DNA costaba años. La comprensión de cómo funciona el sistema CRISP-Cas9 de las bacterias, ha llevado a reducir drásticamente el tiempo que se necesita para producir tales tijeras moleculares. Pero aquí no termina la cosa. En las células animales existe un mecanismo que permite reparar el DNA fragmentado, de modo que si tenemos la capacidad para cortar un gen concreto del DNA y reemplazar lo cortado por un gen con otras características, hemos encontrado la manera de introducir mutaciones a nuestro antojo en los seres vivos. Todavía mejor, en 2016, un equipo chino demostró que el mecanismo CRISP-Cas9 puede evitar la expresión de un gen sin ni siquiera alterar el DNA, actuando sobre los RNA mensajeros codificados a partir de ese gen.
Ayer me encontré esto en mi cuenta de twitter:
Counterintelligence: Crispy CRISPR... https://t.co/MqbeTtztfX— Stephan Blancke (@StephanBlancke) 14 de abril de 2018
Y ahora ya podemos atar todos los cabos. Acabo de decir que la tecnología CRISP-Cas9 reduce drásticamente el tiempo necesario para introducir modificaciones en el genoma de un ser vivo (algunos cálculos afirman que lo reduce en un 99%). Podemos decir lo mismo de otra manera: se ha vuelto un 99% más barato fabricar organismos modificados genéticamente. O si lo quieren de un modo más tajante, cualquier laboratorio de medio pelo tiene ahora a su alcance fabricar organismos modificados. China, Pakistán, Irán, Rusia, Corea del Norte o cualquiera con dinero para contratar una pequeña empresa de investigación genética podrá hacerlo. El año pasado, después de un informe secreto del Comité Jason dirigido al gobierno norteamericano, DARPA puso sobre la mesa 100 millones de dólares para “tecnologías de extinción genética”. Rápidamente se calmaba a los lectores aclarándoles que se trataba de eliminar los mosquitos que transmiten la malaria por el sutil procedimiento de impedir que nazcan hembras. DARPA figura en los libros de historia como la agencia que inventó Internet. No se suele mencionar que lo hizo con el fin de crear una estructura de defensa descentralizada que permitiera lanzar la respuesta a un ataque nuclear aunque éste acabara con la jerarquía de mando del ejército. DARPA, en efecto, forma parte de la nebulosa de agencias militares de los EEUU. Frente a esos cien millones para “tecnologías de extinción genética”, su aportación para el tratamiento de enfermedades específicas no llega a los 65 millones. Más de uno ha denunciado ya que se ha iniciado una caza de talentos con objeto de alejarlos de la consabida “curación de enfermedades”, con la que se va a vender todo esto, y centrarlos en investigaciones, como poco, de doble uso, civil y militar.
Tras conseguir un contrato con DARPA por 2,5 millones de dólares, Andrea Crisanti, profesor de parasitología molecular del Imperial College de Londres, ha declarado que los temores de que esta tecnología pueda derivar en la creación de armas biológicas constituyen “pura fantasía”.
"No hay manera de que esta tecnología pueda ser usada para ningún propósito militar. El interés general es desarrollar sistemas para contener los efectos no deseados de la deriva genética. Nunca se nos ha pedido considerar ninguna aplicación que no sea eliminar plagas".
No hace falta. Hay sistemas biológicos que, por su importancia, se han mantenido inalterados a lo largo de la evolución desde los mosquitos a los hombres. Si poseemos la tecnología para alterar el balance de sexos en los nacimientos de mosquitos poco o nada habrá que cambiar para aplicarlo a los seres humanos. Incluso una herramienta tan burda causaría enormes perturbaciones sociales y políticas. ¿Han visto las reuniones del partido comunista chino? ¿Cuántas mujeres hay en ellas? ¿Y en el ejército? ¿Se imagina que la etnia han sólo tuviera hijas? ¿Qué ocurriría en un país con tendencia a la despoblación como Rusia si nacieran únicamente varones? ¿Seguiría amenazada demográficamente la mayoría blanca de los EEUU si una agencia gubernamental pudiera modificar el balance de niños y niñas que nacen de las minorías negra e hispana?
Quizás no conozcan la historia de Thomas Austin. Este buen hombre, se asentó con su hermano en las tierras de lo que ahora se conoce como el estado de Victoria en Australia. Aburrido por no poder practicar el entretenimiento de sus ratos libres, la caza, en las yermas tierras australianas, tuvo la ocurrencia de pedir que le mandaran unos cuantos conejos desde Inglaterra. Su liberación en el verano de 1859 constituyó el inicio de una plaga de dimensiones bíblicas en la que los sucesivos gobiernos australianos han gastado miles de millones hasta el día de hoy. Pues bien, nosotros, entre peces cebra, mosquitos y curación de enfermedades, nos aprestamos a poner en manos de gente justamente reputada por su intelecto, los militares, algo muchísimo más peligroso y letal que los inocentes conejitos liberados por Thomas Austin.