Abrahan Klemperer, maestro experto en el Talmud, tuvo dos hijos, Natham y Whilhelm. De los tres hijos de Natham alcanzó fama Otto, extraordinario director de orquesta al que debemos versiones de referencia de Bach, Mozart, Haydn... Pero no quería hablar de esta rama de la familia sino de la otra, la de Wilhelm, padre de Viktor Klemperer. Voluntario condecorado en la Primera Guerra Mundial, convertido al protestantismo en 1912 y casado con una alemana “aria”, ejerció como profesor en la Technische Universität Dresden desde 1920. El nazismo le obligó a abandonar su cargo, a realojarse en una “casa judía” con otras “parejas mixtas” y a trabajar en una fábrica. En esa época, 1933, comienzan sus diarios. Klemperer debió redactarlos como Winston Smith, el protagonista de 1984, con el deseo de testimoniar la barbarie cotidiana a lectores, con toda probabilidad, inexistentes. Escribió 1.600 páginas convencido, salvo improbable optimismo, de que ninguna de ellas vería la luz, como puro acto de autoafirmación. Dos singulares azares jugaron, sin embargo, en su favor. La confusión que engendró el primer bombardeo aliado de Dresde le permitió arrancarse la estrella judía del pecho y huir con su mujer poco antes de que se certificara su deportación a un campo de exterminio. Después de la guerra, sus escritos formaron parte de la tanda de libros publicados en la naciente República Democrática Alemana en los días previos a la entrada en vigor de las leyes de censura. Así pudo llegar hasta nosotros la voz de Klemperer y, más en concreto, la voz de su época, de la que se convirtió en fiel testigo.
Lingua Tertii Imperii: Notizbuch eines Philologen constituye un pormenorizado estudio de cómo la propaganda nazi alteró la lengua alemana para difundir sus ideas entre la población. Sostenía Klemperer que la introducción de nuevos usos de las palabras mediante la reiteración de los mismos en los discursos oficiales, aunque resultaría más exacto decir, en los medios de comunicación que daban cuenta de ellos, acabaron impregnando de nazismo toda la sociedad. “Eterno”, por ejemplo, pasó no a designar una cualidad divina, sino una cualidad de los pueblos, “el eterno judío”, “la Alemania eterna”. “Fanático”, dejó de tener un significado peyorativo, de hecho, se enfatizaba la necesidad de seguir ciegamente los dictados del Führer. “Crisis” comenzó a denotar todas las situaciones en las que el ejército alemán necesitó retirarse. “Especial”, referido al tratamiento, constituía el modo habitual de denominar los asesinatos. “Reforzado”, como calificativo de “interrogatorio”, se empleaba en los mismos contextos en los que habitualmente se usa “tortura”. Y, mi favorito, Welt, mundo, que se utilizaba para indicar la audiencia del Führer, en el doble sentido de que Hitler había conseguido que todo el mundo escuchara a Alemania y que quienes se negaban a oír su voz, no formaban parte del mundo, de la humanidad. Welt, además, se usó en Weltanschauung, término técnico de la antropología y la historiografía que puede traducirse como “cosmovisión”. El nazismo lo popularizó, pasando a emplearse para designar el “nuevo” modo de entender las cosas. Curiosamente, los enteradillos de la filosofía contemporánea, muy progres todos ellos, siguen utilizando de un modo muy parecido este término ignorando quién puso de moda semejante uso.
Wittgenstein nunca nos explicó de dónde surgían los juegos del lenguaje. Como su maestro, Lamarck, pareció apuntarse a la teoría de la generación espontánea, ignorando o tratando de ocultar, que quienes tienen el poder para crear leyes, reglamentos y estándares, someten a todos los demás a prácticas de las que, si seguimos cacareando que “el significado es el uso”, como hacen tantos de sus epígonos, ya no podremos escapar. Quien manda impone el uso aceptable y, por tanto, el significado de las cosas. Si ahora amalgamamos tal planteamiento con el concepto del “mundo de vida”, lejos de resultar una teoría emancipadora, como pretende Habermas (no sabemos si por ignorancia o por bien pagado colaboracionismo), nos vemos abocados, en realidad, al fatalismo de lo dado, en el que ya no tenemos más remedio que jugar según las reglas establecidas si queremos seguir teniendo una vida en el mundo. El hecho de que Klemperer pudiera percibir el cambio en los usos, quiero decir, el hecho de que él sí pudiera hacer eso que tantos recitadores de eslóganes niegan, comparar, diacrónicamente, juegos del lenguaje, su resistencia a la neolengua, su obstinación en un juego del lenguaje que sabía condenado a la eterna privacidad, muestra que hay algo más allá del uso, algo que siempre ofrece la posibilidad de resistencia y de escape, por mucho que tanto estómago agradecido intente impedirnos ver su existencia. Por eso no resultaría mala idea crear una institución, una Academia, que lo protegiese.