Antonin Dvorak nació en Nelahozeves, una aldea al norte de Praga en 1841, como el primero de catorce hermanos. La fama le llegaría relativamente pronto, en 1873 con su “Himno patriótico” y, sobre todo, con sus “Danzas eslavas”. A partir de entonces no dejaría de recoger honores. El gobierno austriaco le proporcionó una beca de 400 florines de la época. En 1884 fue nombrado miembro de honor de la Sociedad Filarmónica de Londres. En 1889 recibió la Orden de la Cruz de Hierro otorgada por el emperador Francisco José I. En 1891, además de recibir el título de Doctor Honorario de Música por la Universidad de Cambridge y por la Universidad de Praga, se le concedió un sillón en la Academia de Ciencias y Bellas Artes de Checoslovaquia y de Berlín. Particularmente importante fue su etapa en New York, a donde se trasladó en 1892 para dirigir su recientemente creado Conservatorio. Fue, por tanto, un compositor de enorme éxito, que pudo vivir holgadamente de su trabajo y, además, obtuvo reconocimiento y alabanzas. Se suele decir de él que pertenece al movimiento nacionalista en música o al posromanticismo, que sus piezas recogen la tradición musical checa y aunque algunas composiciones están alejadas de la sensibilidad actual (como el Stabat Mater), sigue gozando del favor del gran público. Lo cierto es que, por muy nacionalista, apegado al terruño y conocedor del folklore, que fuese resulta muy difícil identificar en sus obras ninguna pieza concreta del mismo. Lo característico de Dvorak es que, mientras a otros compositores les cuesta Dios y ayuda crear una melodía medianamente reconocible, a Dvorak las melodías parecen brotarle como a los demás el pelo. En cada movimiento de sus sinfonías hay un par de ellas, todas convenientemente disciplinadas para no cansar al oyente, lo cual les proporciona una frescura que, aún en las composiciones de sus últimos años, parece proceder de un espíritu juvenil. El primer ejemplo magistral es la sinfonía nº 6 de 1880, frecuentemente olvidada en favor de la nº 7, mucho más turbulenta y romántica y la nº 8, que va a la velocidad de las locomotoras que tanto le gustaban incluso en el supuesto Adagio. Pero su obra más conocida es la Sinfonía nº 9, “Del nuevo mundo”, compuesta en los EEUU, cuando ya era un músico apreciado y reconocido. Mucho antes de que a nadie se le hubiese ocurrido juguetear con el jazz, un Dvorak recién llegado a New York, se declaró convencido de que la música norteamericana debería basarse en la música de los nativos y en los cantos de los afroamericanos, una idea curiosa, sin duda, acerca de cuáles deben ser los cimientos de una nación. Muchos siguen viendo en la Sinfonía nº 9, la luces de Bohemia, pero hay una fusión tan correcta con esas músicas citadas por Dvorak que Leonard Berstein no dudó en calificarla de una obra multirracial. En cualquier caso, como digo, esta sinfonía nº 9 goza de un inmensa popularidad incluso entre el público menos versado en música clásica.
Pues bien, un aspecto que no se suele comentar muy a menudo es que el pobre Antonin Dvorak, murió en la plenitud de su éxito, sí, pero amargado porque, en realidad, siempre quiso ser un compositor de óperas. A pesar de la admiración que despertó en Brahms, a pesar del triunfo de sus sinfonías, él, el gran hito del mundo orquestal, quería ser un Leoncavallo, un Puccini, un Verdi. Decía Dvorak dos meses antes de su muerte: “deseo consagrar todas mis facultades a la creación lírica... la ópera es la forma de expresión que mejor se adapta a nuestra nación... lo que más me interesa es la creación dramática”. De sus once óperas, únicamente Rusalka se sigue representando con cierta asiduidad y, pese al aprecio que Dvorak y público checo tienen por ella, sólo el “Himno a la luna” está a la altura de sus grandes creaciones.
Veamos otro caso semejante. A lo mejor le suena un poco más. ¿Conoce Ud. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha? ¡Qué pregunta! ¡Pues claro que la conoce! ¿Quién no conoce esta obra? El nacimiento de la novela, el nacimiento de un nuevo género de relato, la obra más difundida, traducida y publicada después de la Biblia. Una obra genial, chispeante, brillante, que puede abrirse al azar para disfrutar de la agudeza de esa pluma inmortal que fue Don Miguel de Cervantes. ¿Cuántos libros se han escrito sobre ella? ¿cuántos lectores ha tenido? ¿de cuántos modos se ha cantado el inimitable talento de su autor? ¿hay algún autor, algún literato, algún novelista, que no diese sus dos manos por ser tan leído, tan reconocido, tan alabado como "el manco de Lepanto"? “El príncipe de los ingenios” se lo ha llamado. Es fácil calibrar la inmediatez de su éxito en términos de fortuna y fama por lo rápido que aparecieron continuaciones apócrifas, de hecho, Cervantes se pudo dedicar por primera vez en la vida (a los cincuenta y muchos años), a escribir sin el acuciante agobio de los acreedores.
Una reciente producción televisiva ha traído a los ojos del gran público la verdad escondida debajo de tantos elogios hacia la figura de Cervantes y es que, nuestro inmortal autor, envidiaba profunda y virulentamente el éxito alcanzado por Lope. ¿Se acuerda de Lope de Vega? Hay que escarbar un poquito más, ¿verdad? Por supuesto, Lope de Vega fue un hito en el teatro español, pero, ¿resulta comparable con el talento, con la inmensidad de Cervantes? Pongámoslo en cifras: ¿cuántas traducciones ha tenido Lope? ¿cuántos lectores tiene en el mundo cada día? ¿cuántos estudios se han escrito sobre su teatro? ¿cuántos seguidores tuvo? ¿y versiones cinematográficas? ¿más o menos que Cervantes? Resumamos: ¿escribió Lope algo comparable con Don Quijote? ¿Hay algo comparable con Don Quijote? Pues bien, Cervantes nunca quiso ser un Dante o un Goethe, quiso ser un Shakespeare o, mejor aún, un Lope de Vega, alguien, quizás, con mucho menos talento para la literatura, pero mucho mayor para captar lo que el público realmente quería. ¿La novela? ¿a quién demonios le importaba la novela en el Siglo de Oro? El teatro fue el género que Cervantes trató una y otra vez de asaltar sin demasiado éxito, eclipsado por ese “monstruo de la naturaleza” con el que tan mal acabó llevándose, llamado Lope de Vega.
Así que no, amigos míos, ni la fama, ni la fortuna, ni la gloria, ni la inmortalidad, sirven para contentar a los seres humanos, porque siempre nos las apañamos para querer otras cosas, para querer, precisamente, la única cosa que no tenemos.