Hasta ahora, la metafísica solo ha sabido decirnos lo que el ser es. Y lo malo de una metafísica que habla desde el ser, sobre el ser y para el ser no consiste en que incurra en absurdas circularidades ni en que momifique la realidad, momifique la razón y hasta momifique a quienes la hacen, lo verdaderamente perverso que hay en ella radica en que pretende reducir nuestro horizonte a las formas del ser. Nada mejor para conseguirlo que cercenar cualquier capacidad productiva, predictiva, innovadora. Si todo lo que es ha sido desde siempre, si el futuro de la metafísica radica en pensar por adelantado lo que viene hacia nosotros desde la esencia de la identidad de hombre y ser, exactamente del mismo modo que fue hacia Heráclito y Parménides, si se trata de corresponder a cualquier forma de esencia, entonces nada nuevo cabe esperar del futuro más que lo que ya ocurrió, ninguna novedad habrá en una forma de destrucción masiva del porvenir que no se encontrase ya contenida en las primeras formulaciones del principio de razón suficiente y, por encima de todo, ninguna capacidad inventiva necesitaremos para enfrentarnos a ello. El futuro no es más que el pasado. Ser futuro significa para la tradición vigesimica ser uno, eterno, inmutable, esférico, ser por todas partes lo mismo, ser permanente e inmóvil. La historia, como la flecha de Zenon, nunca puede salir de sí misma, nunca puede proyectarse más allá de sus límites, nunca puede avanzar. Y si en algún momento avanzase, si en algún momento hubiéramos de admitir que existe un fin que perseguir, un objetivo que lograr, una causa final que lo mueve todo y hacia la que todo tiende, la unicidad de ese fin no nos llevaría más que al mismo punto de partida, como el sol, como la luna, como la esfera de las estrellas fijas. El movimiento es perpetuación de lo mismo, mantenimiento de las formas eternas, con horizonte fijado en la catarata del fin del mundo. Al cabo, Occidente solo ha predicado el ser verdadero de lo que no tiene futuro, de Aquel para quien pasado y futuro significan exactamente lo mismo: nada. He ahí el punto de vista de la filosofía. Desde luego el punto de vista sub specie aeternitatis, pero, por encima de todo, el punto de vista del futuro en singular, en el que culminan el Espíritu Absoluto o el Capital, en el que todo vuelve o todo acaba, que para el caso significan lo mismo. No hay más que leer a Schelling para constatar que la filosofía se ha entendido a sí misma como testigo de lo que hace época, de lo que queda en la historia, de lo que la autoconciencia reconoce como su pasado. Las tareas de la filosofía coinciden en este sentido con la historiografía, hasta el punto de que los más adelantados predican que filosofía e historia de la filosofía coinciden. Y, como la historiografía, la filosofía ha adoptado el punto de vista de la narración victoriosa, de la narración que, por cuestiones políticas, económicas, militares o de pura meritocracia administrativa, se impusieron a las otras, convirtiéndolas en el punto de vista sancionado por la racionalidad. La narración del pasado, la filosofía entendida como narración acerca de lo que le sucedió al ser, al Espíritu, al Capital o a la religión, no hace más que servir rastreramente a lo dado. Los cartagineses, los judíos, los palestinos, los indios exterminados en América o en la India, el comunismo, no solo sucumbieron a las derrotas, el exterminio y el abandono, además, por eso mismo, se los priva de contenido, de razón, de ser. El ser, como el talento, constituye un privilegio de quien triunfa. Queda únicamente dar la vuelta a esta afirmación: puesto que lo que es triunfó, ya nunca podrá dejar de ser. La democracia liberal sobrevivirá con mucho al Reich de los 1.000 años perdurando por toda la eternidad ya que sus alternativas no son. No se trata, como quiere Inayatullah (“Futures through Stories”, Critical Muslim, Jaunary-March 2019, 29, págs. 57 y 59), de una letanía que de tanto repetir la descripción del futuro oficial acaba por hacerlo... oficial. Se trata de que el futuro es incuestionable porque la narración acerca de lo que es solo puede tomar la forma de una letanía, en la que futuro y pasado se confunden e intercambian. La crítica a la fantasía, el desprecio a la imaginación, taparse ojos y oídos para obstinarse en que la filosofía no puede hacer prospectiva, forman parte de la propia pregunta acerca del ser, pues, obviamente, los innovadores no utilizan como faro de sus pesquisas lo que las cosas son. Bien al contrario, los creadores, los inventores, los forjadores de nuevas teorías, llámense Maxwell, Edison, Hölderlin o Leibniz, se han preocupado siempre por lo que las cosas no son. Si el riesgo de abandonar el ser, de olvidarnos del ser, consiste en que podemos aventurarnos por los caminos de H. G. Wells cuando predijo la creación de los tanques, de Julio Verne cuando anticipó los submarinos o de Isaac Asimov cuando mostró la posibilidad de satélites geoestacionarios, podemos lanzarnos tranquilos por semejantes derroteros, pues, no cabe duda, la posteridad nos juzgará con benevolencia.
El futuro es nada, no es, pero no porque carezca de realidad, sino porque carece de la unicidad, del estatismo, de la inmovilidad del ser. El futuro se dice únicamente en el discurso que no afirma ni niega nada del ser de las cosas. El futuro, a diferencia del ser, se dice siempre en plural. No hay futuro, hay futuros. Futuros posibles, futuros probables, futuros improbables y futuros imposibles. A nosotros nos corresponde elegir hacia cual de todos ellos queremos ir. Después vendrán los filósofos y nos contarán que ese futuro era inevitable.
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