Adoro los enigmas que se esconden bajo las cosas cotidianas. Uno de ellos se llama “contagio”. En apariencia, todo resulta muy fácil, de hecho, empezaremos con el caso aparentemente más elemental, la gripe. Desde 2.008, la Red de Vigilancia Europea de la Gripe, coordina el seguimiento de esta enfermedad, informando regularmente de las cepas de virus en circulación, de los países afectados y en qué medida. En España, la gripe suele comenzar en el norte peninsular, bajando lentamente conforme van pasando las semanas. El virus, presente en una persona, pasa a otra a través de pequeñas gotitas de mucosa que se propagan por el aire hasta acabar en las manos de quien acabará resultando contagiado. Doce, veinticuatro horas después del contagio, la persona comenzará a sentirse mal y acudirá al médico. Tras un examen rutinario, le hará un diagnóstico que, por vías bastante retorcidas, acabará en la Red de Vigilancia. Todo muy simple, muy fácil, muy obvio.
Realicemos ahora un análisis de sangre a las personas diagnosticadas de gripe, ¿en cuántos de esos análisis podrá detectarse el virus de la gripe? La respuesta a esta pregunta perogrullesca nos muestra un laberinto: apenas una de cada tres en la fase más aguda de la epidemia y poco más de uno de cada ocho durante el resto de la misma. Las dos terceras partes de las personas diagnosticadas con gripe no tienen en su cuerpo el virus de la gripe. Quizás Ud. mismo ha vivido la experiencia de acudir a una consulta plagada de griposos. Después de otros cuatro pacientes entra Ud. y le relata a su doctor que tiene mal cuerpo, algo de mocos y cierta destemplanza. Difícilmente escapará de allí habiéndose librado de un diagnóstico de "síndrome gripal". Formulemos ahora las preguntas incómodas: ¿tienen todos los pacientes diagnosticados de gripe los mismos síntomas? ¿con la misma intensidad? ¿con la misma intensidad que si no se los hubiese clasificado como griposos? ¿quién contagia entonces la gripe? ¿un virus? ¿unas gotículas de moco dispersadas en el aire? ¿el médico? ¿por qué se alcanza en un determinado momento el pico en la epidemia de gripe? ¿porque en ese momento hay más personas en la fase aguda de la enfermedad? ¿porque los médicos la diagnostican más? Y en caso afirmativo, ¿por qué la diagnostican más? ¿porque hay más personas con síntomas o porque los medios de comunicación de masas en general y los medios de comunicación médicos en particular hacen especial énfasis en la llegada de esa fase de la epidemia? ¿Exactamente cómo podemos definir ahora una “epidemia”? ¿y el contagio?
Si nos dejamos atrapar por las preguntas anteriores, nos vemos conducidos inevitablemente a un laberinto, el laberinto, por ejemplo, con el que se abre la Historia de la locura de Michel Foucault: “al final de la Edad Media, la lepra desaparece del mundo occidental”. La lepra, la primera enfermedad que obliga a la intervención de poderes que acabarán exigiendo estructuras como las de los Estados, ha dejado de asolar Europa, ha dejado de llenar instituciones creadas para manejar su poder indomeñable, en definitiva, ha dejado de contagiarse. Las 43 leproserías que rodeaban París comienzan a vaciarse con el correr del siglo XV. A principios del siglo XVI se trata de instituciones que esperan la muerte de los dos o tres internos que las ocupan para reconvertir sus funciones. ¿Por qué, cómo, dejó de contagiarse la lepra? ¿acaso tuvieron éxito las precarias medidas de aislamiento? ¿de verdad se consiguieron prendas, protocolos de asepsia, más eficaces de los que verán la luz con la inauguración de los primeros hospitales?
El algoritmo Google Flu, utiliza el número de consultas sobre síntomas y tratamientos que los internautas realizan en el famoso buscador para pronosticar la evolución de la enfermedad y avisar a las autoridades antes de que los enfermos lleguen a los hospitales. Pues bien, durante ocho años, de 2.004 a 2.012, el algoritmo de Google predijeron con acierto los datos que a posteriori daban las autoridades sobre la epidemia de gripe. A partir de 2.012, sin embargo, esta racha se rompió y durante varios años, sus resultados doblaban la incidencia real de la gripe.
La búsqueda de algoritmos exitosos para seguir el contagio se inició con el eximio matemático húngaro George Polya (1887-1985). Polya desarrolló un modelo basado en los típicos problemas de extracción de bolas de colores de una urna que enlazaba directamente con las redes y los paseos aleatorios. El modelo de urnas de Polya se halla a la base de la inmensa mayoría de los enfoques matemáticos que tratan de dar cuenta de cómo algo, un virus, una información, una moda, se expande por una población. La clave se halla precisamente en el verbo “expandir”. Tales modelos no pretenden contarnos cómo una enfermedad, por ejemplo, inicia su decurso en un determinado ámbito y, en consecuencia, tampoco cómo desaparece. Con mayor o menor fortuna, se acercan a los datos reales de expansión sin plantear las cuestiones claves, por ejemplo, que en 1920 Greenwood y Yule utilizaron urnas de Polya para modelizar fenómenos que no podían categorizarse como “contagios” ni en un sentido matemático ni médico. De hecho, si a cualquier cosa que podamos calificar de “contagio” se le aplica la teoría de probabilidades se producirá un curioso fenómeno de autocontagio, pues, por pura aritmética, la probabilidad de un fenómeno B, dado A, necesariamente tiene que resultar mayor que la probabilidad de A sola. Las compañías de seguro aplican este cálculo a rajatabla. Con los números en la mano, la probabilidad de sufrir un accidente por parte de un conductor que ya ha sufrido uno resulta superior a la probabilidad de un conductor que no ha sufrido ninguno. Nos contagiamos a nosotros mismos la siniestralidad vial. Desde luego, esto demuestra, y muy lejos de la mecánica cuántica, que el aumento de nuestro conocimiento sobre un sistema, inevitablemente, modifica el entramado que lo describe, pero sigue dejando abierta la pregunta de cómo y por qué.