Para una persona como yo, la locura siempre es una posibilidad. Debo haber caído definitivamente en ella porque veo cosas que nadie más parece ver. Comencé a escribir la primera de estas entradas mientras mi ventana temblaba por la prueba de sonido de una actuación que el Ayuntamiento había programado en la plaza donde vivo. Se trataba de un mago, de esos que te hacen creer que es algo natural que las cosas desaparezcan, que hay que triturar periódicos para que te aplaudan y que uno pueda adivinar las cartas que van a salir de una baraja sin que esté marcada. Venía a recordarles a los tiernos infantes la proximidad de las navidades y a sus padres la proximidad de las elecciones municipales. Unos y otros se arremolinaron alrededor de las luces, la música y los globos gratis. Ningún adulto daba señas de querer estropear el momento alzando su voz en público contra lo que estaba pasando. Ni siquiera había nadie que llevase un folio en blanco. Los cimientos de este país están minados por bombas de relojería que hacen “tic, tac, tic, tac…” mientras todos paseamos fingiendo que no oímos nada. Pero esas bombas de relojería llevan ahí ya varios años y su ritmo no se ha acelerado en los últimos meses ni parece que la hora fijada para la explosión se haya adelantado. Las orejas de la estanflación que los estómagos agradecidos del putinismo avisan que se ven desde hace tiempo parecen clavadas en el horizonte. La economía crece mientras la presión inflacionaria disminuye, el milagro que todo neoliberal considera imposible. El año 2.022 se ha llevado por delante buena parte del poder adquisitivo de los españoles, pero, para celebrarlo, éstos se han lanzado a una vorágine consumista estas navidades como no se recuerda otra desde mucho antes de la pandemia. El tsunami de los precios energéticos que amenazaba con dejar Europa en la oscuridad y el frío se dispone a abandonarnos con menos estragos de los causados por el “efecto 2.000”. En las calles se respira placidez, la opinión pública está adormecida, la tensión que precede a cualquier estallido social resulta imperceptible. Cuando yo estaba a punto de jubilarme el país vivía embelesado por los amoríos de un torero y una tonadillera y ahora, 150 años después, todo el mundo vive pendiente de lo que otra tonadillera le canta a un torero de los tiempos modernos, quiero decir, a un futbolista. La calma chicha, la somnolencia de la opinión pública, llega al punto de que la corrupción ocupa uno de los últimos puestos entre las preocupaciones de los españoles, sólo por delante de la sequía y del cambio climático. A los ciudadanos de este país les preocupa tener un trabajo del que no los despidan la primera semana de bajada de ventas, les preocupa quedarse sin la pensión de la abuela y cuánto les va a costar su próximo coche sobredimensionado. Y los políticos no dicen ni una palabra de eso. Pero una cosa es que a los ciudadanos no les preocupe lo que ocurre en el Parlamento y otra cosa muy distinta que el vitriolo que emana de su púlpito, que repiten ad nauseam todas las pantallas y que amplifican cada día a primera hora de la mañana las radios del país acompañando a la gente a sus trabajos no acabe por envenenarlos.
La crisis institucional, la tensión, el lenguaje incendiario, las campanas del apocalipsis golpista, poner a la democracia al borde del abismo, enterrar principios básicos para su buen funcionamiento, no ha obedecido a ninguna crisis social, política o económica, a ninguna demanda ciudadana, a ninguna exigencia de la calle, a nada que a la gente le importe más que la cerveza que se toma a media mañana. La situación del país no pone en riesgo nuestra democracia, son quienes supuestamente la encarnan, sus progenitores, quienes están ahí y ganan un cuantioso sueldo y, aún más, un cuantioso sobresueldo gracias a ella, los que la han estrangulado, con mayor responsabilidad cuanto más elevado es su cargo. Todavía peor, no lo han hecho por desidia, por estulticia ni por inconsciencia. Había una consigna dirigida desde lo más alto para incendiar el mes de diciembre y así hacernos tragar a todos enormes sapos tóxicos con tiempo suficiente para que los hayamos digerido cuando lleguen las próximas convocatorias electorales. Ni hipocresía les queda a esta pandilla barriobajera de parlamentarios que exhibe sin disimulo su afán por arramblar con todo y hasta hablan de “apaciguar Cataluña” horas antes de que las autoridades catalanas proclamen 2.023 como el año de la independencia otra vez. No existe un solo problema en este país, por pequeño, simple y miserable que sea, que pueda llegar a resolverse con bien para todos sin que antes resolvamos el más grande y significativo de los problemas que tenemos, el de mandar al paro a esta generación de políticos. Pero, como decía, parece que yo soy el único esquizofrénico que padece esta alucinación. Esta entrada, al igual que las anteriores, la van a leer una docena de personas, la mayoría de EEUU. Lo que ocurre aquí, aquí no le importa a nadie y otra vez las alimañas airearán pavores que todo buen nacido debe sentir y otra vez se llenarán las urnas de votos confiados en que todo cambie y volverán a estrangular la democracia un poco más hasta que alguien, alguien muy universitario y muy premiado, busque excusas de por qué se murió.
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