Decíamos en la entrada anterior que los gobiernos europeos, democráticamente elegidos, piensan única y exclusivamente, en lo que es mejor para sus electores, sin parar mientes en lo que puedan decir u opinar grandes corporaciones industriales o países más poderosos. Un caso palmario lo tenemos en nuestro queridísssssssimo y amadísssssssssimo Sr. Presidente del gobierno, Don Tancredo. Su primera reacción al conocer el escándalo no ha sido clamar por los ciudadanos españoles estafados, no ha recordado todas las personas que han enfermado por culpa de las emisiones contaminantes ni la riada de dinero que se gasta el Estado en su atención. Lo primero que ha dicho es que espera que todo este escándalo no perjudique las planeadas inversiones de VW en España. Unos días después, nuestro ministro de industria, el Sr. Soria ha tenido a bien leer ante los medios de comunicación una nota de prensa redactada en Wolfsburgo en la que se dice que, pese a que los coches de la empresa alemana han contaminado entre 20 y 40 veces más de lo permitido, no existe fundamento alguno para exigirle la devolución de las ayudas que recibió por rebajar las emisiones contaminantes. Ya hemos explicado que en España pedir responsabilidades está mal visto. Uno empieza pidiendo la cabeza de quienes han organizado un complot mafioso y, como se lo deje, puede acabar pidiendo la cabeza de los políticos que nombraron a los directivos de las cajas de ahorros que nos metieron en el foso de la crisis. En Alemania las cosas son diferentes. Un alto ejecutivo monta un chiringuito para estafar a sus clientes y, cuarenta y ocho horas después de salir en la prensa el escándalo, se le obliga a dimitir... e irse a disfrutar tranquilamente de su multimillonaria pensión vitalicia. Pero no se trata de gobiernos cuyos miembros piensan en su futuro profesional cuando abandonen el poder antes que en sus gobernados, no se trata de empresas que usan el ecologismo para vender, se trata de algo más.
En el coche se anudan tres características de nuestra civilización: imagen, consumo y viaje. Puede decirse que el coche aumenta el radio de acción de nuestros desplazamientos, pero lo que realmente hace es crear unos sujetos que no entienden su vida si no es como un continuo éxodo. Ciertamente, nuestra especie es viajera. No hemos dejado de explorar nuevos territorios desde que aparecimos sobre la faz de la tierra. Salimos de África, nos expandimos por Europa y Asia y realizamos una carrera para llegar cuanto antes desde Alaska a Tierra del Fuego. Sin embargo, hasta el surgimiento del coche, sólo eran unos pocos quienes viajaban. Hoy la inmensa mayoría de los miembros de nuestra civilización occidental realiza un desplazamiento diario que hubiese costado varias jornadas a nuestros antepasados.
En el coche se anudan tres características de nuestra civilización: imagen, consumo y viaje. Puede decirse que el coche aumenta el radio de acción de nuestros desplazamientos, pero lo que realmente hace es crear unos sujetos que no entienden su vida si no es como un continuo éxodo. Ciertamente, nuestra especie es viajera. No hemos dejado de explorar nuevos territorios desde que aparecimos sobre la faz de la tierra. Salimos de África, nos expandimos por Europa y Asia y realizamos una carrera para llegar cuanto antes desde Alaska a Tierra del Fuego. Sin embargo, hasta el surgimiento del coche, sólo eran unos pocos quienes viajaban. Hoy la inmensa mayoría de los miembros de nuestra civilización occidental realiza un desplazamiento diario que hubiese costado varias jornadas a nuestros antepasados.
Naturalmente, no se puede viajar sin consumir. El coche es la máquina del consumo perpetuo. Incluso parado, el simple paso del tiempo exige revisiones, reparaciones y repuestos. Toda reducción de consumo aparente es, en realidad, una acumulación que acabará manifestándose como un desembolso superior al pretendido ahorro.
Pero, para viajar, para consumir, hace falta poco más que cuatro ruedas, un volante y un motor de explosión. Las convenciones de coches antiguos, en perfecto estado de funcionamiento, lo demuestran. El aumento exponencial de los gastos asociados a la posesión de un coche, el transformarlo en el eje central de la industria de los más industrializados, caso de Japón o Alemania, exigía algo más, exigía sobredimensionarlo, exigía abstraerlo de su realidad, exigía convertirlo en imagen. Imagen, en primer lugar, de sí mismo, pues no compramos el mejor coche, ni el más adaptado a nuestras necesidades, compramos el coche más grande, el de mejor apariencia, el mejor anunciado... el coche de cierta marca. Imagen de marca, pues, que al principio consistió en el color (Ford sólo fabricaba coches negros), después en el diseño y ahora, en esta época de la imagen en la que escasea la imaginación, en un logotipo tan grande como el volante. El color, el color que empezó identificando al coche, identifica ahora al concesionario, a los empleados, a las oficinas. Pero la imagen de sí mismo, la imagen de la marca, están incompletas sin alguien que las conduzca y para quien será parte de la imagen personal. Un individuo no es más que la imagen que proyecta mediante los productos que consume, entre otras cosas, el coche que se compra.
Cuando un elemento tan característico de una cultura mata, envenena y enferma, se suele crear una mitología en torno a él que permita justificar o, al menos, ocultar, su naturaleza letal. Nos contaron que legislaciones cada vez más estrictas habían hecho a los coches menos contaminantes de lo que fueron nunca. Nos contaron que las revisiones técnicas protegían el medio ambiente y dejamos que nos metieran un sensor por nuestro tubo de escape como dejamos que en nuestras revisiones médicas nos metan una cámara por salva sea la parte. Nos contaron que la nueva generación de catalizadores harían nuestros coches tan respetuosos con la naturaleza como un árbol, mientras nuestros frenos, nuestros embragues y nuestros amortiguadores seguían emitiendo las mismas partículas cancerígenas de siempre. Ahora nos cuentan que una marca nos ha mentido, pero que todos los consumidores, incluyendo los de esa marca, pueden estar tranquilos, al tiempo que la patronal del sector hace piña con quienes han mentido...
No hay que ser ingenuos, si un gobierno te considera una industria, da igual cuántos ciudadanos mates porque te protegerá. El proceso por el cual los coches contaminan, sus humos nos enferman y cada céntimo que ingresan en las arcas del Estado acaba saliendo de ellas con destino a los hospitales, no conforma un círculo vicioso, ni es la suma de incidencias aleatorias, constituye el corazón mismo del sistema capitalista, pues se trata de un proceso de creación de valor. Gracias al coche, el aire puro, la salud, la vida libre de un cáncer, han devenido algo escaso que cuesta trabajo conseguir, esto es, lo que económicamente se define como un bien. No nos venden coches, nos venden riqueza, es decir, toda esa enfermedad y muerte que ansiamos conseguir.