De entre las muchísimas historias mal contadas de la filosofía, probablemente no se ha contado ninguna peor que la de Christian Wolff (1679-1754). Y el pésimo modo de narrar su (lugar en la) historia no ha ocurrido por casualidad, ha llegado a acontecer porque va ligada a otra narración pésima, la del papel desempeñado por Immanuel Kant. La práctica defenestración del uno y el engrandecimiento del otro, han ido de la mano, tapando piadosamente el trasfondo de tal historia que, al cabo, coincide con el trasfondo de la historia de Prusia y de cómo acabó convirtiéndose en la Prusia que todos recuerdan. De Wolff apenas queda la memoria de un heredero de Leibniz y de un transmisor de sus ideas. Se olvida, con frecuencia, que Leibniz publicó en vida un porcentaje verdaderamente ridículo de su producción. La masa ingente de la misma permaneció (por siglos) inédita y aún no se ha completado. Quienes vivieron desde finales del XVII hasta bien entrado el siglo XIX, identificaban tout court a Leibniz con Wolff. En los escritos del segundo creían leer la decantación última de lo que el primero había sostenido siempre. Incluso hoy día, cuando nadie lee a Wolff, permanece la ilusión de su leibnizianismo, casi inaprehensible para quienes se adentran en las abigarradas páginas de sus escritos. Wolff, en realidad, llegó a Leibniz a través de Walther Tschirnhaus, con quien mantuvo amplia correspondencia y de cuya Medicina mentis sive Ars inveniendi Pracepta generalia, se declaró devoto lector. Mucho más espinosista y cartesiano que leibniziano, bastante más original (para bien y para mal) de lo que pensaron sus contemporáneos y dotado de una singular capacidad sistemática, Wolff pergeñó, no sin contradicciones ni ambivalencias, una filosofía propia.
El que llegara a la Universidad de Halle en 1706 como profesor de matemáticas y filosofía, se había convertido, quince años más tarde en la figura de referencia de dicha universidad y de buena parte de la intelectualidad alemana. Y, justamente entonces, en la cima de su carrera, cayó sobre él una campaña perfectamente orquestada para defenestrarlo, hasta el punto de que en 1723, el rey, Federico Guillermo I, le conminó a abandonar la ciudad en menos de 48 horas. Wolff, sin entender demasiado bien qué había ocurrido, obedeció y cambió Prusia por Hesse, pasando a enseñar en la universidad de Magburgo hasta 1740. La historia de por qué Wolff cayó en desgracia ha permanecido durante tres siglos en la penumbra. La versión oficial cuenta que todo comenzó con una conferencia de Wolff sobre China en la que insinuó que Dios salvaría a los hombres justos con independencia de que éstos hubiesen profesado la religión cristiana o no. Semejante idea habría irritado a los pietistas, quienes lanzaron contra él la acusación de ateísmo y ésta habría acabado provocando la decisión del rey. Wolff, por tanto, representaría la voz de los “espíritus libres”, en realidad, habría que reconocer en él a un librepensador adelantado a su tiempo, martirizado por su lucha contra el oscurantismo religioso y, como tal, la Ilustración lo tomó como su adalid hasta el punto de que recibió incontables citas en la Enciclopedia, que tampoco se recató en reproducir numerosos pasajes suyos, a veces citándolo y otras no tanto. El propio Wolff contribuyó a racionalizar de esta manera su historia, presentándose como el adalid de la “filosofía libre”, lo cual le granjeó amplia audiencia y, a la postre, su regreso a Prusia. Sin embargo, cualquiera que lea a Wolff tendrá dificultades para encontrar algo en él de “espíritu fuerte”, de librepensador y, aún menos, de ateo. Bien al contrario, el Dios de Wolff aparece por todas partes, posee un carácter absolutamente trascendente, una omnisciencia y omnipotencia plenas y, frente a Él, el ser humano parece poco menos que nada. De hecho, Wolff adjudica a Dios y únicamente a Dios la potentia creatix, la capacidad para crear cosas nuevas y crearlas a partir de la nada, sólo Él manejaría el verdadero arte de inventar y, frente a esta potentia creatix de Dios, el poder creativo del ser humano se reducía a una panoplia de truquillos que Wolff enumeró minuciosamente y que, desde luego, no permitía ir más allá de cierta mejora pasajera en lo ya inventado por otros. Tampoco Wolff hizo nada por enfrentar a los pietistas ni su “oscurantismo”. Bien al contrario, no había disciplina impartida en la universidad de Halle que careciese de un pietista wolffiano a cargo de ella. Todavía mejor, la cuestión de qué destino depararía Dios a los no bautizados había suscitado intensos debates en las décadas anteriores entre los pietistas, sin que las diferentes posturas se hubiesen lanzado unas contra otras la acusación de ateísmo. ¿Qué ocurrió, pues? En realidad, ya lo hemos explicado.
Para los pietistas, el encuentro con Dios, la entrada en su fe, constituía una transformación de los individuos, que, virtualmente, renacían, quiero decir, se re-creaban. Entrar en el pietismo, encontrar la verdadera fe, transformarse, comprender las leyes divinas y aceptarlas voluntariamente, significaban lo mismo. Ese acto de re-creación, constituía un acto de libertad supremo, que nos arrancaba de la ciega determinación de la causalidad mecánica que, según Wolff, regía el mundo. Ahora bien, dicho reconocimiento, dicha recreación, literalmente dicha reinvención del ser humano, exigía, precisamente, una capacidad en ellos que el ars inveniendi wolffiano sólo reconocía a Dios. La insistencia de Wolff sobre este punto hizo que los pietistas se sintieran progresivamente amenazados por sus doctrinas, que, de un modo cada vez más evidente, chocaban contra el eje central de los credos pietistas. Hasta qué punto se sentían amenazados lo demuestra el modo en que engrosaron el expediente contra él. A la incomodidad manifiesta de muchos de ellos con la conferencia de Wolff le sucedió la, a todas luces fuera de lugar, acusación de ateísmo, pero tras ella, vino la afirmación de que, en sus escritos, Wolff había animado a los soldados a desertar, acusación ésta que acabó desencadenando la fulminante destitución real.
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