Me gustan los deportes espectaculares, así que no tengo el más mínimo interés por el fútbol. No obstante, la derrota de España ante Marruecos y la posterior victoria de ésta ante Portugal me ha proporcionado un sin fin de risotadas por motivos múltiples. Uno de ellos es descubrir que a la altura del siglo XXI España sigue dividida en dos grandes mitades, la de aquellos que ignoran nuestra historia y la de aquellos que hacen todo cuanto está en sus manos por ignorar nuestra historia.
Como he explicado varias veces aquí, constituye un error común (y catastrófico) considerar que el Islam es algo así como un monolito que se extiende sin variantes desde Alhucemas hasta Mindanao y, por lo mismo, considerar que el Islam hoy es igual que en los tiempos de la predicación de Mahoma. Cuando uno lee el resultado de aplicar estos simplismos a la historia de España el resultado es descacharrante. Ocho siglos de la historia de este país, ocho siglos, 800 años, más de los que han transcurrido desde el descubrimiento de América, los ocupa la historia de al-Ándalus. El primer hecho fundamental para entender al-Ándalus consiste en que Táriq Ibn Ziyad desembarcó en la península al mando de unos 9.000 hombres y que con ellos conquistó sin demasiados esfuerzos todo el territorio comprendido entre Gibraltar y la Meseta Central, dominando una población de unas 700.000, almas ,algo que de ninguna de las maneras puede conseguirse únicamente manu militari. Las posteriores oleadas norteafricanas tampoco alteraron la base demográfica de al-Ándalus y, de un modo muy parecido a lo que ocurrió con los visigodos, implicó en la llegada de unos miles de hombres armados que se convertían en la élite dirigente y que acababan diluyéndose en el sustrato existente. Un reciente estudio genético muestra que un 10% de los habitantes de este país todavía tiene genes norteafricanos algo que cuadra mucho más con lo que acabamos de describir que con muchas otras paparruchas que nos han contado.
Como consecuencia de lo anterior, una tensión permanente recorrió la historia de al-Ándalus entre la población andalusí, descendiente directa de los pobladores originarios de la península, y las minorías llegadas del Sur, detentadoras del poder. Pero a ella había que añadir otra. La prosperidad de la dinastía omeya generó deslumbrantes ciudades, entre las que destacaba por encima de todas Córdoba. Sus habitantes se distinguieron muy pronto por su refinamiento, sus intereses culturales y su preocupación por la justicia y la política. Sin embargo, buena parte de la población andalusí siguió residiendo en pueblos de base agrícola, a veces, en condiciones de pura subsistencia. Esto generó otra tensión, perpendicular a la anterior, entre los habitantes rurales y algo que a todas luces podríamos llamar burguesía. Con frecuencia estas tensiones desembocaron en conflictos, levantamientos y guerras civiles, más o menos encubiertas como guerras dinásticas. Problemas de esta índole provocaron a principios del siglo XI la desintegración del reino en una serie de taifas. En Córdoba las revueltas populares destituyeron a Abderramán V (1024), a Yahya al-Muhtal (1027) y a Hisham III (1031). Hartos de tribus venidas del Norte de África a modo de ejércitos pagados con impuestos abusivos, Córdoba fue la última en declararse reino independiente, pero la primera en toda Europa en declararse una república. En contra de lo que cuentan nuestros libros de historia, ni la Primera República española nació en el siglo XIX, ni la primera república islámica en el siglo XX.
En 1031 un consejo de notables decidió entregar el poder a Abú'l Hazm Yahwar bin Muhammad de la familia de los Banu Yahwar que venía ocupando cargos públicos desde antes del colapso del califato. Yahwar bin Muhammad, sin embargo, renunció a proclamarse califa. Exigió compartir su poder con otros dos miembros de su familia y se consideró a sí mismo un delegado de la confianza popular, no la persona encargada de mandar o de prohibir. Todas sus decisiones se hicieron siempre en presencia de una asamblea de notables, en la cual todos podían hablar y dar su parecer. Aunque muchos consideran que en realidad, el poder permaneció en manos del clan de los Yahwar, no constan represalias contra los contrarios a sus decisiones ni mandatos impuestos por las buenas a dicha asamblea. De hecho, incluso quienes testimonian de su avaricia y de haber triplicado sus riquezas durante su gobierno, le reconocen a Yahwar bin Muhammad sensatez política, buen hacer y preocupación por las aflicciones de los ciudadanos de a pie. Por supuesto, como todos los que ocuparon un cargo antes que él y después que él, prohibió la venta de alcohol, pero también disolvió la milicia bereber que atemorizaba a la población, creó algo parecido a un ejército popular, hizo los impuestos soportables para todos, llevó una contabilidad minuciosa de cómo y para qué se gastaba cada moneda del erario público, colocó guardias en los palacios califales aunque no los habitó nunca, acudió, como uno más, a las ceremonias, a los ritos populares de Córdoba y a visitar los enfermos, regularizó la práctica médica, convirtió la ciudad en tierra de acogida para todos los exiliados del resto de reinos taifas y medió entre ellos para que vivieran en paz y armonía. Aunque es verdad que su mandato no se extendió mucho más allá de los muros de la ciudad, le devolvió el esplendor de los primeros años del califato omeya. Básicamente no hay críticas a su gobierno ni siquiera entre los historiadores que más aceradamente le lanzan puyas y todos le reconocen haber encabezado una época de prosperidad. Sin embargo, él nunca se consideró elegido para nada y reclamó para sí meramente el papel de guardián del califato hasta que llegase alguien que mereciera “el reconocimiento de todos”. Hasta tal punto obró regido por esta idea que dejó en manos del consejo de notables elegirle sucesor. Cuando murió, el consejo eligió a su hijo Abú'l Walid Muhammad quien durante 21 años más mantuvo la prosperidad, la tolerancia y el afán por cuidar el bienestar de los ciudadanos. Pero Abú'l Walid Muhammad tenía dos hijos, en los cuales acabó delegando el poder. Entre ellos surgió una rivalidad que les llevó a enfrentarse fratricidamente hasta que en 1070 la taifa de Sevilla se anexionó Córdoba.
La que verdaderamente merece el nombre de I República española, pues, no sólo presagió la que aparece en los libros deseosos de olvidar nuestra historia como I (1873-4), sino que también anticipó lo que habría de ocurrir con la que se denomina “Segunda República” (1931-9). Y todo eso sucedió aquí, en este país empeñado en sepultar bajo toneladas de olvido cualquier cosa que le recuerde que otra España es posible porque la historia muestra que ya existieron otras Españas posibles.
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