Me he desenganchado del ajedrez dos veces en mi vida. La primera fue en mi adolescencia. Me di cuenta de que jugaba al ajedrez para machacar a mis rivales. Me lo había advertido uno de mis maestros en el colegio y me dio tanta rabia tener que darle la razón que dejé de jugar. Años después cayeron en mis manos programas que jugaban decentemente a este juego. Me volví a enganchar. Leí estudios de aperturas, pasé largas horas jugando y, en los ratos libres, resolvía problemas. Llegué a ir siempre con unos cuantos recortes con problemas en la cartera para aprovechar cada segundo que tuviera y echarles un vistazo. El ajedrez fue para mí una droga. No podía controlarlo. Dedicaba más tiempo y energías mentales al dichoso jueguecito que a los temas sobre los que debía estar trabajando. Me desenganché entonces por segunda vez. Aunque esporádicamente juego alguna partida, procuro no emocionarme demasiado y ser piadoso con mi rival si es humano. Buena parte de esta nueva actitud la debo al hecho de haberme iniciado en la práctica del Go, pero ésta es otra historia.
Hay multitud de mitos y de creencias en torno al ajedrez que son erróneas. Una de ellas correlaciona el ajedrez con la inteligencia. Se piensa que los buenos jugadores son muy inteligentes o, a la inversa, que si alguien es muy inteligente, tiene que jugar bien al ajedrez. La verdad es que no sé de dónde viene semejante creencia. Un buen jugador de ajedrez, como un buen matemático, un buen músico o un artista, es alguien que tiene la capacidad de saber colocar cada pieza en el sitio justo, en el momento oportuno. Naturalmente, buena parte de esa capacidad es producto de la práctica, aunque cuánta práctica se necesite ya no es una cuestión de práctica. Poco más cabe dedudir de semejante capacidad.
Tomemos el caso del más mítico de los jugadores de ajedrez, Bobby Fischer, campeón mundial entre 1972 y 1975, que dejó de serlo por desavenencias con la federación, no por derrota. Sus partidas incluyen jugadas inesperadas, auténticas bombas lógicas, que descolocaban a sus rivales y los sometían a la tortura china de efectuar profundos análisis con la amenaza del tiempo encima. Es frecuente leer, en los estudios sobre esas partidas, que, en realidad, tal o cual movimiento restablecía la igualdad sobre el tablero, pero para llegar a esa conclusión se necesita la calma y tranquilidad que no se tiene durante el desarrollo de un torneo. Fischer, por tanto, no ganaba a sus rivales, los fundía. Ninguno volvió a hacer nada destacado tras enfrentarse con él.
A Fischer se le adjudicó un coeficiente intelectual de 184, superior al de Albert Einstein, con lo que su caso no sólo aclara las relaciones entre ajedrez e inteligencia, también nos permite deducir qué relación hay entre dicho coeficiente y un comportamiento inteligente. De Fischer se dice que se arrancó todas las muelas convencido de que los soviéticos habían metido micrófonos en ellas. Leontxo García, cuenta que Fischer acudió a una entrevista con él completamente empapado, en un día en que no había llovido. Y éstas son sólo dos de las anécdotas que jalonan una existencia, cuando menos, singular. Si en vez de pertenecer a la vida de un campeón de ajedrez, fuesen parte de las ocurrencias de nuestro vecino, tendríamos muy claro el calificativo que merecen.
¿Era Fischer muy inteligente? Pues depende de para qué. Sin embargo, tan profunda es la creencia de que el ajedrez desvela secretos acerca de la inteligencia que los primeros informáticos que se enfrentaron a la tarea de hacer que un ordenador aprendiera este juego lo hicieron con unas esperanzas bastante remotas. Tenían motivos para ello, el primer movimiento que realizó un programa creado para jugar al ajedrez fue... ¡abandonar! Treinta años después, circulaban programas que barrían del tablero a cualquier ciudadano medio. Todavía recuerdo las bravatas de Gary Kasparov, a quien muchos señalan como el heredero de Fischer, diciendo que, pese a ello, él siempre podría ganarle a cualquier programa de ordenador. El ajedrez, aseguraba Kasparov, era producto de la inteligencia humana, por tanto de la intuición, de la capacidad para encontrar respuestas no previstas, nada programable. Sus bravatas duraron siete años. En 1996, Deep Blue le ganó por primera vez una partida, al año siguiente, una nueva versión de Deep Blue ganó el torneo contra Kasparov. Deep Blue carecía de intuición, de capacidad innovativa, era pura fuerza bruta, pero se portó, desde luego, como Fischer, porque Kasparov ya no volvió a levantar cabeza. Sin embargo, en la época en que un supercomputador en paralelo era capaz de derrotar al vigente campeón del mundo de ajedrez, no había máquina capaz de igualar la capacidad del cerebro humano para reconocer un rostro. Y es que en el ajedrez, nada es lo que parece, como veremos en la siguiente entrada.