Alemanes y rusos siempre han considerado a Polonia su patio trasero. Cuando no la han invadido, se la han repartido como buenos amigos. Por eso, el ascenso al poder de Stalin primero y Hitler después, debieron suponer negros presagios para los polacos. Finalmente fueron los nazis los primeros en declararles la guerra, una guerra que duró realmente poco y sometió a toda Polonia. Hacia julio de 1944, las tornas habían cambiado. El ejército soviético avanzaba imparable hacia la frontera polaca y las tropas alemanes cedían doblegadas por su empuje. El gobierno polaco en el exilio albergaba pocas dudas acerca de qué era lo que les cabía esperar con la entrada de los rusos en su país. La propaganda soviética no desaprovechaba ocasión para acusar a los patriotas polacos de colaboracionistas con el régimen nazi y la matanza del bosque de Katyn, ocurrida cuatro años antes, dejaba claro que no se trataba de pura retórica. Pero la propaganda soviética no sólo trataba de desprestigiar al Ejército Territorial polaco, también llamaba a la población a levantarse contra la ocupación alemana y, particularmente, a cortar vías de transporte y abastecimiento.
La resistencia polaca y el gobierno en el exilio discutieron largamente cuál era la mejor opción a tomar y, finalmente, se decidieron por alzarse en armas en agosto de 1944. Los alemanes se llevaron un susto mayúsculo. Consideraban a Polonia una especie de colchón de seguridad entre el ejército rojo y la frontera alemana y, de pronto, se convirtió en una trampa con enemigos de frente y por la espalda. Sin embargo, los soviéticos, en lugar de continuar su tremendo empuje, se pararon justo a las puertas de Varsovia, lo cual permitió que los alemanes se centraran en la resistencia polaca. Tras dos meses de combates más de 250.000 polacos habían muerto y buena parte de Varsovia había sido devastada. De la magnitud del susto alemán da cuenta su respuesta una vez cesaron los combates. La población de Varsovia fue deportada “temporalmente” a campos de internamiento los más afortunados y de exterminio los menos. La ciudad quedó desierta para que las órdenes de Hitler pudieran ser ejecutadas sin estorbo y éstas no eran otras que convertir Varsovia “en un lago”. Buena parte de lo que quedaba en pie fue dinamitado o incendiado, de modo que cuando las tropas del ejército rojo entraron en la capital polaca (¡en enero de 1945!) había realmente muy poco que liberar.
Los historiadores militares soviéticos han explicado reiteradamente que el repentino parón en el avance del ejército rojo se debió a cuestiones tácticas. La ofensiva realizada en los últimos meses había sido muy rápida, las líneas de abastecimiento se habían hecho peligrosamente largas y cuando por fin los alemanes se habían replegado más allá de la antigua frontera, nadie tenía ganas de arriesgar las pocas tropas frescas que quedaban por un objetivo, Varsovia, que estratégicamente, no tenía demasiada relevancia en ese sector del frente. La verdad es que estas razones no eran, desde luego, baladíes y, probablemente, fueron el motivo inicial del parón en la ofensiva. Que después el ejército rojo se llevara dos meses contemplando cómo, a unos pocos kilómetros, los ejércitos alemanes masacraban a la población de Varsovia, sólo pudo deberse a órdenes directas de Stalin que, desde luego, no quería tener que darle la mano a nadie, salvo a un gobierno impuesto por él, cuando visitase Polonia.
Aunque, para nosotros, aquellos acontecimientos forman parte de uno de los tristes episodios de algo que ocurrió el siglo pasado, en Polonia las heridas siguen estando vivas. En la celebración del alzamiento de Varsovia realizada este año, ha habido algo más que palabras entre los partidos políticos cuando el ministro de Asuntos Exteriores acusó al gobierno polaco en el exilio de irresponsabilidad por poner en marcha un levantamiento que, obviamente, no conducía a ninguna parte.
Hoy los vientos de guerra son otros. La habitual falta de noticias veraniega ha conducido a las portadas una guerra que parecía condenada al olvido. En estos días no puedo evitar acordarme de estos hechos cuando oigo hablar de Siria. Desde 2011 la población siria soporta una guerra (in)civil entre los ejércitos de un dictador sin escrúpulos y diferentes facciones armadas rebeldes con objetivos e ideologías dispares. Se pudo haber intervenido de un modo decisivo cuando comenzaron las deserciones en el ejército, porque se hubiese contribuido a ahondarlas. Se pudo haber intervenido cuando los soldados entraron a sangre y fuego en Homs y Alepo (cualquiera de las veces que lo han hecho). Se pudo haber intervenido cuando los servicios secretos sirios provocaron atentados en territorio turco. Se pudo haber intervenido la primera vez que se usaron armas químicas, evitando males mayores. Y si todo eso causaba recelos y resistencia en la opinión pública o en las monarquías del golfo (salvo la qatarí), se podía haber intervenido decisivamente poniendo los medios económicos y la adecuada política del palo y la zanahoria para conseguir la articulación de las fuerzas rebeldes en un frente amplio, con unos objetivos comunes y un mando unificado mínimos. Pero nada de eso se hizo. Como el ejército rojo nos hemos quedado a las puertas de Varsovia, amenizando nuestras tardes veraniegas con las luces lejanas de la masacre, eso sí, nosotros lo hemos hecho durante dos años. Y ahora, ahora que lo más presentable de las fuerzas rebeldes está criando malvas, ahora que nuestros presidentes no tendrán otras manos que estrechar cuando vayan a visitar el país que las de sus títeres, ahora parece que ya estamos preparados para liberar lo que queda en pie.