Difícilmente se entenderá por qué la "polémica del siglo" puede considerarse una historia mal contada si no se echa un vistazo a todo lo que en ella queda implícito sin que filósofo alguno lo haya sacado a la luz por “improcedente”. En efecto: ¿por qué el rey hizo caso de los pietistas y no de Wolff, el filósofo más respetado del momento y de cuyas doctrinas los propios pietistas habían hecho uso generalizado? La razón, la razón fundamental de todo esto, la razón que nos va a descubrir una historia poco honorable de alguien a quien la filosofía considera el más honorable de sus hijos, se remonta a 1613, el año en que el Elector de Brandenburgo, Juan Sigismundo I, se convirtió al calvinismo. Dicho de otro modo, a las puertas de la Guerra de los Treinta Años, el muy luterano electorado de Brandenburgo quedó encabezado por una casa real calvinista. Los treinta años de guerra, la vecindad con la, por entonces, mucho más poderosa y católica Polonia y otros avatares, dejaron larvado un conflicto, potencialmente explosivo, que afloró cuando el insignificante electorado comenzó a adquirir territorios, la mayoría igualmente luteranos, acabando por transformarse en el reino de Prusia. La progresiva conciencia de los monarcas prusianos de que necesitaban disciplinar su Estado (y su milicia) si querían prosperar rodeados de reinos más poblados, ricos y poderosos militarmente, hizo aumentar los roces conforme la corona intervino en los asuntos religiosos limando los aspectos más característicamente luteranos de la sociedad. Cada nombramiento, cada nuevo decreto, cada ordenanza, imponía un clavo más en la tumba del luteranismo prusiano, algo que acabó degenerando poco menos que en motines, especialmente, en la parte oriental del reino y, particularmente, en su capital, Königsberg. En 1675, sucedió algo en la corte rival de Dresde que cambiaría radicalmente esta situación. Su capellán Jakob Spener, luterano, publicó un breve tratado en el que denunciaba los vicios de la religión luterana, llamó a una vuelta al verdadero espíritu de Lutero y apeló para ello a la experiencia personal de la fe y la piedad. Ese texto, en efecto, se considera el acto fundacional del pietismo y la corte prusiana demostró enorme entusiasmo por acoger a sus seguidores en su territorio y brindarles todo tipo de facilidades para que ejercieran voraz proselitismo. Los pietistas se convirtieron así en una quinta columna del calvinismo real, encargada de segar la hierba bajo los pies de sus súbditos luteranos. Por eso Halle se hallaba plagada de profesores pietistas, como buena parte del resto de universidades prusianas, especialmente en las zonas que más resistencia habían mostrado a la penetración del calvinismo, como la ya mencionada Königsberg. Y por eso, cuando los pietistas señalaron con el dedo a Wolff, el rey no dudó lo más mínimo en defenestrarlo. Al cabo, la cabeza de Wolff en la pica de su exilio, dejó claro el papel de control social que ejercían los pietistas y el camino que había de seguir cualquiera que osara oponérseles. De hecho, siguieron jugando ese mismo papel durante el reinado del hijo de Federico Guillermo I, quiero decir, de Federico II de Prusia, "el grande". Federico II, el rey filósofo, el protector de librepensadores, el que acogió a La Mettrie en su corte y que hacía gala de su desinterés e incluso desprecio por los asuntos religiosos, se limitaba a mostrar hasta qué punto el control ejercido por los pietistas había dejado al luteranismo exangüe frente al poder de la corona.
Si ahora volvemos a leer los textos kantianos sobre el trasfondo de estos hechos históricos, veremos en ellos algo muy diferente de lo que sus estudiosos han querido mostrarnos a lo largo de los siglos. Kant da sus primeros pasos en filosofía con una Nova dilucidatio en la que, sin venir mucho a cuento, lanza una diatriba contra el ars inveniendi. Utiliza contra él una fábula que más bien lo justifica, apela a la científica voz de uno de los más prominentes químicos de la época contra la alquimia y se burla de los intentos de Darjes por construir una ars characteristica. Nosotros necesitamos muchas explicaciones para entender qué tenía que ver todo eso con el ars inveniendi, pero el pietista ambiente universitario de Königsberg debió advertir, complacido, que el prometedor discípulo había tomado el camino correcto. En el período crítico a la química se la expulsaría del reino de la ciencias, pero eso no le impidió a Kant seguir manteniendo el veto contra el ars inveniendi wolffiano. Todavía más significativo, podemos contemplar, cómo, dejando aparte este asuntillo, Kant considera a Wolff el más grande los “filósofos dogmáticos”. Y, aún más, un Kant entrando ya en las últimas décadas de su vida, canta con júbilo las grandezas de ese Federico II que, como el resto de los miembros de la casa de Hohenzollern, tanto había hecho por proteger al pietismo. Por eso Kant ordena silencio y obediencia a los sacerdotes luteranos frente a sus superiores pietista del mismo modo que tienen que obedecer los soldados en combate y los inspectores de Hacienda que contemplan con qué benevolencia se trata a los súbditos calvinistas que han traído el tejido de la seda desde Holanda para mayor gloria de su ilustrada majestad. La Ilustración, dice Kant sin muchos miramientos, no debe alterar el modo en que se configuró el estado prusiano y, mucho menos, el papel que en él jugaban los pietistas. Ahora podemos entender que las proclamas "ilustradas" de Kant, en realidad, esconden algo muy diferente, advierten a la corona, en el revolucionario contexto de finales del siglo XVIII, del mutuo beneficio que siempre había proporcionado su sacrosanta alianza con el pietismo.