En contra de la conclusión que sacan algunos de mis lectores, nunca he pretendido sostener que la psiquiatría es algo así como una astrología sin matemáticas. Muy al contrario, siempre he argumentado que, como otras disciplinas médicas, se halla imbuida de un riguroso procedimiento científico que consta de los siguientes pasos:
1º) Descubrimiento de una terapia.
2º) Aplicación al mayor número posible de sujetos.
3º) Búsqueda de una justificación de la misma.
4º) Análisis de su eficacia cuando ya lleva varias décadas utilizándose.
5º) Si del paso anterior se deduce que no hay motivos para seguir aplicándola, volver al primer paso.
Un ejemplo característico de este método lo constituye el ECT, electroterapia convulsiva o, como se lo denomina vulgarmente, los electroshocks. A principios del siglo XX, Sigmund Freud predicó una religión profana llamada psicoanálisis, revelada a él por Dios padre inconsciente. La idea de poseer algo sobre lo que no teníamos control y a lo que poder echarle la culpa de nuestros males, cautivó a la humanidad y las conversiones se multiplicaron por doquier. Lo bueno de las religiones es que nadie te pide algo así como historiales médicos con curaciones reales que apuntalen tus prédicas. Todo es cuestión de fe y, ya se sabe, a quienes el inconsciente les concedía la gracia de la fe, se salvaban y a quienes no les otorgaba la gracia, pues, hale, ajo y agua. Lo malo de las religiones es que mucha gente queda fuera del negocio y no está dispuesta a reconocer al papa de turno ni a compartir con él los beneficios. Eso ocurrió con un buen número de psiquiatras que decidieron emprender un camino verdaderamente “científico”, lejos de las patochadas freudianas. Sin embargo, dada la popularidad de sus ideas, necesitaban algo espectacular en el doble sentido de algo que conmocionara y que produjera escalofríos.
En los tiempos en que Freud revolucionó la capital del imperio austro-húngaro, Julius Wagner-Jauregg observó que algunos enfermos mentales mejoraban su estado tras sufrir fiebres severas. Siguiendo la rigurosidad del método antes señalado, Wagner-Jauregg se lanzó a inyectar agentes transmisores de la erisipela, la tuberculosis y la malaria a pacientes con degeneración neuronal causada por la sífilis. Las extraordinarias tasas de curación de las que dio cuenta Wagner-Jauregg le proporcionaron prestigio, la popularización de la “piroterapia” y el premio Nobel de medicina de 1927. Con todo esto en el bolsillo se dedicó a esterilizar a quienes habían caído en la esquizofrenia por masturbarse demasiado (sic) y al apoyo decidido de los que persiguieron a rivales teóricos como Freud, quiero decir, apoyó el nazismo. Fiel defensor de la eugenesia, multitud de hospitales, calles y plazas siguen llevando su nombre en Austria, pese a que las revisiones de su trabajo mostraron tasas de mortalidad entre sus pacientes que llegaban al 20% y recaídas tras la terapia del 60% de ellos. Por supuesto, jamás explicó cómo ni por qué las fiebres “curaban”.
Una cosa es que el bacilo de la tuberculosis no fuera eficaz y otra, muy diferente desde el punto de vista científico, que el procedimiento de medio matar a los pacientes no tuviera futuro. El año en que Wagner-Jauregg recibió el premio Nobel, Manfred Sakel descubrió un agente mucho más “científico” para obtener el mismo resultado: la insulina. Sakel, en efecto, inducía un coma insulínico en los esquizofrénicos, atribuyéndose con ello tasas de curación en ningún caso inferiores al 80%. El motivo era “fácil” de entender, 100 ó 150 dosis de insulina administradas a un paciente reforzaban hasta tal punto su “fuerza anabólica” que ésta “depuraba” las células nerviosas. En los tiempos de Sakel ya circularon rumores de que sus cifras de “curaciones” se debían a que seleccionaba sus sujetos de estudio entre aquellos cuyo trastorno tenía mejor pronóstico. Científicamente se llegó al consenso de que la tasa de curación debía andar por el 50%, lo suficiente como para que la terapia de choque insulínico se practicara con fruición en los hospitales psiquiátricos entre 1940 y 1950. Cuando ya había caído en desuso, comenzaron a alzarse voces denunciando que solía matar al 5% de pacientes, causando daños irreversibles a un porcentaje indeterminado de ellos, además de que su tasa de eficacia real era mucho más un mito que una cifra concreta.
Aunque Ladislas Joseph Meduna realizó muchos experimentos tratando de inducir convulsiones en los pacientes psiquiátricos utilizando alcanfor, estricnina o dióxido de carbono, por aquel entonces, la psiquiatría ya se había hecho con un procedimiento de curación a la altura de los tiempos, la electricidad. La epifanía que acabó dando lugar a los electroshocks la tuvo Ugo Cerletti, director del Departamento de Enfermedades Mentales y Neurología de la Universidad de Roma, en un matadero. Viendo cómo los carniceros dejaban tiesos a los cerdos con unas pinzas eléctricas antes de proceder a rajarlos, comprendió que, obviamente, había encontrado un procedimiento para la curación de los enfermos mentales. Tras probar el procedimiento en numerosos animales sin que nos haya quedado constancia de qué enfermedades mentales sufrían éstos y qué tasa de curación logró Cerletti en ellos, decidió que con una descarga de entre 50 y 150 voltios, se podían inducir curaciones en humanos. Se la proporcionó a todos los infelices que cayeran en sus manos, ya padecieran depresión, esquizofrenia, desórdenes afectivos o simple conducta disoluta. Una vez más, la explicación de por qué funcionaba y, sobre todo, por qué funcionaba en semejante arco de trastornos, gozó de una claridad tan meridiana que nadie ha tratado de mejorarla hasta el día de hoy. La electricidad, decía Cerletti, “vitalizaba” unas sustancias, las “agro-agoninas”, que remediaban el mal funcionamiento de las neuronas. Por si fuera poco, el tratamiento de Cerletti tenía la extraordinaria ventaja de que puede (de hecho, debe) repetirse 10 ó 20 veces antes de esperar ninguna mejoría. De este modo, los psiquiatras se garantizaban visitas reiteradas de sus pacientes al igual que los psicoanalistas. Con semejantes credenciales, huelga decirlo, se convirtió en una terapia rutinaria por parte de la psiquiatría durante décadas. Sin embargo, muy pronto, surgieron voces, ya se sabe, “anticientíficas”, denunciando que su carácter inespecífico permitía su administración arbitraria como mecanismo disciplinario. La película de Milos Forman, “Alguien voló sobre el nido del cuco” (1975), marcó el apogeo del movimiento antipsiquiátrico en general y contrario a la terapia de los electroshocks en particular. Cualquier pseudociencia habría llegado a la fácil conclusión de que había que buscar procedimientos nuevos. Pero la psiquiatría y, más en concreto, la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), extrajo la mucho más científica consecuencia de que necesitaban un lavado de cara. Desde entonces, un millón de personas al año recibe tratamiento de electroshock. Eso sí, se requiere el consentimiento previo de un paciente al que su psiquiatra le ha asegurado que “es la única salida”, se le administra humanitaria anestesia y todo el procedimiento queda científicamente asistido por ordenador. Nadie parece haber emprendido la poco científica tarea de determinar si semejante puesta en escena mejora o empeora los resultados que se obtenían con los antiguos mordedores. Y, por supuesto, a estas alturas, después de utilizar semejante técnica curativa durante 70 años, la cuestión de su eficacia real, resulta insignificante para una disciplina tan seria como la psiquiatría.
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